"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Sancho Saldaña o El castellano de Cuéllar

Sancho Saldaña o El Castellano de Cuéllar (Edición en dos tomos) Por José de Espronceda TOMO I CAPITULO I. Serían las tres de la tarde un día del mes de agosto, cuando un mozo de apariencia pobre y en traje muy derrotado, después de haber atravesado el arenoso pinar de Olmedo, se sentó a las frescas orillas del rio Adaja al pie de un árbol que sombreaba la corriente y convidaba a descansar. Parecía ser de edad de diez y ocho años, y aunque el polvo del camino y el calor del sol le traían algo desfigurado, su mirada era alegre, su semblante noble y su cuerpo airoso, siendo este elogio tanto más justo cuanto menos su traje y adornos le ayudaban a merecerlo. Traía un coleto de ante tan acuchillado, roto y mugriento, que apenas se conocía de qué era; una sobrebesta que había sido de color verde, y de que aún quedaban algunos girones raídos; un sombrero tejido de hojas de árboles, las piernas y pies descalzos, y una lanza en la mano derecha, que tal parecía el palo de que venía armado, y que tenía por contera un regatón de hierro. —Veamos, dijo al sentarse, si aun aquí dentro del agua me mortifican también estos malditos tábanos que me persiguen. Y entró ambos pies en el agua hasta la rodilla con mucho cuidado de no mojarse el vestido, como si lo tuviera en mucha estima y no quisiera echarlo a perder. Luego que se refrescó del fuego de las arenas y repuso de las picaduras de los tábanos, sacó un pañizuelo blanco muy limpio de un zurrón que traía, pero tan desgarrado y abierto por tantas partes que por la más pequeña le cabía el puño. Tendiólo sobre la yerba a guisa de servilleta, y exclamó: — ¡O cara camisa mía, que por tanto tiempo fuiste mi más íntima amiga, y que tan aficionado me tenías que siempre te quise tener conmigo y te traje tan a raíz de mi carne por tanto tiempo! ¡A qué punto hemos llegado, amada camisa mía, que cuando creí que de tanto andar juntos y tan apegados te habrías convertido en mi propia carne, y que éramos los dos uno mismo, hallé que de tus anchos y espaciosos vuelos no quedaba ya otra cosa que este pedazo que encontré a duras penas buscándote por mí cuerpo, y que ha venido a parar en mantel a cuenta de tus servicios! Omnia moriuntur, como decía el abad de Benedictinos que me crio. Consuélate, que por ti no se dirá al menos de tu amo que no come pan a manteles; consuélate, celosía de mis manjares, pues tal te puedo llamar, que eres más trasparente que el cristal, mas diáfana que el aire, y tienes más heridas que el guerrero más veterano y acreditado. Mientras apostrofaba de esta manera al triste resto de su malograda camisa, iba sacando del alforja las consumidas y poco apetitosas viandas que llevaba para el camino, y se entretenía en colocarlas con el mejor orden, simetría y cuidado que le era posible. Consistía su repuesto en dos o tres mendrugos de pan algún tanto petrificados, un pedazo de queso ovejuno no muy tierno tampoco, dos o tres tomates crudos, y una bota de vino blanco, aunque más llena de aire al parecer que de vino. Sacó tras esto un estoque, que no era menos larga la navaja que le servía, contempló un rato con muestras de mucho gusto la armonía y distribución de sus platos, y empezó su ocupación gastronómica con aire desenfadado y apetitoso. —Algo rebelde te encuentro, dijo al dar una dentellada en uno de los mendrugos, y que él presumió que le costaba un diente: no creí, prosiguió, que después de quince días que te llevo en mi compañía, y cuando más amañado y suave de trato debía encontrarte, te hallase cada vez más duro de corazón y menos sociable. Pero ya te castigaré, y haré ver hasta dónde raya mi valor y tu presunción. Dicho esto clavó el diente a modo de perro de presa en el endurecido mendrugo, quedando indecisa la victoria por un momento, hasta que al fin el ruido de los demolidos coscurros, y el simultáneo movimiento de las poderosas quijadas, la declararon por el mancebo, que no satisfecho con este importante triunfo, siguió con el mayor denuedo hasta sepultar en su vientre desde el primero hasta el último de sus enemigos. Concluida esta operación, y sino satisfecho su apetito, aliviada su necesidad, se echó al rio de bruces y bebió agua: lio en seguida el mantel, tentó la bota, y viendo que estaba vacía dio un suspiro, y doblándola la guardó en el zurrón con los demás utensilios de su comida. Tomó en seguida unas hojas de un libro manuscritas de buena letra en latín en que venía envuelto el queso, y tendiéndose a la larga sobre la yerba, empezó a deletrear a voces como es uso de mal lector. Luego que hubo leído un rato exclamó: ¿Y qué quiere decir todo esto? ¿Y es posible me haya costado tanto azote, y al fin y al cabo no haya podido el buen abad salir con la suya de que yo aprendiera? Aunque a decir verdad, yo creo que él no sabía mucho más de lo que me ha enseñado. ¡O vida regalada del monasterio! ¡Cuántas veces te echo de menos! Solo por aquello de dulces, exubioe dum fata Deusque sinebant, como repetía el buen abad cuando me regalaba el rostro con alguna palmada y no de las más suaves en prueba de su cariño: solo por eso conservo estas pocas hojas, de que no he podido aun entender la primera llana, y por lo que me imagino, y no sin razón, que tampoco entenderé la última. Pero en fin, basta de lectura, y durmamos un poco hasta que caiga la tarde y me pueda aprovechar del fresco para seguir mi camino. Diciendo esto se cubrió el rostro con el sombrero, y de allí a poco empezó a roncar con tanta fuerza y estrépito que su ronquido bastaría a despertar los siete durmientes, y aun a hacer levantar los muertos el día del juicio final. Era entonces la hora de la siesta, y el sol en toda su fuerza abrasaba los extendidos campos de Castilla, que sí bien más poblados en aquellos tiempos, no por eso los hacia menos áridos la sequedad propia de la estación, y sobre todo desde Olmedo a Cuellar, que era el camino que a lo que parecía llevaba nuestro galán. Un bosque de pinos cubre aun hoy día este camino arenoso, en que se hunde a veces la pierna hasta la rodilla, y donde el sol, quebrando sus rayos en cada grano de arena, reverbera del suelo con un esplendor tal que deslumbra, dobla el calor y aumenta el cansancio y la fatiga del caminante. Solo se oye el chirrido cansado de la chicharra y el zumbido monótono de los tábanos, y si algún soplo de viento viene acaso a mecer la copa de un pino cuando el viajero abre los secos labios con ansia para recogerlo, respira el viento abrasado de los desiertos, o un cierzo de fuego que le consume de sed y le quema en vez de regalarle con su frescura. Tres ríos, si tal nombre merecen tres arroyos algo crecidos, dividen este camino a corta distancia unos de otros, que los naturales distinguen con los nombres de Adaja, Piron y Cega, siendo este último la línea o frontera que separa las tierras del castillo de Iscar de las de Cuellar. El Adaja, vadeable aun en invierno, y último linde de Olmedo a Iscar, moja humildemente esta tierra, que se lo sorbe; pero en sus sombrías orillas, cubiertas de frondosos árboles, se respira ya aire más fresco, y ofrece una isla de verdura en medio de aquel desierto. En sus riberas, pues, como hemos dicho, descansaba nuestro desembarazado mozo de la penosa marcha que había traído, y no haría aun media hora que dormía a pierna suelta cuando sintió una cosa fría que levantando el sombrero que le tapaba la cara, se refregaba contra él, al mismo tiempo que un peso en el pecho, que se removía. Abrió los ojos, y vio que era un perro mastín de gran tamaño y adornado de sus carlancas, que después de haber satisfecho su sed en el rio se había llegado a olerle, y le afirmaba las manos en el pecho mientras le humedecía el rostro con el hocico. —Voto al perro, y mal año para tu amo, gritó con enfado de verse despertar tan fuera de sazón. ¡Quítate! y lo empujó al mismo tiempo con fuerza echando mano al desmesurado bastón, que hemos tratado de describir. El perro se retiró atrás dos o tres pasos gruñendo como preparándose para embestirle, y el mozo, ya puesto en pie, enarboló el palo en alto, y aguardó a su enemigo con resolución. En esta actitud estaban frente a frente coreados, cuando la voz de un hombre y un silbido llamó la atención del mastín haciéndole mudar de intento, y de allí a poco volvió tranquilamente hacia su señor, que saliendo de entre los árboles descubrió una facha tan rústica y salvaje que no dejó de sorprender a nuestro campeón. Era de poca estatura, cuadrado, ancho de espaldas, y muy fornido de miembros: sus brazos, que llevaba desnudos, estaban cubiertos de un bello tan espeso, largo y cerdoso, que parecía crines: las piernas arqueadas, sus maneras bruscas, su pelo y barba negros, siendo esta tan poblada, crecida y rizada, que le cubría todo el rostro, sin dejar ver en él más que dos ojos grandes y verdes que parecía que lanzaban rayos, y acaso de tiempo en tiempo dos hileras de dientes blancos como el marfil y tan juntos que parecían uno solo. No obstante, aunque su traza imponía, y aun podría decirse asustaba, no se sentía al verle aquel horror que inspira la vista de un animal feroz, y en la viveza y valentía de sus ojos se notaban quizá más señales de nobleza que de crueldad. Traía vestido un sayo vaquero y abarcas por zapatos, llevaba en la mano izquierda un arco y algunas flechas suspendidas de un cinto de cuero, que le aseguraba asimismo un hacha de armas de dimensión disforme y extraordinario peso, y pendiente de una cuerda que le rodeaba los hombros, colgaba a su espalda una bocina o cuerno de cazador. Todo esto vio y observó el roto mancebo, dudando si se pondría en defensa, o iría, o le aguardaría con tranquilidad. El primer pensamiento le pareció perjudicial y disparatado, considerando la desigualdad de sus armas; el segundo casi le pareció mejor; pero viendo que el recién venido no hacía movimiento ninguno ofensivo, y que muy lejos de eso le había evitado la riña con el mastín, se determinó a esperarle a pie firme. El perro entre tanto llegó coleando a su amo, que alargándole la mano y pasándosela por el lomo, —Sagaz, le dijo, quién diablos te manda meterte con un hombre dormido: no te tengo yo enseñado a tan poca cosa. Serénate muchacho, añadió acercándose al derrotado, y descubriendo con una sonrisa irónica el marfil de su dentadura, que no parece sino que ibas a venir a las manos con un león según lo alborotado que te pusiste. —No me alboroto yo por tan poco, y aunque el gozquejo es de buen tamaño, no sé cómo le hubiera ido si le hubiese arrimado yo la punta de mi bastón. —Quizá mejor que a ti, repuso el de la barba negra, porque no hubiera encontrado en que morder sino en la carne, según lo ligera y escasamente que vas vestido. —Es el mejor traje de verano que tengo, replicó el mancebo con desenfado. —Y el que más generalmente todos los días a falta de otro mejor, repuso el otro con sorna. —Me he dejado el equipaje ahí cerca por caminar más a gusto, respondió sin cortarse el derrotado mozo. —Pareces arriscadillo y resuelto, continuó el recién venido en el mismo tono. —Quizá más de lo que tú crees, le contestó el mancebo. — ¿Y hacia dónde se camina tan a la ligera, señor galán? preguntó el de la barba negra. —Pregunta es esa, repuso el mozo, sobre que es necesario pensar mucho antes de responder, y todo lo que yo puedo decirte es que el fin de mi camino será donde yo me pare, y que el lugar donde me quede será donde me vaya bien, y encuentre donde ejercitar mis talentos. —Según eso no llevas otro camino que el que te de tu buena o mala ventura, y si aquí mismo te se ofreciese un acomodado tal como tú deseas, aquí mismo te quedarías. —Ciertamente, repuso el mozo, aunque a decir verdad mío sé qué comodidad puede hallar un hombre como yo en medio de este desierto. —Puede hallar, replicó el Velludo, una colocación libre y honrosa que le ponga al igual de los señores oías poderosos, y aun le dé derecho a veces para alternar con ellos; puede hallarla tal, si le sopla el viento de la fortuna, que llegue a ser él mismo un señor, y a tener castillos, ejércitos y vasallos, — ¡Brillante colocación, amigo mío! respondió el denotado. ¿Pero no podía yo saber qué genero de talento es preciso para entregarse con fruto a ocupación de tanta monta y tan productiva? —No hay duda, pero antes es necesario que sepa yo quién eres, qué papel has representado en el mundo, cuál es tu inclinación decidida, y cuáles tus más aventajados talentos, que puesto me pareces mozo de disposición todavía necesito examinarte más antes de darte un honroso cargo. —Sino viera que habláis con seriedad, repuso el mancebo, dudaría de lo que me decís, porque a calcular por vuestra apariencia (y esto sea dicho salvo el respeto que me inspira ese colgajo de hierro que lleváis al cinto) no promete vuestra traza más ventajas al que vuestra señoría proteja que ofrece la mía (sin faltar sea dicho al respeto que merecéis), y esto dijo echándole una mirada picaresca de la cabeza a los pies, y concluyó su discurso con una profunda inclinación jocoseria. El hombre de la barba negra se sonrió, y le miró como agradado de su desenvoltura, y dándole una palmada en el hombro le dijo: — ¡Pobre niño! ¡Cómo se conoce que aún no has visto el mundo sino por un agujero, como se suele decir, y que juzgas solo por las apariencias, sin considerar que si yo te juzgase por la tuya no te propondría en mi imaginación para empleo de tanta importancia! ¡Pobre niño! No sabes tú con quién hablas, si lo supieras temblarías en mi presencia en vez de bufonear. —Todo puede ser, contestó el roto, pero desde que dejé de oír en boca del abad de Benedictinos la cruel máxima de que la letra con sangre entra, no he vuelto a temblar nunca, excepto cuando me acuerdo de la sangre fría y cachaza con que ponía en ejecución su inexorable sentencia. —Pues tengamos paz si es así, dijo el del hacha, porque si un abad te hacía temblar con sus máximas, yo tengo algunas que si te las dijese parecería que te habías quedado de pronto sujeto a convulsiones y perlesías, y así repito que tengamos paz, y sentémonos sobre la yerba, donde me contarás tus hazañas, y veré si eres digno del empleo en que he pensado ocuparte. Y diciendo y haciendo se sentó, y tirándole del brazo con fuerza obligó a nuestro mozo a que se sentase a su lado. La impresión de la mano del de la barba negra en el brazo del derrotado, dándole una alta idea de su musculatura, le quitó la gana de chancearse, y el tono con que pronunció su amenaza le pareció que tenía un no sé qué de verdad tan expresivo, que le infundió cierto respeto, y le llenó de consideración hacia su persona. —Pídoos perdón, le dijo, si os he tratado con demasiada libertad, pero mi buen humor es tal, que cuando no tengo de quién hasta de mí mismo me burlo. —Basta ya, le respondió el de la barba, y dime cómo te llamas, que me parece que me has de acomodar para mi servicio. Volvióle a mirar el mozo, y no le pareció hombre de muchos criados el que se le proponía por amo; pero el respeto que le inspiraba le impidió hacer más observaciones, y empezó su historia de esta manera: —Yo me llamo Usdrobal, soy natural de León, y nunca he conocido a mis padres: cuando tuve uso de razón me hallé recogido en un convenio de monjes Benedictinos, y al cargo de un abad que se empeñó en enseñarme a leer, y en que aprendiese latín. Aunque mi talento era despejado a voto de aquellos padres, yo era más inclinado al juego que no al estudio. Y como me empeñé en no aprender, me salí con la mía, y con la de no entrar en la regla, que era el piadoso intento de mi maestro. Dios me llamaba a mí por diferente camino, y así mi primera hazaña fue convertir en pájaras y otras transformaciones las hojas de una biblia que había costado diez años de trabajo a un copista, y que hallé en la celda del buen abad. Costóme esta diversión tanto azote, que tomé odio a los libros, y de aplicado que podría haber sido llegué a aborrecerlos con tanto ahínco, que determiné no volver a abrir ninguno más en mi vida, más que me fuese en ello toda mi fortuna y mi bienestar. Tenía ya doce años, y era lo que se llama una alhaja: llevaba regularmente dos palizas al día, robaba cuanta fruta había en la huerta, y hacia más daño que la langosta: bebía el vino de la bodega, y siempre estaba haciendo diabluras o meditándolas. Si entraba en la cocina, me entretenía en echar ceniza en las ollas, y me reía de los gritos del cocinero y de los gestos de los buenos padres, echaba sal en las camas para que no pudieran dormir, tocaba las campanas a vuelo cuando estaban, a mi entender, en la mejor parte de su descanso, perseguía cuantos animales había en el convento desde la cuadra hasta el gallinero, y por último, hasta el respetable abad no se halló tampoco exento de mi jurisdicción. Juntábame yo con otros chicos de mi edad, que si no eran de lo mejor eran al menos de lo más malo, y como para sus empresas y las mías necesitábamos dinero, y yo siempre he tenido altos pensamientos, pagaba por todos y buscaba para todos lo necesario. El bolsillo del abad me parecía a mí inagotable, y así por esto como por las razones ya dichas le hacía yo frecuentes sangrías, hasta que le forcé a guardarlo, y le puse sospechoso de todo el mundo. Viéndome ya sin tesoro, pasé de caballero a mercader, quiero decir, que vendía lo que topaba en su celda, amén de lo que podía extraer de la dispensa cuando el dispensero se descuidaba. Creía yo inocentemente que aquellos buenos padres no se enfadarían conmigo por tal cual friolera que a mí me pareciese bien y me conviniera para mi uso; pero me engañé; porque habiéndome atrapado en una de estas travesurillas, me llevaron a la celda del padre abad, que me echó un largo discurso sobre los inconvenientes que traía para el cuerpo y el alma el feo vicio del robo, y me hizo sentir en seguida los que traía para el cuerpo mandándome coger por cuatro robustos legos, quienes a pesar de mis gritos, patadas y mordiscos, me molieron a azotes, encerrándome además en un sótano, de donde no salí sino para dejar el convento, aunque esto no fue hasta que encojé las mulas de la labor, y satisfice a mi venganza como mejor pude y me pareció. —No me disgusta el principio, interrumpió el del hacha, y para tan niño hiciste cuanto se podía esperar de un muchacho bien inclinado. Supongo que no solo te saldrías del convento, sino del pueblo. —Así fue, continuó Usdrobal: no bien había vuelto las espaldas al claustro, cuando sin saber adónde iba, eché a correr por los campos, y no paré hasta que fatigado de andar, y no viendo donde recogerme por ser ya entrada la noche, empecé a afligirme, me recosté contra un árbol y me eché a llorar. Ya estaba yo pesaroso y arrepentido de lo que había hecho, y no sabía si volver al convento y pedir por caridad que me recogiesen, o qué hacer de mí, sin conocer el mundo, muerto de hambre, solo, y en medio de un monte; pero el temor de ser desollado vivo por mis hazañas, y la imagen de los cuatro legos se me representó tan al vivo, que deseché al momento esta idea como un mal pensamiento, y resolví morir primero que verme otra vez objeto triste de su injusto resentimiento. Aunque no había dormido casi nada la noche antes ocupado en mis venganzas, y había caminado sin descansar todo el día, el hambre había desterrado el sueño de mis ojos de tal manera que los tenía más abiertos que una liebre, y todo era acordarme de la buena mesa que había perdido, y de la imposibilidad en que me hallaba de cenar por entonces, y aun de comer en mucho tiempo, a lo que yo no sin pesadumbre me imaginaba. Estando en estos melancólicos pensamientos, y registrando a un lado y otro por si veía alguna luz que me encaminara, vi venir por la falda del monte dos luces hacia donde yo estaba, y que a pesar del deseo que tenia de hallar alguna que me sirviese de guía, no dejaron de imponerme un poco, de hacer pensar a mi sobresaltada conciencia si sería cosa del otro mundo. Púseme en pie, al instante, y poco después vi dos hombres cada uno con un hacha encendida y armados de punta en blanco que acompañaban unas andas, que traían suspendidas otros dos marchando con mucha lentitud por no incomodar al caballero herido que venía en ellas; detrás venia otro soldado a caballo con uno del diestro, que era del caballero, según supe después, y que iba todo encaparazonado de hierro; llegaron adonde yo estaba, y uno de los soldados dijo en viéndome: «Aquí está justamente un chico que podrá ir a avisar al castillo para que todo esté dispuesto a la llegada de nuestro amo.» Y habiendo convenido todos en mi utilidad, me dieron las señas del castillo, y me enviaron de mensajero. Llegué al castillo, y después de haber desempeñado mi comisión, aguardé la venida del dueño de la fortaleza, que aquel día no sé con qué intención había tratado de saltar con su caballo de más alto que lo que es permitido saltar sin hacerse daño, y se había quebrantado cuantos huesos tenía en su cuerpo. Todo estaba ya arreglado, y sus gentes en movimiento cuando él llegó; entraron sus soldados, acostáronle en su cama, y nadie se volvió a acordar de mí, ni yo me atreví a preguntar nada a nadie. Llegó la hora de cenar, sentáronse todos a la redonda, y empezaron a dar del diente con tanta gana que se redoblaron las mías. Nadie me había convidado, ni aun me habían echado de ver, lo cual, visto por mí, deliberé sentarme también, y empecé a comer con ellos con el mayor desembarazo del mundo. Miráronme todos y algunos se sonrieron, pero uno de muy mala cara y muy serio, después de haberme mirado de hito en hito largo rato sin pestañear, preguntó si yo era espía, para en ese caso colgarme de una almena en menos tiempo que había tardado en decirlo. Respondí al momento que no, y casi me quitó las ganas de cenar la pregunta de aquel buen hombre; pero habiendo explicado el motivo de hallarme en la fortaleza, y viendo algunos allí de los que me habían enviado, atestigüé con ellos, conté mi historia, y quedaron muy complacidos. Diéronme ocupación al momento, y me recibieron todos por su criado; procuraba yo servirles en un principio lo mejor que podía, pero como eran tantos y yo uno solo, el servicio iba siempre atrasado; ellos me maltrataban, y yo, que empezaba a disgustarme de servirles de dominguillo, dejé rodar la bola, y propuse hacerme hombre de armas para darles a entender que no sufría más pulgas que las que no me podía echar de encima. Habían ya pasado dos años, y tenía yo diez y siete: no había cosa buena ni mala que no supiera; manejaba la espada, el arco y el caballo tan diestramente como el mejor veterano, me habían dicho algunas mozas que tenía aire de caballero, y no deseaba más que una ocasión de señalarme. La primera que se me presentó fue justamente con el que me quiso colgar por espía la primera noche. No se me había olvidado su buen deseo, y hacía mucho tiempo que así por esto, como por algunos malos tratos que había experimentado de él, le andaba buscando quimera. Un día se me proporcionó su caballo. Era uno de los mejores que había en el castillo, y él lo quería como a las niñas de sus ojos; uno de los que yo cuidaba riñó con él y le acertó un par de coces tal que le dejó cojo. El veterano que lo vio, echándome a mí la culpa, tiró de la espada, y se vino a mí decidido a probar el temple en mis costillas. Tiróme una cuchillada que le paré con un palo que hallé a la mano, y a tiempo que levantaba el brazo para segundarme con otra levanté el palo y le acerté un garrotazo en la sien tan de lleno, y aplicado con tanta fuerza, que cayó en el suelo cuan largo era. No me entretuve en ver si estaba muerto o aturdido del golpe, sino ensillando un caballo monté en él, y fingiéndome portador de un aviso de mucha importancia pasé el puente levadizo, y en llegando al campo dejé al animal la rienda libre, y hui por donde quiso llevarme. Anduve dos días, y al tercero caí en una emboscada de moros, que después de haberme quitado el caballo y cuanto llevaba, me dieron cien palos, y me dejaron por muerto. Recogióme un pobre pastor que se compadeció de mi juventud, y luego que estuve curado dispuse mi viaje a Cuellar, donde pienso entrar en el cuerpo de aventureros que mantiene el dueño de aquel castillo. —Amo muy sombrío y melancólico te ibas a echar sino me hubieses hallado aquí, dijo entonces el de las barbas, porque Sancho Saldaña es más oscuro que la más oscura noche de invierno. —Sí, eso dicen, y… —Y si fuera eso solo, pero no me toca a mí hablar mal del que me ha proporcionado más de una ocasión de lucirme en mi facultad. Ya le conocerás si sigues conmigo algún tiempo. — ¿Con que tenéis relaciones con él? preguntó el mozo. —Y tantas, replicó el del hacha, que puedo decir no hace cosa alguna sin consultarme, y aun sin valerse de mí en la mayor parte de las que emprende. Pero no preguntes más, que has de ver maravillas si te enganchas en mi servicio. Solo te aconsejo si entras en él, que hables poco y hagas mucho, porque entre mis gentes una palabra suele costar la vida, y la acción más reprensible del mundo no vale la pena de que piensen un momento en ella. —Pues señor, exclamó Usdrobal, dicho y hecho: aunque no os conozco soy vuestro, no sé qué tenéis que parecéis digno de mandar hombres de mi disposición: manos a la obra, y ya veréis que no os dejaré mal en ningún peligro, que aunque nada habéis dicho presumo que sobrarán. —Sobrarán, respondió el del hacha, en donde alcances la estimación de tus compañeros, y adelantes en tu carrera. Ahora… Apenas había dicho esto, cuando dos silbidos que venían del otro lado del rio interrumpieron su conversación y el de la barba negra se levantó, y mirando hacia donde se oían, vio venir a Sagaz, que se había alejado mientras hablaban, corriendo hacia él y ladrando con la intención de avisarle. —Vamos, dijo su amo a Usdrobal, ven conmigo, y no te extrañes de lo que veas, por raro, malo o bueno que te parezca. —Vamos, repuso Usdrobal, que ya te he dicho que tuyo soy. Y así diciendo siguió los pasos de su nuevo amo, vadearon el rio, y de allí a poco se perdieron de vista entre los pinares de la otra orilla. CAPITULO II. Poco tiempo habían andado, cuando en medio de una plaza de arena que se formaba en el bosque vio Usdrobal hasta ocho o diez hombres cuyas extrañas cataduras, diversos trajes y armas no le hicieron juzgar muy bien del amo que había tomado. Llevaban los más de ellos espadas y ballestas, y su traje era muy semejante al del hombre de la barba negra. Algunos iban vestidos medio a la morisca con turbantes en vez de gorras de cuero, y usaban puñal y alfanje; pero el que más le extrañó fue uno, cuya única arma era un cuchillo de monte muy largo, y que apartado de los demás rezaba al son de un rosario de cuentas muy gordas con mucha devoción y recogimiento. Parecía absorto en sus oraciones, tenía puestos los ojos en la tierra, y de cuando en cuando cruzaba las manos, alzaba los ojos y suspiraba de lo amargo. Cuando ellos llegaron no hizo más movimiento que si no perteneciese a este mundo. Todos los demás saludaron con mucho respeto al de la barba negra, como jefe suyo, y uno que se señalaba por su alta estatura, ojos saltones, y lo cari-redondo y colorado que era, se llegó a él, y llamándole a parte le estuvo hablando en secreto con tanto recato, que a pesar que Usdrobal tenía el oído listo, y trató de coger algo de lo que hablaban, solo pudo entender el nombre del señor de Cuellar entre el sordo murmullo de sus palabras. Parecióle con todo que su amo oía con gusto lo que decía aquel truhan, y que iba poco a poco mostrando los dientes como señal de contento, aunque no se le ocultó que había algo de siniestro en sus ojos y en su sonrisa. Concluido este coloquio volvió el de la barba negra, y tomando a Usdrobal de la mano lo presentó a su gente, que no había hecho más caso de él hasta entonces que si hubiese sido invisible. —Caballeros, dijo, aquí traigo este mocito, que aunque como muestra es de poca edad, tiene el corazón bien puesto, y es hombre que nos conviene: desde hoy tendrá su parte en nuestras empresas, nuestro botín y ganancias. Zacarías, a ti encomiendo este niño, edúcale y cuida de él; no le falta disposición, y creo que has de sacar un excelente discípulo. Ya sabes lo que te he dicho, prosiguió dirigiéndose a Usdrobal, muchas manos y poca lengua; buen maestro tienes, procura tú imitarle, y desde ahora puedes contarte alistado a las órdenes de Belludo. —Todo se hará como vos mandáis, respondió el maestro con un tono de voz tan débil y afeminado que se le podría haber tomado por mujer a no ir vestido de hombre: pondré a este joven en el camino de la virtud, y le enseñaré la moral necesaria para que se lave de las gotas de sangre que manchen su manos por casualidad; y sin alzar los ojos siguió en sus meditaciones. —Lo primero que hay que hacer es armarle, y que se quite esos trapos, dijo el Belludo, porque claro está que el soldado se ha de vestir de la hacienda de su señor: que uno de vosotros se llegue a nuestro almacén y traiga con que vestirlo. No había acabado de decirlo, cuando uno de los moriscos echó a correr con tanta ligereza que no le alcanzara el viento, y de allí a poco volvió cargado con todo lo necesario. —Toma, cristiano, le dijo entregándole un sayo de cuero, una gorra de lo mismo, el resto del vestuario y las armas correspondientes, toma, y quítate ese espantajo de la cabeza (aludiendo al sombrero de rama), que pareces un asno cargado de leña verde. —Gracias, repuso Usdrobal, y por los muchos que habrás desnudado, sin duda alguna, en tu vida, ayúdame a vestir ahora, y cuéntame entre tanto si la ocupación que traéis en este desierto es más santa de lo que a mí se me ha figurado. —Yo no hago más que lo que me mandan, repuso el mozo con aspereza, y en cuanto a si es bueno o es malo no me entremeto, cuanto más que ahí está el señor Zacarías, que sabe leer y reza en latín, y dice que en el mundo hay de comer para todos, y que el que no tiene es menester que busque, y yo juro por Mahoma que to que él dice me parece bien. —Lo que yo digo, dijo entonces Zacarías, que entreoyó la conversación, en su tono melifluo y afeminado, es que tú eres un pagano, que aplicas mis máximas como mejor te conviene, tuo more. La moral, hijo mío, prosiguió con Usdrobal, es la ciencia que yo predico, y puedo tener la vanidad de decirte que gracias a mí, ha hecho grandes progresos entre estas gentes. —No creo, dijo entonces Usdrobal, que aquí haya venido tanta gente honrada a aprender únicamente eso que llamáis moral, y si no creyera que otras ocupaciones más nobles os sirven de entretenimiento, no me quedaría aquí más tiempo que tarda en cantar un pollo. —Dos años hace que estoy en la compañía, dijo el morisco, y desde que oí al señor Zacarías le he dejado el encargo de esas cosas que nos predica, y si he pensado media hora en ellas, Alá permita que no vea yo ponerse el sol esta tarde. —Fariseo excomulgado, exclamó el moralista sin mudar de tono, ¿cómo te atreves a hablar así? ¿Quién te ha enseñado a ensangrentar tus armas, lababo manus, como Pilatos? ¿Quién te ha adiestrado en meter la mano en el bolsillo ajeno sin que faltes a la caridad? y por último, ¿quién ha hecho más célebre en estos contornos la partida de nuestro insigne, formidable y respetabilísimo capitán el Velludo, sino este humilde gusano que ves aquí? humilisimus vel miserabile. —Toma, dijo el moro. ¿Y quién lo niega? ¿Digo yo lo contrario? yo lo que digo es que no entiendo esas jeringonzas, y que sin saberlas sé manejar mis armas como el primero. Lo que quisiera era que se armase una tramoya donde se viera a las claras quién era Amete el izquierdo, aunque ya se ha visto más de una vez que yo no soy nuevo como este mozo recién venido. —Pero vamos claros, preguntó Usdrobal, ¿es esta una partida de ladrones, o qué clase de gente somos? Aún no había acabado de preguntarlo, cuando un puñetazo en el cogote de buena marca que lo dejó medio atontado, y le hizo zumbar los oídos por media hora, le dio a conocer la insolencia de su pregunta, y el peso enorme de la mano descomunal del gigante de los ojos saltones que había estado hablando con el Velludo. No le pareció a Usdrobal muy bien el aviso, y echando mano a su puñal como pudo, en medio de su aturdimiento, tiró un golpe con él a su advertidor con tanta fuerza, que a haber ido con mejor tino no le hubieran vuelto a dar ganas de avisar a nadie tan bruscamente. Pero Zacarías le tuvo el brazo en lo mejor de su furia, y poniéndose entre los dos estorbó al mismo tiempo al gigante que le embistiese. — ¡Paz, hijos míos! la cólera nos arrastra a cometer acciones de que luego nos arrepentimos, y el hombre es una bestia feroz cuando se deja arrebatar de su ira: indómita silvarum fera, como dice no me acuerdo quién. A sangre fría se debe herir a su enemigo, y tomar venganza de las injurias. —Mosen Zacarías, dijo el de los ojos saltones medio en provenzal, medio en castellano, voto a Deu que si este mozo llamar lladre a nos, que le haga yo se arrepienta. — ¡Cómo! ¿Qué es esto? gritó el capitán a Usdrobal: ¿no hace una hora que estás con nosotros y ya has armado quimera? —No es quimera, replicó el catalán, es que yo enseñe a parlar a este home. —Por cierto, Usdrobal, dijo el Velludo, que te creí de más penetración y más mundo; ya te he dicho que la lengua casi está demás entre nosotros, y que mires bien lo que hablas. —No tengáis cuidado, repuso Usdrobal, que ya veo por mí mismo cuán a la letra toman aquí ese consejo de callar y hacer, y esto me servirá a mí para en adelante; pero juro… añadió lleno de cólera y entre dientes. —No jures interrumpió con tono suave el hipócrita Zacarías. Utrum juramentum, y no me acuerdo qué más: puedes tomar la venganza que sea justa, puesto que es justa la defensa propia, justum et tenacem, sin que cargues tu conciencia con juramentos, que es lo principal, la conciencia, hijo mío. —No sé, dijo entonces un viejo que tenía toda la cara llena de cicatrices, para qué trae aquí el capitán chiquillos. —Los traerá, dijo otro con un ojo remellado y el otro bizco, para que nos sirvan de diversión. —Á su edad, replicó el morisco, ya había yo hecho más de una hazaña, pero éste apostaría a que no tiene fuerza para cortar el dedo meñique a un hombre de solo una cuchillada. —Usdrobal, exclamó el capitán sonriéndose, ¿qué diablos tienes que no vuelves por tu honra? parece que estás aturdido aun con el aviso de nuestro teniente. Lo que decía el Velludo en parte era cierto: Usdrobal, aunque determinado y animoso, naturalmente probaba en aquel momento la sorpresa que causa generalmente a un muchacho de poca edad la reunión de mucha gente desconocida, y cuyos usos, lenguaje y vestidos no dejan de extrañarle, puesto que la principal causa de su silencio más provenía del mal humor que había engendrado en él la improvista bofetada del catalán, y el ansia de vengarse que le punzaba. —Estoy reconociendo el terreno, contestó no obstante con mucha calma. —Mejor te han reconocido a ti el cogote, replicó el morisco, que todavía te está echando humo el bofetón. —Como fue a puño cerrado no le duele, añadió con mofa el de los ojos bizcos. —No creo que me hayáis traído aquí, dijo Usdrobal al Velludo mostrando un sosiego que desmentía el color encendido de sus mejillas, para servir de juguete a vuestros soldados, o lo que sean, y juro que si tal supiera… —Amigo mío, le respondió el capitán, yo no te he tomado para nada de eso, pero si te pican moscas a ti te toca sacudírtelas, que no a mí. —Sí, hijo mío, añadió Zacarías con su voz melosa acercándose al corro que ya se había formado alrededor de Usdrobal, aquí cada uno tiene que mirar por sí, y de otro modo no hay santo que le socorra: nulla est redemptio. —Al contrario, dijo el bizco alargando la cara socarronamente y aparentando compadecerse de él, aquí está mejor que en casa de su padre, y tiene una porción de amigos que le servirán a su voluntad. ¿Os ha hecho mucho daño? continuó llegándose a él. —No os acerquéis a mí, repuso Usdrobal, porque aunque os parezca manso… —Pero hombre, yo, replicó el bizco, no vengo con mala intención, al revés; la mía es buena; os veo solo y os he tomado cariño desde que os vi. ¿No es verdad que da lástima de él? preguntó volviendo la cara a los otros a tiempo que hizo un gesto al morisco para que se pusiese a cuatro pies detrás de Usdrobal sin que éste se apercibiese. A mí no me gustan juegos, continuó, y viendo ya que su compañero estaba en la disposición que le había indicado, se hizo él mismo empujar de otro, y cayendo sobre Usdrobal le dio un pechugón tan fuerte que yendo éste a echarse hacia tras tropezó sobre el morisco y cayó de espaldas. Las carcajadas y la grita que se movió a su caída en toda aquella desalmada gente aturdieron un momento al pobre mozo, que no pudiendo contener más tiempo su ira, y levantándose como un rayo, tiró de su alfanje y se arrojó sobre ellos, sin considerar su número, ni pensar en otra cosa que en su venganza. — ¡A él! ¡A él! gritaron todos. ¡A él, que se ha vuelto loco! vamos a atarle a un pino: ¡se ha vuelto Soco! Y diciendo y haciendo, cayó sobre él una nube de forajidos, y a pesar de su valor y su cólera que le hervía, se vio al momento cercado de todos ellos, y asido tan fuertemente que no podía menearse. Pintar la rabia que se apoderó entonces del animoso mancebo sería imposible; baste decir que la palabra se le cortó entre los dientes, y que arrojaba espuma y volteaba los ojos como si de veras estuviese demente, y sin duda le habría ahogado su furia si el capitán no le hubiese hecho soltar diciendo: —Aquí no permito yo que se riña sino uno a uno, y juro por la Virgen de Covadonga que no hay uno de vosotros que solo a solo haga perder un palmo de tierra a este mozo, a pesar de su poca edad. Los bandidos, pues tal era su oficio, creyeron en un principio que el Velludo se chanceaba; pero habiendo conocido en sus ojos que no hablaba en broma, se separaron dejando a Usdrobal, a quien él prosiguió diciendo: —Si quieres satisfacerte del agravio que has recibido, yo te apadrino, y elige el que quieras para pelear. —Eso es hablar, dijo Usdrobal ya más sereno, y por de pronto quiero medir la cara de un tajo a ese grandullón que avisa a bofetadas, y después uno tras otro podrá venir el que quiera. — ¡Bravo! gritaron los bandoleros, para quienes no había en el mundo espectáculo más divertido que ver dos hombres hacerse pedazos; y al punto se presentó el catalán esgrimiendo una espada, que en lo larga y pesada podría haberse creído la del Cid que se guarda en la catedral de Burgos. —Hijo mío, dijo Zacarías a Usdrobal, no te dejes arrebatar de la ira. —Sí, si tins algo que dexá al mundo, podes encargarlo a ese home, gritó mofándose el catalán, ya podes encomendarte a Deus. —Y tú al diablo que te lleve, le respondió Usdrobal echando mano a su alfanje, que ahora puede que te envié yo a hacerle compañía a los infiernos. —Buen ánimo, Usdrobal, y no me dejes mal, le gritó el capitán viéndole que se iba para su contrario. — ¡Espera! ¡Espera! gritaron todos; y formando un corro bastante ancho para que los peleantes pudiesen moverse acá y allá, ya retirándose o avanzando, fijaron sus ojos en ellos, muy persuadidos de que a las primeras de cambio iría el atrevido mozo a contar al otro mundo el resultado de su combate. El catalán estaba parado en medio muy ufano con su espadón riéndose de la poca estatura de Usdrobal, que apenas le llegaba al hombro, y mirándole con tanto desprecio como el gigante Filisteo cuando vio venir a David. Usdrobal le miró de arriba abajo con mucha calma, y el capitán, dando dos palmadas, dio la señal de la acometida. El primero que embistió fue el catalán, que levantando el brazo en alto tiró una cuchillada tan vigorosa, que a haber cogido a Usdrobal le hubiera hendido de medio a medio. Pero éste con la ligereza de un corzo saltó hacia tras, y hurtando el cuerpo dejó al aire que recibiese en su lugar el golpe, y acometiéndole con la misma presteza en el mismo instante se llegó a él tan de cerca y descargó su golpe con tanto tino, que le rajó el sayo de cuero de arriba abajo, arañándole de paso el pecho con el alfanje. Este movimiento tan rápido y tan acertado volvió la esperanza en el ánimo del Velludo, y cambió la idea que todos habían formado del resultado de la pelea, quedando ahora suspensos, y sin saber por quién se decidiría. El catalán que vio tan cerca de sí y tan pronto a su impetuoso enemigo, no pudo menos de sorprenderse, y mucho más considerando que como se había metido casi debajo de él no le dejaba espacio para herirle con la espada ni tiempo de retirarse, exponiéndose en este caso a recibir la punta del alfanje en su corazón. En tal aprieto no tuvo más recurso que abrazarse con él, lucha muy desigual para Usdrobal a no haberle éste cogido por la cintura, lo que al cabo le daba alguna ventaja. Entonces fue cuando todos creyeron que la inmensa mole del catalán sin duda le abrumaría, especialmente el capitán, que a pesar del poco tiempo que le conocía se le aficionaba cada vez más por su intrepidez. — ¡Firme, muchacho! gritaban unos.— ¡Agárrate bien! decían otros: mientras que Usdrobal, más enlazado al cuerpo de su contrario que las serpientes de Laocoonte, volteaba acá y allá con los pies en el aire a cada sacudida del catalán. La más viva alegría brillaba en los rostros de los concurrentes, viendo alargarse la diversión, y así unos azuzaban, otros aconsejaban, todos sin saberlo ellos mismos, echándose hacia adelante y estrechando el círculo a pesar del Velludo, que los contenía; por último, el catalán y su enemigo, que se había cogido a él como un gato acosado se agarra y sostiene de una pared, cansado el uno de forcejear para derribarle y el otro para sostenerse, soltáronse ambos el brazo derecho con intención de echar mano a los puñales que tenían al cinto y concluir de una vez. Pero Usdrobal, más listo, habiendo conocido el intento de su contrario y asiéndose bien con la mano izquierda, sacó del cinto de éste su propio puñal dejándole desarmado, y a tiempo que el catalán pugnando por impedírselo les desciñó ambos brazos, el determinado mozo desembarazándose de sus garras dio un salto atrás y otro adelante en el mismo punto con tanto brío, llevando el puñal en alto, que le atravesó de parte a parte y le hizo venir al suelo al empuje de su arremetida. — ¡Viva! ¡Bravo! ¡Bien! y cien palmadas resonaron en medio de estas aclamaciones, victoreándole a porfía los mismos que poco antes le habían despreciado, y sobre todos el capitán, que yendo a él le abrazó diciendo:— ¡Viva! Usdrobal, me has dejado con lucimiento. —Preguntad, respondió éste, si hay alguno más que quiera reemplazar a ese pobre bestia; y recogió del suelo con mucho sosiego su alfanje. —No, amigo mío, replicó el Velludo, no creo que quieras quitarme el mando quitándome mis vasallos. Vamos, Urgel, continuó volviéndose al derribado catalán, ¿qué tal las manos del mocito? ¿Sabe lo que se hace? ¿Eh? ¿En dónde te arañó? —Voto va Deu el noy, que creo que me ha dejado manco, repuso Urgel a tiempo que se levantaba sonriéndose, sin muestras de resentimiento. Miráronle la herida, que no le dejaba mover el brazo, y aplicándole un poco de aguardiente que traía el bizco en un zaque de cuerno, le apretaron una venda lo mejor que pudieron, riéndose todos y festejando el lance, como si hubiese sido el más gracioso sainete. —Voto va Deu, decía el bizco, te descuidaste: no creo nunca haber reído más sino el día aquel, hace seis meses, que estábamos bebiendo vino, y te cortó Zacarías por entretenimiento las pantorrillas con su cuchillo. —Estaba éste, dijo el morisco riéndose, borracho como una uva, y el otro más, y éste le decía, corta, corta, y el otro dijo corto, y le hizo dos o tres sajaduras que ni pintadas. —Pues hoy, voto a Deu, no dije yo corta, más volia cortar, y non pas pude, pero non pas hablemos de eso, continuó el provenzal dirigiéndose a Usdrobal, y así tins la mano izquierda que esta non podo dártela, y quedamos amigos. —Sí, tómala, y pelillos a la mar, respondió Usdrobal alargándole su derecha, todo está olvidado. —Hijo mío, dijo Zacarías, que había vuelto a tomar su rosario, buen ojo tienes y buena mano: si arreglas tu conciencia y aprendes bien el oficio, te corregirás del defecto que tienes de ser algo violento en tu cólera, y demasiado pacífico a sangre fría. Dicho esto se retiró a un lado y volvió a sus acostumbradas meditaciones. En esto estaba ya Usdrobal muy querido y considerado de sus compañeros, merced a su buena suerte y animosa disposición, cuando un hombre que por su traje no parecía pertenecer a la compañía llegó a ellos con mucho misterio mirando a un lado y a otro como receloso de que le siguieran; llamó al Velludo, y se apartó con él a un lado secretamente. — ¿Qué hay de nuevo? le preguntó el capitán: ¿sale mañana el conejo de su madriguera, o no sale? —Sale, le respondió el otro, y lo que hay que hacer es tener buenos perros para que no se escape. —Eso va de mi cuenta, respondió el capitán: tu amo el señor de Cuellar y yo hemos tratado lo que hay que hacer, y sería yo el perro más perro del mundo sino se la entregase como desea. La cosa está en que ella se asome siquiera a la puerta de su castillo. —Pues mañana se te cumple el gusto, repuso el recién llegado, y cuando yo te lo afirmo no lo dudes. No han salido antes a caza por la muerte de aquel petate viejo de su padre, pero ahora lo que sé decirte es que para mañana me han mandado que prepare los halcones, y doña Leonor, si cabe, es más aficionada a la caza todavía que su hermano. —Pues dicho y hecho, dile al señor de Cuellar que mañana en todo el día cuente con ella: ¿y a qué lado van, sabes? —Correrán regularmente todo el pinar de Iscar, replicó el halconero. —No hay más que hablar, está bien, contestó el Velludo. —Pero cuidado, ya sabéis que ella debe ignorar que todo esto se hace de orden del señor de Cuellar. ¡Pobrecilla! casi me daba lástima esta tarde cuando la vi, pensando en quién se la va a llevar. —En efecto, respondió el capitán, si se la llevase el diablo sería mejor para ella que no ir a poder de tu amo; y creo que es linda como un sol. —Es la mejor moza, dijo el halconero, que he visto en mi vida: no hay un halcón más listo ni más gallardo. —Pues señor, eso no nos toca a nosotros considerarlo, contestó el capitán; si se fuese a pensar en lástimas, se tendría que estar un hombre toda su vida sin matar un pájaro. Dile a tu amo que está corriente. ¿Quieres echar un trago? —Vaya, venga una gota de vino y me voy, no sea que ese maldito viejo de Nuño, que desconfía de todos, sospeche de mí no viéndome en el castillo. El capitán entre tanto mandó a su perro que trajese la bota que llevaba uno de los ladrones, y habiendo vuelto con ella la alargó al halconero, que la besó un rato muy cariñosamente. Luego que hubo bebido se despidió y alejó con el mismo recato que había venido, y el Velludo volvió a donde estaba su comitiva. Como ya se había puesto el sol, determinaron de retirarse a su habitación, y emprendieron alegremente su marcha. Llevaban a Usdrobal en medio agasajándole a su manera, y tratándole como si hiciese un siglo que anduvieran juntos, y cada cual le refirió sus proezas durante las dos horas largas que tardaron en llegar a las márgenes del Piron, donde había una cueva en la misma orilla, de entrada muy estrecha y disimulada. No pudo menos Usdrobal de horrorizarse de algunos hechos que le contaron, pero no había otro remedio, y hubiera sido mirado como una flaqueza manifestar el menor disgusto; disimuló lo mejor que pudo, entró en la cueva, bajó una cuesta muy pendiente, guiado por el Velludo, y en un espacioso salón subterráneo, donde había algunas camas de yerba seca, durmió aquella noche con sus nuevos cofrades los bandoleros. CAPITULO III. Apenas el sol brillaba en el horizonte, cuando un confuso estruendo de bocinas, ruido de gente y estrépito de caballos resonaron a la redonda por el pinar, y anunciaron la grita y algazara que precede a una cacería. —Arriba, muchachos, gritó el Velludo a su gente, que ya despierta estaba dando fin a un lechón de que había cenado la noche antes, y vaciando algunas botas de vino, sentada a la redonda a la entrada de su habitación. —Hoy tenemos que hacer, prosiguió; y aunque la empresa no creo que sea arriesgada, pido no obstante que estemos alerta, no se nos escape la liebre. Concluyeron su almuerzo, y todos se pusieron en movimiento muy alborozados con las noticias de su capitán, que dirigiéndose a Zacarías le llamó para que reemplazase en su empleo al catalán, que aquel día, a causa de su herida, tenía que quedarse de guardia. Zacarías llegó al Velludo con el rostro muy compungido y los ojos cubiertos de lágrimas, lo que habiendo notado éste le preguntó qué le había sucedido que así lloraba. —He tenido un sueño esta noche, le contestó suspirando con voz muy tenue, que me tiene extremadamente afligido. ¡Ah! —Pues entonces, respondió el capitán sonriéndose, no me lo cuentes, y oye las órdenes que voy a darte, y dejémonos de maulerías. —Es que en medio de mi sueño, replicó Zacarías debilitando más tono de voz y sollozando, he sentido que me llamaban: ¡hi! ¡Hi!—Vive Dios, exclamó el Velludo no sin enojo, que si venís a llorar ahora, que os haga yo que lloréis de veras. —Placida, caput exultit unda ¡hi! ¡Hi! ¡Hi! mostradme la cara plácida, respondió Zacarías.— ¡Por la Virgen de Covadonga! repuso enfadado el Velludo, pensad que no soy un ama de cría, y que tenéis ya cerca de cincuenta años. —Si os enojáis conmigo me callaré, replicó el hipócrita gimoteador: yo solo quería deciros… ¡hi! ¡hi! Si no hubieran sido la destreza y habilidades de Zacarías tan útiles al Velludo, sin duda éste no habría aguantado su impertinencia, ni oidole llorar apenas, cuando le hubiese enjugado los ojos con el mango, sino con el filo de su hacha, de modo que no hubiera vuelto a tener necesidad otra vez de nadie que le consolara; pero la conocida sutileza del viejo hipócrita para ciertos planes, y su mucha destreza para ponerlos en práctica, le hacían tan necesario a su capitán, que viendo que persistía en llorar tuvo a bien callarse y oírle, aunque no sin juntar las cejas de cuando en cuando, mover la cabeza, mostrar su impaciencia, interrumpiéndole con un ¡hem! u otra expresión de enfado más de una vez. —Tengo que oíros por fuerza, dijo el Velludo; decid lo que queráis y breve. —No gastaré mucho tiempo, repuso el dolorido moralista, porque el diablo suele aprovecharse de aquel que pasamos ociosamente. — ¡Hem! decid, interrumpió el capitán. —Voy a ello… esta noche… temor in ánima, y no sé más… ¿Quare conturbas me? ¡hi! ¡hi!— ¡Hem! volvió a exclamar el Velludo dando una patada en el suelo violentamente. —Vino, como digo, continuó Zacarías. ¡Ah! Si estuviera aquí el ermitaño que me enseñó latín, ¡cuán oportunamente encajaría aquí sus textos… pero yo miserable gusano! ¡miserabilis! —Adelante, gritó el capitán.— ¡Ah! Sí, no os irritéis. La ira… aquí venía bien un texto; pero no me acuerdo, seguiré: vino la voz, y dijo: ¡Zacarías! ¡Zacarías! y creí yo que me llamabais vos, que habíais tenido alguna visión… — ¡Diablo! gritó el capitán: ¡qué visión! sigue: ¡voto va!… — ¡Señor! ¡Señor! no os enojéis con vuestro humilde siervo. ¡Hi! ¡Hi! paso adelante, prosiguió Zacarías. Pues es el caso que siguió la voz diciendo: el infierno se abre ya para devorarte, y no te basta para evitarlo el viaje que hiciste a tierra Santa de peregrino, ni haber sido sacristán, ni vivir ahora en el Yermo, nada, sino predicas a tus compañeros y logras de ellos que no echen maldiciones, ni blasfemen, ni juren como acostumbran… Está bien, ¡yo lo predicaré! ¡Yo lo predicaré! dije, y no oí más: ¡hi! ¡hi! ¡hi! — ¿Has acabado? preguntó el capitán. —Sí señor, vuestro siervo no oyó más: pero es preciso que vos seáis el primero que os corrijáis del vicio de jurar a cada momento. —Pues dame por corregido y óyeme. — ¿Me lo prometéis? —Te lo juro, y óyeme, que antes es la obligación que la devoción. —A un mismo tiempo, señor, a un mismo tiempo, replicó Zacarías enjugándose los ojos con los dedos. —Está bien, contestó el Velludo; tratemos ahora de lo que hay que hacer, y no canses. En primer lugar, hoy desempeñarás las funciones de teniente en vez del catalán, y dispondrás de la mitad de la tropa, dividiéndola en varias emboscadas por todo el pinar acá y allá, según mejor te parezca. En segundo lugar, ¿no oyes? ¿Qué diablos estás ahí murmurando? —Sí oigo, replicó Zacarías con su acostumbrada mansedumbre; pero estoy al mismo tiempo repasando un texto. —Pues como digo, seguirás sin perder de vista una joven… esto es si va por donde tú estés; ya la conoces, la del castillo de Iscar. — ¡Ah! sí, la que no quiere dar al Cesar lo que es del Cesar, contestó Zacarías, es decir, la que se niega a un hombre tan santo como el señor de Cuellar. —La misma, pero no hay que mentar delante de ella semejante nombre ni aun por asomo, respondió el Velludo. —Entiendo, replicó el gazmoño, entiendo lo que se quiere. —Para esta noche ha de estar ya en mi poder, cueste lo que costare, aunque el de Cuellar me ha encargado que no se haga nada a la fuerza, y procedamos con astucia en todo. —Se hará, respondió Zacarías, como deseáis. —Sin hacerla daño alguno, replicó el Velludo, ni tocarla al pelo de la ropa, aunque de esto yo cuidaré, porque ninguno de vosotros es de fiar: y cuidado, que el que tenga la suerte de apoderarse de ella la haga el menor mal, porque de un hachazo haré yo que le bailen los sesos. Ahora llévate la gente que necesites, y ve arreglando la emboscada por la parte de la derecha al otro lado del convento, que yo me voy por la izquierda. Si pudiera ser, sería mejor evitar un encuentro con los cazadores y retirarnos a la cueva al momento que se haga el robo. —Se hará como deseáis, respondió Zacarías con mucha humildad, y vuestro siervo os obedecerá; servum erat… erat… ¡maldita memoria la mía! me alegro de hacer este servicio al señor de Cuellar, que tiene trazas de ser un bendito. Dicho esto contó su gente, llevándose seis hombres consigo, y entre ellos a Usdrobal, predicándoles por el camino que no jurasen, sino al contrario imitasen su devoción, no dejándose tentar del demonio &c.; y el Velludo, seguido de su mastín, echó a andar con otros tantos hacia la parte opuesta del bosque. En este tiempo los cazadores habían soltado los halcones, que ya remontándose hasta las nubes, ya deteniendo el vuelo, ya desprendiéndose por los aires, habían levantado una garza que perseguían. El tropel de los caballos lanzados a la carrera resonó al punto por todo el bosque, y Leonor de Iscar, que acompañaba efectivamente a su hermano, como el halconero avisó al Velludo, no había sido la última que a rienda suelta seguía el vuelo del pájaro cazador, muy ajena de la celeda que la preparaban. El estrépito que traían dio a conocer al Velludo el camino que debía seguir sin ser visto, aunque más de una vez oculto entre las ramas vio pasar la divertida tropa no lejos de donde estaba; y la rubia cabellera de Leonor que ondeaba suelta en elegantes rizos sobre su espalda brilló como un rayo de sol entre los árboles a los ojos del bandolero. Seguida de su hermano y algunos otros, aguijaba un generoso caballo tordo con tanta bizarría y atrevimiento como el cazador más experimentado, y a su agilidad y a la presteza de su carrera se la habría podido tomar por una Sílfide, volando en alas del viento llena de belleza y de gallardía. Cualquier mal paso que se ofrecía a su camino, cualquiera zanja, era ella la primera que la saltaba, a pesar de los gritos de su hermano, que trataba de contenerla, y con admiración de todos los que la veían y su halcón, que había sido el primero lanzado sobre la garza, parecía querer imitar a su señora en el empeño con que la acosaba, de lo que iba ella no poco vanagloriosa. Ya se cernía sobre su presa con airosa confianza, o ya calando de lo alto se arrojaba con velocidad, mientras la garza dando temerosos graznidos buscaba en vano donde acogerse de su enemigo. Por último, Leonor vio a su halcón caer sobre ella, y venir ambos pájaros al suelo revoloteando. Era entonces el momento de gloria para los cazadores, que miraban como un triunfo la dicha del que llegaba primero a arrebatar al halcón su presa. Todos en aquel momento espolearon a sus trotones con más ahínco que nunca, impeliéndolos con la velocidad del rayo, y cortando por diferentes caminos, para llegar antes al sitio donde el halcón y su presa se habían derribado luchando. Leonor fue la primera que lo vio, y la que primero arrojó su buen tordo por el sendero que se le presentó delante. Ya unos a otros se atropellaban, trabajando este por ganar y aventajar al que tenía a su lado, aquel por interponer su caballo y detener al que le seguía y trataba de adelantársele, y Leonor sola delante de todos volaba sin reparar en zanjas ni precipicios. De repente el caballo de su hermano se precipita y llega a juntarse al suyo, y un hoyo hondísimo y de bastante anchura parece oponerse a su velocidad. Era preciso torcer a un lado, o de lo contrario despeñarse en aquella sima que no habría podido saltar el trotón de más ligereza. Ya iba Leonor a tomar la vuelta, cuando volviendo la cabeza para ver a qué distancia llevaba a los que la seguían, ve al caballo de su hermano furioso de la carrera desbocarse y precipitarse, y sin que bastasen a contenerle el freno ni la destreza de su jinete, abalanzarse desesperadamente hacia el precipicio. No era tiempo de pararse a reflexionar: Leonor lanza un grito, da vuelta de pronto a su palafrén, y como un viento se pone entre su hermano y el despeñadero, coge la rienda al desenfrenado animal, y tirándole fuertemente de un lado corta el ímpetu de su carrera y salva la vida de su hermano, dejándole más que nunca sorprendido de su agilidad. Este suceso fue causa de un momento de detención: no obstante, Leonor se arrojó la primera a quitar al halcón la desdichada garza apeándose de su caballo, y cuando los demás llegaron ya el pájaro vencedor pulía las plumas de su pecho airosamente posado en la mano de la intrépida cazadora. Alzaron todos mil aplausos a su victoria, y Hernando (que así se llamaba su hermano) no pudo menos de abrazarla cariñosamente, jurando que la debía la vida. — ¿Y qué hubiera sido de mí en el mundo si te hubiese perdido? respondió Leonor con una dulce sonrisa: al único apoyo que me ha dejado mi padre; pero tú dices eso por galantería. —No a fe de caballero, replicó Hernando: tan cierto es eso, como que nadie puede disputarte el triunfo en la caza, no solo entre las damas, sino entre los más ágiles caballeros. — ¿Te burlas, Hernando? respondió Leonor: te he visto más de una vez sujetar tu caballo a tiempo que me alcanzabas; pero dejémonos de cumplimientos, y vamos a ver qué tal nos dan de comer estos buenos monjes que nos aguardan. Diciendo así, con aquella gracia que presta la hermosura de una mujer o cuanto dice, saltó sobre su caballo con mucho donaire y delicada soltura, y habiéndola imitado Hernando se encaminaron todos hacia el convento, que a lo lejos entre los árboles se descubría, Este edificio aislado, de que hoy día quedan algunas ruinas, estaba situado yendo de Iscar a Cuellar a la derecha de los pinares sobre las márgenes del Piron: su arquitectura gótica, sus puntiagudas torres y su fachada lóbrega y espaciosa correspondían al gusto del siglo en que se construyó, y solo en aquel desierto, era un asilo muy a propósito para los que desearan retirarse a la soledad. Un extenso cercado que servía de huerta daba entrada a un cementerio, donde estaban enterrados los primeros poseedores del castillo de Iscar, y en que se contaban hasta veinte lápidas escritas con los nombres y hazañas de los ilustres abuelos de los dos hermanos. En otro tiempo había habido en aquel sitio una ermita dedicada a un santo célebre por sus milagros, pero la devoción y las limosnas de los señores de Iscar la convirtieron por último en un convento, engrandeciéndola con sus dádivas, y desde entonces todos los propietarios del castillo habían tomado a los monjes bajo su protección, habiendo hecho allí grabar las armas de su nobleza y establecido su panteón. A pesar de las vicisitudes de los tiempos, la fe y devoción de los habitantes de Iscar no había perdido nada de su primer ardor, y así Hernando como su hermana acostumbraba de tiempo en tiempo a ofrecer a Dios en aquel templo sus oraciones, y a visitar los sepulcros de sus antepasados. El abad, a quien de antemano habían avisado, los aguardaba ya en una habitación fuera de clausura en el vestíbulo del convento. Había hecho disponer allí una abundante comida para los señores, mientras para los criados se preparó el banquete a la sombra de los pinos con la misma abundancia, aunque con menos preparativos. Todos los pobres de los alrededores habían acudido al gaudeamus que les esperaba, porque en tales festines tenía todo el mundo entrada libre, el vino iba a cántaros, y el regocijo era general. Los señores de Iscar cuando llegaron fueron recibidos con mil vivas de los parásitos que aguardaban hartar su hambre a costa ajena aquel día, y el abad del convento, hombre respetable por sus años y grave aspecto, salió a recibirlos acompañado de otros padres, y en llegando a ellos los saludó inclinando la cabeza ligeramente. —El Señor sea con vosotros. Ambos hermanos, apeándose de sus caballos, hincaron rodilla en tierra y le besaron la mano uno después de otro con mucho respeto, y el abad levantándolos con majestad, y como acostumbrado a recibir semejantes muestras de consideración, los llevó a la iglesia para que orasen. —Ya, hijo mío, que habéis venido hoy a visitar los humildes siervos de nuestro Señor, dijo el reverendo, os pagaremos con la mejor voluntad la honra que nos hacéis, porque en la mesa del pobre no hallará el rico lo que arroja de la suya para sus perros. —Señor, respondió Hernando, si esta mansión es agradable a Dios, ¿por qué no lo ha de ser para los potentados de la tierra? —El que se humilla ante Dios será ensalzado. Entraron luego en la iglesia, arrodilláronse todos, y rezaron sus oraciones. No obstante el recogimiento de la hermosa hermana de Hernando, no pudo menos de distraerla y admirarla el éxtasis de un hombre que a poca distancia suya, ya se golpeaba furiosamente el pecho, ya besaba la tierra, o ya puesto en cruz parecía como enajenado. Era alto, seco y amojamado, y no era la primer vez que aquel día se había presentado a sus ojos figurándosele, y no sin fundamento, que le había visto ya en el bosque tan cerca de ella, y siguiéndola a todas partes como si fuese su sombra. A despecho de la humildad que manifestaba, su apariencia no le era muy favorable, teniendo más trazas de hipócrita consumado que de verdadero religioso, y sin saber por qué, Leonor sintió cierta repugnancia al verle que no pudo menos de comunicar en voz baja a su hermano. Pero éste, sin reparar casi en él, le contestó que era una simpleza tener miedo de un hombre que sería sin duda algún pobre atraído allí por el olor del banquete como otros muchos. Con esto Leonor quedó tranquila, o aparentó quedarlo, y al tiempo que estaban en todo el fervor de su devoción, el supuesto padre vino andando de rodillas hacia ellos como si quisiera llegarse así hasta el altar en un éxtasis tan profundo que sin reparar en Hernando tropezó con él, de lo que éste muy irritado, y sin poder contenerse, indignado de la torpeza de aquel villano, le dio un empellón sin mirarle que le arrojó de sí haciéndole caer en tierra. Pareció el pobre llevar este golpe con resignación yéndose a otro lado al instante, sin interrumpir sus rezos al parecer, donde después que estuvo en oración algunos minutos se levantó y salió de la iglesia andando de espaldas hacia la puerta. De allí a un rato, Hernando, su hermana y el abad salieron también de la iglesia, y cuando entraron en la sala del comedor, Hernando echó de menos su rosario de oro que llevaba colgado al lado, y que no pudo hallarse por más que se buscó en todas partes. Sin duda el pobre se lo había llevado por equivocación. Pero este suceso, no habiendo alterado en ningún modo la alegría de los convidados, el abad bendijo la mesa, y los dos hermanos se sentaron a la cabecera mientras que algunos otros gentiles hombres de su comitiva se colocaron a los extremos. — ¿Y qué tal, buen padre, ahora que no interrumpen las armas la paz de vuestro retiro, preguntó Hernando al abad, se ha repuesto el convento de las pérdidas que sufrió en las últimas disensiones? —Dios prueba al justo en las tribulaciones, respondió el Abad; pero ahora que se ha servido dar la paz a sus reinos, gozamos de bastante tranquilidad. — ¿Y vos creéis que esta paz sea duradera? —Nosotros al menos lo deseamos, replicó el abad. —Pues yo no, repuso el señor de Iscar, ni lo deseo, ni creo tampoco que el usurpador del trono de su padre goce largo tiempo del poder que con tan poca razón ejerce, y día llegará… —Hijo mío, interrumpió el abad, los caminos de Dios son desconocidos al hombre: cuando yo en otro tiempo vestí la cota en vez de la cogulla, no deseaba menos que vos la guerra, pero era contra los infieles enemigos de la religión y no contra mis propios hermanos, como ha sucedido ahora, y como esperáis que vuelva a suceder dentro de poco tiempo. — ¿Y vos, que habéis recibido tantos agravios de uno de los primeros favoritos del rey don Sancho, quiero decir, de Rodrigo Saldaña, que tanto ha perseguido vuestro reposo, cómo no deseáis vengaros de vuestros enemigos? exclamó el joven señor de Iscar con impetuosidad. —La venganza es un sentimiento profano que no entra nunca en el pecho del humilde siervo de Dios, repuso el abad, y el señor de Cuellar desaparecerá como su impío padre, y sobresaltarán su vida los remordimientos. —Así es, dijo Leonor, que he oído decir que Sancho Saldaña no tiene una hora de tranquilidad. Hernando y yo le hemos conocido cuando éramos aun niños, y ¿quién había de pensar que aquel Saldaña seria el mismo que hoy hace hablar de su impiedad en todos estos contornos? Poco después de esta conversación, y habiéndose levantado de la mesa los dos hermanos, salieron al campo, y Leonor repartió entre los pobres que más infelices le parecieron algunas monedas que llevaba para el efecto. Colmada de bendiciones de los ancianos, y admirada de los jóvenes por su belleza, volvía ya adonde su hermano y el abad disputaban sobre el derecho que tenía a la corona Sancho el Bravo, rey de Castilla en aquella época, cuando notó que una mujer cubierta de pies a cabeza de una almalafa o capa morisca, cuya capucha le cubría el rostro, la seguía tirándole del vestido como tratando de detenerla. Ya había vuelto Leonor la cabeza más de una vez a mirarla, y habiéndola tomado por una pobre, le había dicho con dulzura que se retirase y no la molestase más, pues había dado para todos la limosna que le pedía. Pero no por esto la impertinente pobre dejaba de seguirla sin querer separarse de ella, y tirándole del vestido cada vez con más fuerza. Viendo Leonor su tenacidad, creyó seria alguna más infeliz que las otras que no tenía bastante con lo ya dado, y sacando una moneda de oro, alargó la mano para dársela sin pararse. Pero cuál fue su sorpresa viendo que aquella mujer que con tanto empeño la perseguía, y que ella creía una de las más miserables, se negaba a recibir el dinero que habría llenado de regocijo al más descontentadizo mendigo. —Mujer, le dijo entonces, ¿qué quieres de mí? ¿Ni qué otra cosa puedo yo darte? —Yo no quiero ni necesito nada de ti, le respondió una voz suavísima en tono tan bajo que Leonor tuvo que acercarse para oírla bien: al contrario, prosiguió, vengo a hacerte un favor; no desoigas la voz del que habla en mí, y si no quieres antes de la noche que se trueque en lágrimas tu alegría, retírate ahora mismo a tu castillo y no vuelvas a los pinares, porque hay quien te cela, y sigue, y te ojea, y antes de tres horas te tendrá en su poder. En diciendo esto se retiró y ocultó entre la confusión de la multitud, sin que Leonor, que había quedado atónita y sorprendida, pudiese seguirla ni aun preguntarla quién era el que así la seguía y trataba de robarla cuando parecía más arriesgado que nunca intentarlo, en un día en que iba rodeada de un séquito numeroso y pronto a sacrificarse por ella. En medio de estas reflexiones la buscaba, no obstante, vanamente preguntando por ella a cuantos hablaba sin poderla encontrar en ninguna parte, no habiendo visto nadie semejante mujer, lo que aumentando el misterio redoblaba su curiosidad. El hombre seco y devoto que había sin duda robado el rosario de oro a su hermano en la misma iglesia era el único que ella había visto algunas veces a su entender como si la observara; pero fuera de que un hombre solo no podía acometer semejante empresa, hubiera sido ridículo creer capaz de ella a un viejo villano a quien Hernando de solo un leve empellón había hecho rodar por tierra. Sin embargo, un secreto presentimiento la molestaba: cuanto más se decía a sí misma, — ¿Qué fin podría llevarse esta mujer en engañarme tan neciamente? lo mejor será decírselo a mi hermano y dejar para otro día la prueba de los galgos, que harto tiempo queda para correr una liebre. ¿Y si se mofa de mí, diciéndome que creo en brujerías? ¿Y si piensa que desdoro mi linaje y me reconviene de tener temores indignos de una dama de mi jerarquía? No, no se lo diré; él dispondrá lo que guste, y cúmplase la voluntad de Dios. Pensando así, y esforzándose a disimular el sobresalto que a su despecho alborotaba su corazón, llegó adonde su hermano, que ya había concluido su disputa con el abad, examinaba dos galgos nuevos, hablando con un montero mientras se disponía todo para probarlos. Estaba tan ocupado de su diversión, que no percibió la mudanza del rostro de Leonor, que en vano se animaba interiormente a sí misma y procuraba disfrazar su sobresalto bajo la máscara de la alegría. —Veremos si esta tarde, le dijo Hernando volviéndose a ella con muestras de mucho contento, te llevas la palma en la caza de liebres, como esta mañana en la del halcón. —Mejor seria, le respondió su hermana con timidez, dejar para otro día la prueba. — ¡Cómo! repuso su hermano: ¿tú, la reina de la caza, y que aguardabas esta tarde alcanzar nuevos triunfos, quieres retardar ahora la prueba de los dos mejores galgos que han acosado una liebre? —No… pero… replicó Leonor sin saber qué decir: ya ves… el cielo está muy nublado, y por la parte de Olmedo parece anunciar una tempestad. —Puede ser, le contestó Hernando echando una ojeada hacia arriba; pero antes que la tormenta empiece habremos nosotros acabado nuestra faena, y al contrario mejor, porque así el sol no nos molestará como esta mañana y el aire es más fresco. —Entonces haz lo que quieras, dijo Leonor viendo que eran inútiles sus escusas, pero te ruego que no te separes de mí durante la caza. — ¿Tienes miedo? le preguntó su hermano riendo. —No, replicó Leonor, pero ya ves, así estaremos más cerca y podremos auxiliarnos en caso de algún peligro. —Es cierto, repuso su hermano, podrás tú auxiliarme a mí como esta mañana, que si no es por ti me despeña el brioso en aquella sima. En esto ya los cazadores estaban a caballo aguardando las órdenes de su señor, los perros alborotaban con sus ladridos, pudiendo apenas los monteros contener su alborozo, y los caballos, hiriendo la tierra con sus ferradas manos, mostraban con sus relinchos y su inquietud el fuego que los animaba. Leonor y su hermano se despidieron de los buenos padres, y en particular del abad, que habiéndoles echado su bendición volvió al convento, mientras ellos, saltando a caballo, rompieron la marcha entre los gritos de la multitud, que aún se entretenían con los restos del banquete, y algunas botas de vino, puestos acá y allá en diferentes corrillos sobre la arena. En uno de ellos estaba sentado el piadoso Zacarías, que cuando vio pasar a los dos hermanos tuvo buen cuidado de encogerse y agazaparse, ocultándose detrás del que tenía al lado, no gustando sin duda de darse a la luz a causa de su humildad. Luego que los hubo visto alejarse, dio en el hombro al bizco y al musulmán, entre quienes se había sentado; y poniéndose en pie tomó una bota, diciendo: —Hijos míos, vaya el último trago: tú, fariseo, levántate, y tú, hijo bizco, ve, si puedes hacerlo también. No sé por qué bebes vino sabiendo que te hace mal. ¿No sabes que la gula es un enorme pecado? Es verdad que no has bebido arriba de diez cuartillos, pero si no te sienta bien, ¿por qué quieres tentar a Dios? Y tú, morisco, tampoco debías beber vino por tu religión; pero tú eres un moavita enemigo de Israel. —Yo lo bebo a la salud de Mahoma, respondió el morisco, y así no creo que lo lleve a mal. —Vamos, vamos, ayuda a ese hombre, respondió Zacarías, y no perdamos tiempo, que ya viene la caza por este lado. El morisco ayudó a su compañero a levantarse, que apenas podía abrir los ojos, y que puesto en pie se quedó con mucha gravedad mirándolos, y siguiendo con la parte superior de su cuerpo el movimiento pausado de una péndola de reloj. —Cuida que no te vea el capitán, le aconsejó Zacarías, no sea que te haga dormir la borrachera de modo que no vuelvas a despertar, y ve por donde te escondes, y hasta la vuelta. —Creo, le dijo el morisco, que con el vino se te han puesto los ojos derechos: a Dios hasta que te se pongan torcidos. Zacarías y el moavita echaron a andar, dejando a su compañero apoyado en el tronco de un árbol hablando solo, y dando tales berridos de cuando en cuando que atrajeron a su alrededor los que ya no teniendo más que comer hallaron para postre en su borrachera un agradable entretenimiento. Entre tanto las dos divisiones de los bandidos habían ido poco a poco estrechando la distancia, viendo el punto que los cazadores habían tomado, sin perderlos nunca de vista, con la esperanza de que Leonor en el calor de la caza echaría por algún sendero sola, o acompañada a lo mas de su hermano y alguno de sus servidores. En toda la mañana se les había ofrecido ocasión para poner su intento en ejecución, y el Velludo, ya desesperado de no poder cumplir la palabra que había dado al señor de Cuellar, bramaba de coraje, sin haber querido probar bocado, dudoso ya si, los embestiría con su gente, y la arrebataría por fuerza. Era este el plan más acomodado al carácter del capitán, y el que a dejarse guiar por su corazón hubiera él llevado a efecto con más placer. Pero la promesa que había hecho al de Cuellar encerraba justamente la cláusula de no ejecutar nada a la fuerza, y esto le tenía ligadas las manos, porque él sabía muy bien que así Hernando como su tropa no dejarían robar a Leonor sin vender antes sus vidas tan caras como pudiesen. Esto le traía pensativo, y mucho más viendo que Zacarías, el más ingenioso de los suyos, y en quien él en asunto de tramoya tenía toda su confianza, no había ideado nada hasta entonces que le sacara del apuro. Distraído así estaba y apesadumbrado, cuando poniendo por casualidad los ojos en su mastín, que estaba tendido al pie de un árbol, pensó que la astucia de aquel animal podía serle de utilidad. Era este perro uno de los personajes más principales de la partida, leal a toda prueba y valiente como un león. Le había enseñado su amo a obedecer a la voz, entendiendo con tanta prontitud y haciendo tales cosas, que parecían increíbles si no tuviésemos en el día tantos ejemplos del instinto particular de estos animales. A una voz acometía y se retiraba, reunía los bandidos donde le mandaba su amo, era un centinela incansable, cazaba como un lebrel, buscaba los rezagados en las noches oscuras y los conducía adonde estaban sus compañeros, atraía los viajeros perdidos y se los entregaba a su amo para que los despojase, siendo su inseparable compañero en todas las expediciones. La vista del perro le sugirió un pensamiento que reanimó su esperanza ya decaída, y haciendo llamar a los seis hombres que tenía en acecho, les ordenó reunirse y marchó con ellos al encuentro de los cazadores, habiendo enviado orden a Zacarías para que estuviese más vigilante que nunca, pues le iba a enviar la dama por aquella parte. El ladrido de los perros y el sonido de las bocinas indicaban el camino que seguía la liebre a la alegre tropa de Hernando, que muy ajena del peligro de su señora, seguía a rienda suelta la vista. Leonor, sin embargo, temerosa aun del aviso de aquella misteriosa mujer, no se entregaba a su diversión con el arrojo que había manifestado por la mañana, siguiendo siempre el camino menos espeso de árboles y al mayor número de cazadores, sin atreverse a separarse nunca, yendo siempre detrás de ellos en la carrera. De repente Sagaz, a la voz de su amo, sale ladrando de entre los pinos, embiste a su caballo, y clavando los dientes en las ancas del animal le asusta y alborota de modo que poniéndose de manos coge el freno con los dientes, y sin poderlo sujetar la dama escapa dando botes arrebatado de todo brío, y sin cesar perseguido del inteligente mastín, que cada vez le acosa más, mordiéndole cuantas veces puede alcanzarle. Iba Leonor como hemos dicho la última, y los cazadores, ocupados en perseguir la liebre, ni vieron su apuro ni oyeron sus gritos por el momento. Su hermano, que nunca la abandonaba, fue el único que al ver su riesgo volvió su caballo con intento de favorecería. Su primer impulso fue arrojar al perro la jabalina o lanza corta de que venía armado; pero ya fuese que el ímpetu de la carrera, o la precipitación con que la arrojó, no le dejasen tiempo bastante para apuntarle, la jabalina, sin herir en su blanco, quedó temblando clavada en tierra hasta la mitad. La violencia del palafrén de Leonor obligó al señor de Iscar a lanzarse en su seguimiento a toda la furia del suyo, y así por esto, como por ser el bosque muy espeso, por pronto que a su voz acudieron algunos de los suyos no pudieron acertar el camino que habían tomado. El Velludo, viéndolos que volvían, mandó a su gente que dieran voces andando sin detenerse para atraerlos hacia otra parte, lo que haciéndoles creer que era aquel el camino que habían tomado sus amos, acabó de trastornarlos del todo, obligándolos a que siguiesen la dirección enteramente contraria. El sendero que primero se ofreció al desatentado caballo de la afligida Leonor era precisamente aquel donde se habían emboscado Usdrobal y Zacarías, y el Velludo no dejó de darse el parabién de haber salido adelante con su empresa cuando pensó que dentro de poco estaría la dama en poder de sus dos satélites. Entre tanto ya había sentido Zacarías el ruido de los caballos que se acercaban, y echando mano al cuchillo avisó a Usdrobal que se preparase. —Hijo mío, le dijo, ya llegan los enemigos; ten caridad, enfrena la ira; a sangre fría no hay que dejarse arrebatar de la cólera: tú cuidarás de la dama; pero ten cuenta que la carne es frágil, y no caigas en tentación. ¡Ahí están, hijo mío! A ese tiempo, saliendo de donde estaban ocultos en el momento en que el caballo de la hermosa cazadora pasaba en toda la violencia de la carrera, Usdrobal se arrojó encima y apoderándose de una rienda le hizo volver de pronto, haciéndole parar de golpe con tanta furia que la dama perdió los estribos y estuvo a pique de caer al suelo. El caballero que la seguía metió entonces las espuelas hasta los talones a su caballo tratando de libertarla; pero Zacarías, que aunque rayaba ya en los cincuenta era listo como una pluma, se interpuso entre él y la dama con tal presteza dando el lado para estorbar que le atropellase, que le cortó al momento al animal los tendones del brazo con un cuchillo, haciéndole caer de golpe con su jinete. — ¡Bravo, Usdrobal! ¡La espada parece que es la de Absalon! ¡Ha echado por tierra al soberbio! exclamó Zacarías enseñándole su cuchillo. Monta a caballo y toma en brazos a esa dama, que se ha trastornado del susto. —Vamos, hijo mío; y dando dos silbidos, se presentaron al momento el morisco y los otros dos que estaban ocultos en aquel lado. — ¡Perros! gritó el caballero que había caído debajo de su palafrén, y forcejaba por levantarse: soltad esa dama, sino voto a tal, juro, villanos… Pero no, venid, tomad mis tierras, mis castillos, mi vida; venid, yo os daré oro, todo os lo daré por ella, ¡infames! —Vamos de prisa, hijos míos, dijo a Usdrobal el moralista, porque yo soy compasivo y me enternecen los lamentos de ese infeliz. En mí puede mucho la caridad: ¡vamos, vamos, que no vuelva yo a oír los gritos de ese pobre hombre, porque me rasgan el corazón! —Por cierto, dijo Usdrobal conforme iban andando, que la presa que llevamos más vale que el trabajo que nos ha costado ganarla. —Usdrobal, hijo mío, no mires en la belleza de esa dama, contestó Zacarías a tiempo que la echó él una mirada a hurtadillas, y no de lástima. Las mujeres perdieron a Salomón. Señora, no lloréis, añadió dirigiéndose a ella, Dios prueba nuestra paciencia en las adversidades, y si tenéis la conciencia limpia, no os debéis apesadumbrar por nada. Aquí no se os quiere mal, solo que nuestro capitán es tan caritativo, que siempre está dispuesto a socorrer a las doncellas menesterosas. No es mala alhaja esta, prosiguió, echando mano al collar de la dama; yo no soy inteligente, pero… —En verdad, maestro Zacarías, exclamó Usdrobal, que como pongáis la mano en cualquiera cosa de esta señora, que a pesar del respeto que merecéis nos hemos de ver las caras. —Por poco te enojas, hijo mío, respondió Zacarías, y no sabes mucho de caridad cuando ignoras que la mejor ordenada empieza por uno mismo. —Por ahora, repuso Usdrobal, no quiero atender a vuestras lecciones: me queda demasiado tiempo para aprender. Y volviéndose a la dama, se esforzó a consolarla, excusándose como mejor pudo de su tropelía, y ofreciéndose por su defensor entre aquella gente. Hasta entonces había ido esta sin notar casi lo que la pasaba, y en medio de su trastorno se había imaginado más de una vez que todo aquello era un sueño; pero la voz de Usdrobal, dándola a conocer que su desgracia era cierta, la hizo al mismo tiempo tomar ánimo, y volviendo hacia él sus hermosos ojos llenos de lágrimas, mostró en ellos una expresión tan dulce de lástima y de dolor, que Usdrobal no pudo menos de jurarla que moriría primero que permitir la ofendiesen en su presencia. —Yo os doy gracias, mancebo, le respondió Leonor con un eco de voz que penetró a lo más íntimo de su corazón; yo os doy gracias, pero mi desventura no es menos cierta por eso. Con todo, aún hay una cosa que la haría menor si vos me quisieseis informar de ella. ¿El caballero que me seguía, qué es de él? ¿Era suya la sangre que me parece que vi correr por su vestido al tiempo de su caída? —Tranquilizaos, señora, repuso Usdrobal, la sangre era de su caballo, y él vino al suelo sin más daño que haber caído debajo del animal. Fue un golpe maestro de mi caritativo director que aquí veis, incapaz de hacer mal a una hormiga sino forzado de la necesidad, como él dice, y sin dejarse arrebatar de la cólera. La dama pareció tranquilizarse, y aun animarse, con la noticia del caballero. Puso entonces los ojos con más cuidado en su defensor, que no quitaba los suyos de ella, y su juventud, nobleza y alegre fisonomía la hubieran acabado enteramente de tranquilizar si los hundidos ojos de Zacarías, su rostro seco y sin barba, su talante hipócrita y su paso de gato que va en acecho no la hubiesen dado a conocer el distraído devoto que la había seguido aquel día y tanto le repugnaba. Había éste echado delante un rato para servir de guía, y como descuidado de lo que pasaba detrás de él, iba, según su costumbre, entregado a sus oraciones con un rosario en la mano y los ojos bajos, y detrás venían el morisco y los otros hablando de su compañero el bizco, y riéndose de su borrachera. Era voz común entre los de su partida que cuando Zacarías parecía más distraído y devoto sin levantar los ojos del suelo, veía y oía más que el que parecía más atento. A pesar del poco tiempo que había que andaba Usdrobal con él, su sola penetración le había enseñado a desconfiarse de todos sus gestos, palabras y movimientos, y así aunque su deseo mayor era entablar con la dama una conversación útil tal vez para en adelante, el recelo que le inspiraba su director le hizo contentarse con soltar al descuido tal cual pregunta de cuando en cuando. —Si yo supiese quién sois, dijo en voz muy baja a la dama, y conteniendo el paso de su caballo, avisaría a vuestros parientes y amigos para… —Usdrobal, hijo mío, ¿qué haces? aguija presto, dijo a esta sazón Zacarías sin volver la cara y sin perder un paso, no te dejes tentar del demonio de la concupiscencia, la carne es frágil. —Voto a tal, murmuró Usdrobal, que ese maldito hipócrita no parece sino que tiene hecho pacto con el demonio. ¿Vuestro nombre? añadió en voz muy baja. —Leonor de Iscar, respondió la dama. —No creo, amado discípulo mío, interrumpió Zacarías continuando su camino, y en tono de voz muy dulce, sino que esa dama y tú os habéis conocido antes, o que tú, siguiendo mis lecciones, vas oyendo sus pecados y la exhortas a la paciencia. —Así es como vos decís, repuso Usdrobal sin titubear, trato de salvarla de las garras de Satanás: que te lleve a ti y a tu casta, añadió más bajo. En esto llegaron a la orilla del rio a la entrada de la cueva, donde el capitán había vuelto ya con su gente, y se alegró mucho de la llegada de Zacarías. La compañía no era de las más a propósito para una dama. Todos voceaban, todos hablaban a un tiempo, estaban comiendo entonces a la redonda, y ya habían apurado más de una bota de vino, y solo se oían gritos por razones, amenazas y rústicos juramentos. Las diversas lenguas que hablaban, sus caras quemadas por el sol, su traje, sus armas, sus maneras salvajes, y las recias carcajadas con que celebraban de tiempo en tiempo sus dichos, todo contribuía a hacer más horrible la escena que se ofreció a los ojos de la delicada Leonor, que no pudo menos de estremecerse considerando su situación, y las gentes con que se hallaba. El Velludo se adelantó a recibir la dama con más muestras de cortesía que lo que prometía su apariencia, y habiéndola ayudado a pasearse, mandó a Usdrobal que echase pie a tierra diciendo: —Tú, Usdrobal, cuidarás de esa dama; creo que de todos nosotros eres el que puedes tratarla con más atención. —Así es, continuó Zacarías; creo que no necesita de mis lecciones. Todo el camino ha venido predicándola un sermón acerca de la paciencia en los trabajos, y la caridad hacia nuestro prójimo, con tanta madurez y elocuencia como podría hacerlo yo mismo. Y la dama, a lo que me pareció, le escuchaba con aire contrito y con tanta atención que edificaba mirarla. —Hola… gritó el catalán, que había salido de su cueva a recibir a sus compañeros. ¡Lladre de donas! —Señor, dijo la dama al Velludo, si sois aquí el jefe, por Dios que mientras esté bajo vuestro poder que no permitáis se me ultraje. Sea cualquiera vuestro designio, yo os prometo un buen rescate si queréis devolverme mi libertad. El aire de nobleza y resignación con que pronunció estas palabras no dejaron de sorprender al Velludo, acostumbrado a ver temblar siempre delante de él, no ya mujeres débiles, sino hombres intrépidos, y forajidos. No obstante, en vano trataba Leonor de encubrir bajo una apariencia firme la turbación que agitaba su alma: una lágrima se desprendió a pesar suyo por sus mejillas, como una gota de rocío sobre la rosa de la mañana, y sentía su sangre helada mientras se esforzaba a mostrarse con tranquilidad. —Yo, señora, respondió el Velludo, no entiendo de obsequiar damas; cumplo con mi oficio en teneros apresada, y os aviso que en vano tratará de libraros el que lo intente; pero os juro por la bendita Virgen de Covadonga que el tiempo que estéis con nosotros seréis respetada de todos, o dejaría de llamarme Roque el Velludo. — ¿Y no puedo esperar más de vos? preguntó la dama. —Aunque me ofrecieseis el tesoro del rey de Marruecos no haría más que lo que os he ofrecido. Alzó Leonor los hombros en muestra de resignarse a su desventura al oír las palabras del capitán, y no pudiendo más se sentó al pie de un árbol, y cubriéndose la cara con ambas manos derramó un mar de lágrimas agobiada de su pesadumbre. —Buena cara tiene la muchacha, y ya me alegraría yo de hallarla en el paraíso cuando vaya allá de este mundo, dijo a este tiempo el morisco contemplándola con brutal codicia, y acercándose a ella para mirarla. —Cuando tú dejes el pellejo colgado de algún árbol en este mundo, repuso otro de la compañía, irás al infierno a acompañar a los diablos en sus quehaceres. —Voto va Deu, gritó a esta sazón el teniente, que la moza es guapa, y tin una cara como una reina. —Yo no sé por qué hemos de trabajar siempre para otros, dijo el morisco, y nadie es mejor que nosotros, que tan buenos los he visto yo servir de pasto a los grajos, y estar colgados por los caminos. —No, pues como no tuviera otro que le defendiese más que ese a quien se la han encargado, dijo el bizco, que a duras penas había acertado con la cueva, saltándole aun el vino por los ojos, abierto de piernas y con una bota en la mano izquierda, juro a Dios que todos se habían de ir a cazar hembras al otro mundo si antes que ellos no cataba yo de la caza. Vamos, reina mía, no esté vuesa merced tan triste; veamos esa carita de rosa, añadió alargando una de sus callosas manos al rostro de la desdichada Leonor: no estéis tan triste, que aquí los podéis elegir como peras. Hasta entonces Usdrobal había sufrido la mofa que le había hecho sin decir palabra, y había reprimido el deseo de despertarle de su embriaguez. Pero cuando vio la mano grosera del bandido tocar a la dama no pudo contener su cólera por más tiempo, y alzando la mano le descargó la más recia bofetada que pudo engendrar su cólera, y dio con él a sus pies. Hecho esto, y antes que los otros tuviesen lugar de dar crédito a lo que habían visto, saltó sobre él, y echando mano a la espada se puso en estado de defenderse y ofender al que le acometiera. Algunos de ellos tiraron al punto de sus puñales, y hubiera ciertamente perecido víctima de su honradez si el capitán en este momento, esgrimiendo su formidable hacha en lo alto, no se hubiese arrojado en medio de la pelea. —Alto, canalla, gritó con voz de trueno, que en bebiendo una gota de vino no parece sino que todos los demonios del infierno están dentro de vuestros cuerpos. Voto a tal, que el que no envaine su espada, le envaine yo el hacha hasta los dientes en el cerebro. Callaron todos atemorizados, y pararon en su contienda, retirándose cada uno al puesto que ocupaba antes de la pelea. —Bravo, Usdrobal, añadió el Velludo, defiendes la dama como el mejor paladín. Estas buenas gentes, prosiguió tratando de excusarse con la doncella, han bebido un trago más, y hasta que yo no mate uno de ellos no sacaremos partido. Levántate tú, belitre, añadió dando con la punta del pie al ladrón que había derribado Usdrobal, y cuyo vino había hallado allí su centro de gravedad, y juro por la Virgen de Covadonga que el que vuelva a mentar esta dama le cierre yo la boca para mientras viva. Vamos, que ya va llegando la noche, y el cielo parece que anuncia una tempestad: entremos en nuestra cueva y descansemos hasta mañana. Entraron todos en ella, y Usdrobal y el Velludo, ayudando a Leonor, la bajaron en brazos casi desmayada al sombrío recinto que servía de habitación a los bandoleros. La noche entre tanto había cerrado ya enteramente, adelantada por la tempestad, en medio de los estampidos de los truenos, que retumbaban en las concavidades de las montañas. Las tranquilas aguas del rio corrían ahora con alborotado rumor en medio del silencio de la oscuridad, y el ruido sordo de los árboles agitados y el graznido de las aves nocturnas, que volaban a buscar un asilo contra la tormenta, presagiaban un espantoso huracán. De repente sus bramidos zumbaron entre los pinos, semejantes al estruendo que produce a lo lejos el motín y las voces de una populosa ciudad. El crujido de los añosos árboles, tronchados por la violencia del huracán, resonó de tiempo en tiempo, y cielo y tierra parecieron envueltos y confundidos en la furiosa discordia de los elementos. Una lámpara moribunda ardía en medio de la cueva, y derramaba su undulante reflejo acá y allá sobre las feroces caras de los bandidos. Algunas camas de yerba seca sobre que estaban sentados o recostados era el único adorno de aquella triste mansión, y en una especie de hueco que parecía servirles de chimenea había un asiento a un lado, donde habían sentado a la dama. Estaba Usdrobal más atento a cuidarla y a defenderla que si fuese la joya de su felicidad, y el capitán a cierta distancia, teniendo a sus pies su perro, reposaba tal vez con menos interés por ella, pero no con menos cuidado. Algunas lágrimas centelleaban en los párpados de la desventurada Leonor, y su belleza pálida, pero angelical, formaba un raro contraste con los semblantes cruelmente estúpidos de los ladrones. Hubiérase creído que era un ángel celeste que había bajado de la mansión de los justos a alegrar las regiones infernales con su presencia. De tiempo en tiempo algún relámpago penetraba velozmente al interior de la cueva, llenándola de lúgubre claridad, y realzando la triste hermosura de la prisionera redoblaba el horror que la rodeaba. Los bandidos, como hemos dicho, en sus camas, hablaban unos con otros, excepto el capitán y Usdrobal, mientras el bizco y el caritativo maestro, que apartado de todos había cesado en sus meditaciones, dormían profundamente en un ángulo de la cueva. —Buena noche hace para la maga que vive ahí cerca, dijo el morisco, que esta noche parece que se ha desencadenado el infierno. —Ella será quizá la que habrá movido la tempestad, dijo otro, que ya la he visto yo en noches como esta volar de pino en pino sobre una nube de fuego dando unos alaridos, que os confieso que me estremecía de oírlos. —Una noche me la encontré yo, dijo un tercero, y llevaba tantas luces detrás y delante de ella, que parecía un entierro. Por cierto que mientras pasó, que no iba media vara de mí, me acordé de los rezos del señor Zacarías, y me pesó de no haber aprendido algunos, por lo que no pudiendo hacer más, me estuve santiguando hasta que la perdí de vista. —Pues yo, dijo el segundo que había hablado, propuse en mi corazón dejar esta vida y hacerme fraile; pero luego pensé que para que me llevase el diablo al fin de mis días lo mismo era este oficio que otro cualquiera. —A mí darme una figa con la maga, gritó el catalán, voto va Deu, que es una dona que no fa mal. —Tú, como ya eres diablo, repuso el tercero, no tienes miedo de tus compañeros, que todos sois lobos de una carnada. —No habléis así, repuso el ladrón anciano, y cuya cara llena de cruces indicaba que había visto de cerca más de una vez las espadas del enemigo, no habléis así con mofa a estas horas, ni repitáis tanto el nombre del diablo ¡Jesús me valga! añadió santiguándose, porque os puede suceder lo que le sucedió a un caballero, de quien fue escudero mi padre muchos años, y que se burlaba de todo. —Vaya, contadlo, señor Tinieblas, y así pasaremos el rato, dijo el morisco. —Cuento, compañeros, cuento: hagamos corro, dijo el segundo bandido; y reuniéndose todos al rededor del viejo, le rogaron que les contase la historia de su caballero, y el veterano, viéndolos a todos atentos, empezó luego de esta manera. —Érase que se era un señor en Castilla, que era dueño del castillo de Roca fría y de otros muchos castillos, lugares y tierras, y capitán de más de trescientas lanzas. Tenía este hombre muy mala vida, y no creía en Dios ni en el diablo, y juraba que desearía verse a solas con Lucifer… ¡Jesús me valga! interrumpió con voz más fuerte el historiador, y todos se estremecieron. En este tiempo el mastín se había levantado de donde estaba, y con más muestras de miedo que de arrogancia, se acercó a la boca del subterráneo, y en dando dos o tres ladridos volvió atrás todo trémulo, rabo entre piernas, y despidiendo aullidos tan prolongados y lúgubres que podían cuando menos entristecer el ánimo más esforzado. —Silencio, Sagaz, le gritó su amo: ¿qué diablos tienes que estás temblando? El perro calló a la voz del Velludo, y se volvió a echar a sus pies todo azorado, como si viese delante de él sueños o sombras de aparecidos, que era lo que se creía entonces cuando los animales sin motivo aparente se agitaban y entristecían. —Me parece que oigo un ruido como de muchas cadenas, dijo uno de los ladrones. —Es el viento, que grita con la voz de cien condenados, replicó el morisco. —Pues como iba diciendo, continuó el veterano, tenía este caballero amores con una dama, y no la podía alcanzar, porque era muy honesta y hermosa, que me parece que la estoy viendo. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días, el caballero se desesperó, salió al campo y compró una cuerda para ahorcarse muy retorcida, e iba maldiciendo el día en que nació, y la hora en que vio a la dama, y maldijo luego su alma, y llamó al demonio. ¡Jesús me valga! interrumpió de nuevo, persignándose como tenía de costumbre. —Y como digo, continuó, que iba desesperado se levantó de repente una tempestad tan negra que no se veía a sí mismo, y el viento era tan recio que tuvo que echarse al suelo más de una vez para que no se lo llevase como una paja: un relámpago… En este momento la luz del que penetró en la cueva fue tan viva, que deslumbrándolos y asustándolos interrumpió el cuento tercera vez. El trueno que le siguió pareció retumbar encima de ellos con tan continuado y espantoso estrépito que no creyeron menos sino que desgajado el cielo en mil rayos se había desplomado, hecho piezas, hasta el centro de los abismos. Quedaron todos asordados y aturdidos por largo rato, y hasta el capitán y Usdrobal agacharon la cabeza como amedrentados. La dama besó una reliquia que traía pendiente de un collar, toda sobrecogida y llena de devoción. Zacarías, que estaba como hemos dicho durmiendo, se levantó de repente despavorido, se hincó de rodillas, y empezó a pedir perdón de sus culpas como si hubiese llegado su última hora. El bizco en medio de su letargo empezó a gritar que callaran, que no podía dormir con el estrépito que traían, y que el suelo se había hundido por donde él estaba. Por último, pasado el primer susto, e informado Zacarías de lo que era,— Mala hora, dijo, es esta para cuentos, y mejor sería que cada uno como mejor supiese rezase y examinase su conciencia poniéndose bien con Dios. —Así es, añadió el veterano; pero el suceso de este hombre puede servirnos de ejemplo, y no será malo concluirlo ya que he empezado a contarlo. En esto el viento había redoblado su furia, y azotaba con pavoroso bramido la entrada de la caverna, los relámpagos se sucedían sin interrupción, y el trueno dilataba su voz estallando de tiempo en tiempo con estampidos más horrorosos. Sagaz corría a un lado y otro de la cueva lleno de espanto, desalentado, todo erizado y aullando. —Siento otra vez el ruido de las cadenas, exclamó el mismo que había hecho primero esta observación. — ¡Santa María me valga! gritó el veterano sobresaltado: ¡la maga está entre nosotros! — ¡La maga! gritaron todos a un tiempo, y huyeron a refugiarse al fondo de la caverna. Un espantoso fantasma vestido todo de negro, con una antorcha en la mano, se apareció en este instante. Sus ojos lanzaban llamas, su semblante era lívido, y sus brazos largos, secos y descarnados, semejaban a los de un desollado cadáver, mostrando todos sus músculos y ligaduras. Brillaba en medio de los relámpagos como un espectro rodeado de luz, y vestido de nebuloso ropaje de las tinieblas. — ¡De profundis exaudí me! gritó Zacarías tapándose los ojos y volviendo la cara a un lado. — ¡Bendita Virgen del Tremedal! ¡Miserere mei Domino! exclamó Usdrobal, levantándose todo azorado. — ¡Virgen de Covadonga! gritó el capitán andando hacia atrás dos o tres pasos, mientras su perro temblaba con la cola baja, fijos los ojos en la fantasma, y aullando muy tristemente. Por Santiago, yo te conjuro. La maga entre tanto tendió su mano izquierda a Leonor, que, pálida como la muerte y temblando, se dejó coger su derecha sin tener ánimo para desasirse, y agitando la antorcha y haciéndola señas que la siguiera, la sacó medio arrastrando de la caverna sin que ninguno de los bandidos reuniera bastante espíritu para oponerse. CAPITULO IV. A la izquierda y en medio del camino de Olmedo a Cuellar, sobre una altura, se ven, aun hoy día, los arruinados torreones del antiguo castillo de Iscar. Sus primeros propietarios fueron los árabes, que manteniendo allí una guarnición respetable, se servían de él como de un punto central de comunicación entre dos pueblos de tanta importancia, como eran Olmedo y Cuellar en aquella época. Tuviéronle después en tenencia, o como gobernadores por el rey, varios señores, hasta que arrojados los árabes de ambas Castillas, les quedó en feudo con todas sus dependencias a los ascendientes de doña Leonor. Todos ellos habían ocupado empleos muy principales, siendo tenidos en mucha estima por los reyes a quienes sirvieron, y que premiaron su mérito con honrosos cargos. Pero en el momento de nuestra historia, las últimas revoluciones habían oscurecido el brillo de su familia, debilitado su influencia y apocado su engrandecimiento, habiéndose declarado el jefe de ella por el partido de Alfonso el Sabio, cuando las revueltas que armó su hijo, ambicioso de la corona. Sin entrar en las causas que pudieron hacer despreciable a los ojos de su pueblo un rey tan ilustrado y poderoso como don Alfonso y tan respetado de los extranjeros, como para la inteligencia de algunos sucesos es preciso ofrecer el cuadro de la época a que se refieren, echaremos una ligera ojeada sobre la situación en que se hallaba entonces España. Las conquistas de los dos reyes de Aragón y de Castilla don Jaime y Fernando el Santo habían reducido la potencia sarracena a los últimos rincones de la Península, siguiendo a estos reyes la victoria por todas partes, y extendiendo la fe y las armas cristianas con sus nuevos triunfos. Pero estas guerras, si bien aumentaron las fuerzas de los cristianos, enflaquecieron al mismo tiempo las de los reyes, no habiendo perdonado, particularmente el de Castilla, medio alguno para conseguir su loable empresa de librar toda España del yugo árabe, y habiendo consistido éstos en aumentar los fueros y preeminencias de la nobleza, para que con mayor empeño le socorriesen. El orgullo de aquellos hombres, criados en las armas y belicosos por naturaleza, creció de punto desde entonces de tal manera, que cada uno pensó igual su autoridad a la de su rey, y aun los hubo que se creyeron con derecho a vengar con las armas los agravios que de él recibieran, é incitaron los pueblos a la rebelión. Así que, cuando convenía a sus intereses y engrandecimiento se aliaban unos con otros, dejando aparte sus diferencias particulares, y hacían temblar al monarca en su mismo trono, como sucedió últimamente a don Sancho, que a despecho de su genio é intrepidez tuvo que sosegar a buenas, y aun adular el orgullo del revoltoso don Juan Núñez de Lara por miedo de su influencia. Con hombres tan poderosos y pueblos avezados a sus antiguos usos, y a seguir el movimiento de sus señores, tenía que lidiar Alfonso el Sabio al ceñirse la diadema de sus antepasados. Sus leyes, admiradas de las naciones extrañas, y seguidas hasta hoy mismo en la nuestra, hallaron entonces tantos obstáculos, cuanto que todos temían que a su sombra el rey atropellase sus antiguos fueros y sus franquezas. El pueblo no consideró que de ellas emanase acaso su emancipación de los derechos del feudalismo; todos las miraron como enemigas, y el vulgo bárbaro y lleno de supersticiones, ora ridiculizaba a su rey, ora llamaba inquietud a su sabiduría. Añadióse además que las continuas guerras de su padre, habiendo agotado los tesoros reales, Alfonso X se vio obligado a remediar de algún modo la escasez de metálico que se sentía. Aumentó el valor de la moneda que mandó labrar, siendo de menos peso que la que había corrido hasta entonces, lo que poniendo impedimento en el cambio, fue una de las principales causas del descontento general que se manifestó en su reinado. Tacháronle de avaro, siendo así que nunca ha habido rey más espléndido, y le motejaron de injusto, cuando fue el primero en España que fijó el modo de administrar justicia. En todas estas murmuraciones, de que nuestro historiador Mariana hace cuenta, casi para acriminarle, tenía sin duda más parte la envidia y el interés sórdido de algunos particulares que la verdad, pero esparciéndose por los pueblos disponían el ánimo de muchos en contra suya, y como de la murmuración al desprecio no hay más que un paso, y de sentirlo a manifestarlo nada, bien pronto este rey, que podría citarse como modelo, se halló envuelto en discordia civiles, vio a su familia armarse contra él, y oyó vitorear al principal rebelde, su propio, hijo, con el título de rey, que le concedía antes de tiempo la adulación. La muerte del primogénito don Fernando fue el motivo de esta última desgracia, que puso en término al sabio y desventurado monarca de acogerse al mayor enemigo de los cristianos, el rey de Marruecos, para que le ayudara contra don Sancho. Este príncipe, que estaba por otra parte dotado de grandes prendas, apenas había muerto su hermano forzó, por decirlo así, a su padre a que le reconociese por heredero, con perjuicio de los dos de la Cerda, hijos del príncipe primogénito. No es este tiempo de disputar si la corona le tocaba a él, o pertenecía de derecho a los nietos de don Alfonso; pero no podemos dejar de decir que don Sancho mostró demasiada codicia de poseerla. Su bravura, su liberalidad, su cortesanía y buena maña influyeron de tal manera en los ánimos de los castellanos, que la mayor parte siguieron sus estandartes, y así los nobles como los eclesiásticos de más nota abrazaron su partido, formando con él una especie de comunidad, como manifiesta el acta de lo resuelto en las Cortes de Valladolid el año de 1282. Sus hazañas, y sobre todo la fortuna, que como decía Carlos V, gusta más como mujer de favorecer a los jóvenes que a los viejos, hizo de modo que el mayor número se declarase en contra de la razón, y que a pesar de los esfuerzos de don Alfonso, y de la excomunión lanzada contra el mal hijo por el Pontífice, la victoria diese al fin el color de la justicia a las pretensiones de Sancho el Bravo. Murió en estas agonías don Alfonso, y sus nietos quedaron excluidos de la corona, habiéndoles obligado a vivir en Játiva por un convenio hecho con el rey de Aragón; y don Sancho, que hasta entonces por burla o hipocresía se había contentado con el título de infante mientras vivió su padre, subió al trono después de haber hecho enterrar suntuosamente como rey, al que había arrebatado la corona mientras vivía. Quedó España, como es de suponer al cabo de esta discordia, tan trastornada y revuelta, que al principio del gobierno de don Sancho puede decirse reinaban en su lugar más que sus órdenes los furores de la anarquía. Los odios más inveterados renacieron en el trastorno de la revolución, renováronse las pretensiones de la ambición, y los robos, los desórdenes y todos los crímenes juntos hallaron ancho campo en que desplegarse, habiendo incendiado la antorcha de la discordia desde el palacio del soberano hasta el pacífico hogar del labrador. Bastaba que una familia se declarase por un partido para que la otra se decidiese por el contrario: así que, la guerra seguía aun después de la muerte de don Alfonso, y cada castillo, cada pueblo era un campo de batalla, donde a sombra del interés público combatían el rencor, la codicia y la ambición de algunos particulares. Las hordas de ladrones que infestaban los caminos descaradamente, estaban protegidas de oculto por los señores que se valían de ellos para las acciones que un resto de vergüenza les impedía cometer a las claras, haciendo instrumentos de su amor o de su venganza a la escoria de la sociedad. Tal era la situación del país cuando don Jaime de Iscar se retiró a este castillo, no habiendo querido doblar la rodilla delante del nuevo rey, como habían hecho el mayor número de los partidarios de don Alfonso, y haciéndose tachar de sus enemigos como defensor oculto de los de la Cerda. De todos sus señoríos solo había conservado este castillo, habiendo perdido el resto de sus posesiones en el tumulto de la guerra civil. Quedó, pues, arruinado y declarado rebelde por el partido vencedor, y el viejo caballero, que había seguido constantemente la suerte de Alfonso el Sabio, recibió por premio de su lealtad el sentimiento de verse al fin de sus años sin tener más que dejar a su posteridad que el esplendor de su sangre, y el mucho más brillante aun de una larga vida gastada en defensa de su patria y de la causa noble de la justicia. Dos hijos que tenía, y algunos veteranos llenos de heridas y cubiertos de canas en su servicio, fueron los únicos compañeros de su destierro. Su hijo mayor Hernando tenía entonces veinte y tres años, y había hecho sus primeras armas en la última revolución, y al lado de su anciano padre. Su juventud, su valor, y el porte y continente de su persona, hacían que el generoso don Jaime fundase en él las esperanzas de su casa y la gloria de su nombre para lo futuro; pero la ternura, el gozo de su corazón, la alegría de sus canas era una que tenía entonces diez y nueve años, y reunía a una hermosura poco común todas las gracias de su sexo, toda la gallardía de la juventud y un carácter tan dulce y suave como lleno de entereza y de majestad. Era el ángel consolador de los pesares de su anciano padre. Cuando este, poseído del descontento natural a su avanzada edad, y perdonable en un desgraciado, se entregaba a pensamientos tristes, la vista de Leonor bastaba a disipar enteramente sus penas, y una caricia de su hija era para su corazón el rocío de la tranquilidad que renovaba el brío de su alma, marchita por los años y las desgracias. Pero como al fin la mano de la muerte… Nos corta a todos de vestir un paño, Sin hacer diferencia en la medida, como dice uno de nuestros poetas, y sin que basten a ablandar su encono las lágrimas de la orfandad ni de la hermosura, las enfermedades del anciano se aumentaron por último con sus disgustos, y el día que recibió la nueva de que le declaraban rebelde, murió de pesadumbre y en brazos de sus hijos a poco tiempo de su destierro. Quedó Leonor huérfana, y bajo la guarda y tutela de su hermano Hernando, que aunque duro de carácter la amaba con todo su corazón. Fortificado éste en su castillo, bien provisto de víveres, y defendido por los leales guerreros que habían seguido a su padre, no tenía que temer ningún asalto de aquellos a que estaban expuestos en tiempos tan revueltos los que eran declarados rebeldes por el partido de Sancho el Bravo. Pero un enemigo más temible que todas las partidas de bandoleros y todas las órdenes de la corte amenazaba turbar la paz del corazón de Hernando, el reposo de sus gentes y la seguridad de su hermana. Un amigo íntimo, mirado ya como enemigo por la diferencia de los partidos y el rencor inherente a las revoluciones, acabó de convertirse en enemigo mortal de su tranquilidad. El señor de Cuellar, Sancho Saldaña, de quien ya más de una vez han hablado algunos individuos de nuestra historia, poseía en aquella época el soberbio castillo que hay en este pueblo, y se llamaba entonces el de la Rosa. Era el señor más poderoso de todos aquellos contornos, extendiéndose su poder sobre la mayor parte de las poblaciones que ahora forman el partido de este corregimiento hasta el Duero, cerca de Valladolid por un lado, y por otro hasta Segovia y muchas leguas a la redonda. Su padre, que había sido compañero y amigo íntimo de don Jaime hasta la rebelión de don Sancho (en que como se ha dicho tomó cada uno su partido), había ganado muchas de estas tierras de los partidarios de don Alfonso, entrando en ellas a fuerza de armas, vinculándolas en su provecho, y extendiendo de este modo su poderío. Así por esto como por haber sido antes amigos y no haber seguido contra su opinión las armas de don Alfonso, cobróle tal aborrecimiento el viejo don Jaime, que el nombre de Saldaña era para él más villano que el del mas ínfimo bandolero, y llevado de su tenacidad se negó a oír cuantas proposiciones de paz le hizo en todas ocasiones su compañero. Añadíase a esto lo que del hijo, dueño absoluto ya de tan cuantiosos bienes, publicaba la fama en aquellos pueblos. Teníanle unos por asesino y cruel, otros por cobarde; tal le creía temerario, aquel le juzgaba bueno, y mientras no faltaba alguno que le tenía por generoso; otro le tachaba de miserable, y la mayor parte creían al ver su rostro, siempre tétrico y melancólico, y su amor a la soledad, que era algún demonio revestido de figura humana por algún tiempo, que sentía ver acercarse la hora en que había de desaparecer para siempre y volver a los fuegos de que había salido. Ayudaba a creer esto que su padre había sido enterrado secretamente, y que era voz pública se aparecía de noche en las bóvedas del castillo, y sobre todo la repentina desaparición de una hermana suya, que aunque de mucha belleza y sin el ceño y cruel aspecto de Sancho Saldaña, también la habían visto siempre triste, melancólica y pálida, como una estrella próxima a oscurecerse. Añadíase además que nadie de afuera sabia la verdad de lo que pasaba dentro de la fortaleza, tal era el silencio que reinaba en sus habitadores, y que todos hablaban únicamente por conjeturas, lo cual hacia que se exagerasen los hechos é inventasen algunos, adornándolos con tan increíbles sucesos y tan ponderados, que el pasajero se llenaba al oírlos de espanto y curiosidad. El padre de Sancho Saldaña había cautivado una mora muy joven en una de sus correrías, que había quedado desde entonces en el castillo, y este era otro tema que daba no menos materia que los anteriores a infinitos cuentos y hablillas. Imaginaban algunos que esta cautiva era una artificiosa bruja, que por sus encantos y sortilegios había hechizado al hijo del difunto señor de Cuellar, mientras otros aseguraban que era el genio maléfico y enemigo de la familia, disfrazado en aquel traje, que conspiraba continuamente en su destrucción. En fin, todo era misterioso en el castillo, y todo era misterio cuanto acerca de él se hablaba en sus cercanías Hoy mismo al mostrar sus almenadas torres al caminante, y sus muros cubiertos de musgo donde asoma el pintado lagarto su fea cabeza, o corre la rápida lagartija entre derribadas piedras, vestido el suelo de yerba y vil cascajo, el paisano, cuando refiere las tradiciones de este castillo, habla todavía de aquella época, sembrando su relación de fábulas y milagros. Habían pasado Sancho Saldaña y su hermana la primer parte de su juventud al lado de Leonor y Hernando, dividiendo con ellos sus juegos con todo el candor y cordialidad con que son amigos los jóvenes. Tenía poco más o menos la edad de Hernando, y sus padres, acostumbrados a mirar los hijos de cada uno como propios suyos, miraban con gusto el cariño que Sancho tenia a Leonor, prometiéndose uno y otro a sí mismos de unirlos en cuanto llegasen a la edad precisa, si seguían como hasta entonces mirándose con afecto. Cumplió Leonor catorce años, y Sancho tenía diez y ocho, cuando cesando los juegos y la confianza de niños, entró a galantearla ya como caballero, mostrándose suntuoso en festejos, y haciendo en su honra sus primeros hechos de armas. Era entonces Saldaña el joven más bizarro y galán de la Corte, el de más donaire en las danzas, mas arrojado y venturoso en las armas, como Leonor era entre las damas la gala y la flor de la hermosura y la gentileza. No podía menos Leonor de ver con gusto su nombre en mil cifras, célebre ya en los torneos, de oír con placer músicas y trovas en su alabanza, y saber que era envidiada de las hermosas; pero ya fuese por falta de sensibilidad, ya, lo que es más probable, a causa de sus pocos años, se contentó mirar con agrado los obsequios de Sancho Saldaña, sin sentir por él otro afecto que el de la amistad, y el que concede el amor propio de una dama lisonjeada. Con todo nadie había que no creyese tan efectuada esta unión como si hubiesen recibido ya la bendición de la Iglesia, y sin duda habría sido así, si la rebelión de don Sancho contra su padre no hubiese separado las dos familias, llevándolas, como hemos dicho, a diferentes partidos, deshaciendo sus planes para lo futuro, y dejando burladas sus esperanzas y las de los que dando todo por hecho habían ya asegurado más de una vez que habían visto los contratos matrimoniales. Todo cambió desde entonces, y habiéndose retirado padre e hijo a su castillo de Cuellar, este último conoció allí a Zoraida (que era el nombre de la cautiva), y quedó por ella perdido de enamorado. Olvidó, pues, a Leonor, olvidó todo, y en menoscabo suyo se entregó a su nueva pasión con tan desenfrenada locura que no hubo crímenes que no cometiesen sus arrebatos, de cualquier género que puedan imaginarse, ciego con los hechizos de aquella mujer, que no parecía complacida sino teniéndole siempre al borde del precipicio. Rodeado de crímenes, entregado a un solo pensamiento en el mundo, lleno de hastío, ansioso de algo que nunca podía encontrar, desasosegado en el sosiego, agitado de tristes imaginaciones, y finalmente, cargado de penosos remordimientos que sin cesar le seguían y atormentaban en todas partes, llegó, en fin, a hartarse de la ponzoña que en copa de oro le presentaba la máscara del deleite, y a odiar al fatal objeto de sus amores con tanto más aborrecimiento y más furia cuanto le había amado con más delirio. Volvió en sí, y no pudiendo encontrar nada que bastase a satisfacer sus deseos, a consolar su tristeza, a hacerle olvidar sus remordimientos, se halló en la flor de su edad con un alma árida como la arena, y velado ya su rostro con la sombra de los sepulcros. En vano buscaba en las diversiones que su opulencia podía ofrecerle el alivio a sus penas que deseaba. La música servía solo para entristecerle, los cantares más alegres, las trovas más dulces le fastidiaban, la alegría de los bailes le inspiraba el despecho, y el lujo de los torneos, las voces, el rumor del gentío y los ojos de las hermosas eran para él vastos desiertos donde se perdía sin hablar con nadie, solo siempre con sus pensamientos en medio de la multitud. Se hubiera creído al verle distraído, melancólico y solo en medio de los placeres, que era la sombra de un hombre que vagaba acá y allá sin destino, o una estatua sepulcral arrancada de la tumba que adornaba, é impelida de algún resorte oculto que la movía. La pasión que había tenido a Zoraida había agotado en su corazón las fuentes del sentimiento, y solo le había quedado fuerza para sufrir, y memoria para hacer eterno el gusano que le roía. Fastidiado de los placeres se entregó a toda clase de vicios, para sepultar en el delirio del juego o en la embriaguez el tormento que le hostigaba. Pero ni la ganancia le alegraba, ni la pérdida le entristecía, mientras el vino, lejos de borrar de su fantasía las imágenes de su tristeza, poniéndole en el estado de inercia absoluta a que reduce este vicio generalmente, o comunicándole el júbilo con que trastorna y alienta el ánimo mas caído, le entregaba más profundamente a todo el horror de sus pensamientos. Entonces fue cuando siguiendo el impulso natural al hombre de buscar su felicidad, recordó a su olvidada Leonor, propuso reformar su vida, halagó un momento sus penas con las dulces memorias de su juventud, y el recuerdo de los días en que lleno de gozo sintió el inocente fuego del amor puro a vista de su hermosura. Nada prueba tanto el poder de la virtud como el homenaje que la tributa el vicio, y el hombre más criminal es el que admira más la inocencia, y el más corrompido suele ver con enfado las costumbres estragadas de los demás, y gusta tanto del candor, que a veces ya que no puede hallarlo en las personas que le rodean, exige al menos las apariencias. Sancho Saldaña estaba ya harto de libertinaje, y creyó que Leonor, el encanto de sus primeros amores, podría volverle la paz que había perdido, y sintió renovarse en su pecho, ya que no su primer amor, al menos un sentimiento más dulce que los que le habían agitado hasta entonces. Su alma se abrió al soplo de la esperanza por un momento, y la idea de un enlace dichoso que pusiera fin a su inquietud en brazos de Leonor, y en medio de caricias desconocidas todavía para él, era tan halagüeña, que a veces llegaba hasta ahogar en algún modo los gritos de su agitada conciencia. Resolvió, pues, pedírsela por mujer a su padre, que aún vivía, y volviendo a vestir las ya casi olvidadas galas, ordenó a sus pajes y escuderos que se adornasen y engalanasen, disponiendo al mismo tiempo los mejores caballos de sus cuadras soberbiamente enjaezados. Un rayo de luz brilló en su encapotada frente por un momento, bien así como un rayo de sol entre las nubes de la tormenta, y la guarnición del castillo vio con asombro la mudanza que había habido en su jefe, y aquel día fue el primero, puede decirse, que alumbró el sol el castillo. Solo la despreciada mora veía con despecho y celos aquellos preparativos. Sus hermosos ojos negros, en que brillaba el fuego de una osadía más que varonil, giraban vertiginosos acá y allá, y la fiereza de su altiva y pronunciada fisonomía parecía realzada con su inquietud. Sus miembros temblaban de cólera, y la sangre africana, irritada con los desprecios de su amante, hacia latir con tanta fuerza su corazón, que parecía querer saltarse del pecho. Había sido cautiva Zoraida cuando apenas rayaba en los quince años, y era lo que podía llamarse un modelo de hermosura árabe. De airoso continente, alta y briosa de cuerpo, su marcha era la del cisne cuando gira sereno en las aguas, y su mirada la del águila que desafía el sol frente a frente. Sus pasiones impetuosas y vehementes daban a todos sus deseos un carácter tal de fuerza, que su voluntad había de cumplirse, o debía ella perecer en su empeño. Estaba acostumbrada a arrostrar los caprichos de la fortuna, y aun a veces a vencerla y a sujetarla, y esta lucha continua en que había pasado toda su vida la había dotado de un valor a toda prueba en los riesgos y de un arrojo en sus empresas, que rayaba en temeridad. Pocas veces había llorado en su vida, y siempre que había derramado lágrimas había sido implorando venganzas o meditándolas. Amaba, no amaba es poco; deliraba, idolatraba, miraba a Sancho Saldaña como a su Dios, como a su todo, y a consecuencia de tanto amarle, su mismo frenesí, su mismo amor rayaba en aborrecimiento, de suerte que le odiaba y le idolatraba a un tiempo, y a un tiempo le arriesgaba y le protegía, le despreciaba y le defendía, buscándole y huyendo de él, insultándole y acariciándole, y sintiendo afectos tan diferentes con la misma violencia que la pasión frenética que los movía. Tal era la mujer que había trastornado el genio, el rostro y el corazón de Saldaña; pero que si le haba precipitado en un abismo de males, no había titubeado en arrojarse también con él, y que si le había llenado de remordimientos, su corazón ardía en la pasión más arrebatada, y sin esperanza, que puede sentir mujer. Si tal era su amor y la arrastraba a tantos desaciertos, viéndose pacíficamente correspondida, ¡cuál sería su furia cuando hallase una rival que combatir, una enemiga tan temible como Leonor! Supo para qué eran los preparativos de su amante, penetró la causa de su alegría, y sin darle una sola queja, reprimió su ira, calló, y sin derramar una lágrima ni siquiera exhalar un suspiro se retiró a meditar su venganza, determinada a morir o a llevarla a cabo, imaginándola cruel terrible, y digna del ultraje que se le hacía. El resultado probó hasta dónde llevaba sus planes el rencor con que los trazaba. Sancho Saldaña entre tanto, habiendo dispuesto su comitiva, se encaminó al castillo de Iscar, resuelto a sacrificar su orgullo y a sufrir cualquiera mala razón de don Jaime con tal de lograr el blanco de sus deseos. Llegado que hubo al puente levadizo hizo sonar su trompeta y que se anunciase un heraldo, a cuya señal habiendo respondido desde el castillo, el heraldo anunció que su amo el ilustre conde de Saldaña deseaba hablar en particular con el muy noble señor de Iscar, y que aguardaba allí su respuesta. Estaba en este momento don Jaime hablando con Leonor de lo que contaban del señor de Cuellar, y cuando oyó su nombre no pudo contener su cólera. — ¿A qué viene aquí ese malsín, ese traidor a su rey? ¿Viene a insultarme? Se engaña, porque me quedan aún fuerzas bastantes para obligarle a que me respete. ¡Hernando! gritó a su hijo, pon los arqueros en las almenas, y dile que yo no respondo a traidores sino con las armas. —Pero señor, contestó Hernando, su traje y su séquito son de paz, y no sería honroso responder con armas al que se nos entrega sin ellas. —Es verdad, y has apuntado muy bien, repuso el viejo, cuanto más que el heraldo debe ser respetado según la ley de la guerra: me acuerdo todavía que en Sevilla, cuando estaba allí la flor de la caballería de España con el santo rey, padre de nuestro monarca, degollamos una partida de moros que había ahorcado de un árbol un heraldo nuestro que llevaba a la ciudad un mensaje, obrando según la ley de la guerra. —Señor, ¿qué mandáis que se le responda? interrumpió respetuosamente su hijo. —El padre de ese muchacho estaba allí entonces, continuó el buen viejo como distraído, y por cierto que era una de las buenas lanzas que había… ¡Ah! … sí, se me olvidaba, repuso volviendo en sí; nada, que se vayan, que aquí no tienen que hacer; que se vayan, y cuanto antes. La respuesta era tan definitiva que nada quedaba que replicar; pero Leonor, considerando los peligros a que se exponía su padre haciendo este desaire a Saldaña, determinó sacar de él una respuesta más dulce, y que no le expusiese para lo futuro a los riesgos que cualquiera indiscreción podía atraer sobre ellos en circunstancias tan espinosas, y así añadió con voz tímida: —Padre mío, ¿y si viene a proponeros una reconciliación? —Entre nosotros no cabe ninguna, hija mía. Y deteniéndose un momento como pensativo, exclamó: —Sí, que entre, que entre; quiero seguir el parecer de nuestro sabio rey don Alfonso, que decía que antes de sentenciar es menester oír las partes. Mucho debió de agradecer Saldaña que este dicho de Alfonso I se presentase a la memoria del caballero, pues de lo contrario hubiera tenido que volver pies atrás; pero las sentencias del sabio Alfonso eran para don Jaime tan sagradas como los preceptos de la religión, no conociendo otro rey ni otra autoridad que la suya, y aunque Sancho el Bravo era el verdadero rey de Castilla entonces, él siempre daba este título a su padre, sin que hubiera fuerzas humanas que le hicieran dar al hijo otro nombre que el del rebelde. En esto Sancho Saldaña, habiendo recibido el permiso de entrada, llegó al salón donde estaba sentado don Jaime aguardándole, y de que había salido Leonor por respeto a su padre y decoro de su persona. Conservaba aun Sancho algunos restos de su belleza, marchita ya por el rigor de sus pasiones y el estrago que habían hecho en él los vicios a que últimamente se había entregado; pero en medio de la palidez y severidad de su rostro y la expresión melancólica de su fisonomía, creyó descubrir el anciano en su porte vigoroso y caballerosa apostura alguna semejanza con la marcialidad y belleza del padre en los tiempos de su juventud. El primero que habló fue don Jaime, y dijo: —Mucho me extraña vuestra visita, señor conde, que puesto que vuestro padre y yo fuimos amigos y compañeros en mejores tiempos que los presentes, ya hace años que acabó nuestra amistad y rompimos lanza con punta de tal modo, que se hizo imposible entre nosotros toda reconciliación. —No vengo ahora, respondió el conde con aire noble, aunque sumiso y arrepentido, a discutir con vos los motivos de vuestros resentimientos con mi padre. Baste deciros que mi poca edad me perdonó el disgusto de mediar en ellos, y que las causas que os resintieron con él no creen que existan para conmigo. —Tendríais razón, joven, repuso el señor de Iscar, si vos, dejando a un lado las opiniones de vuestro padre, hubierais depuesto al menos las armas y no hubierais seguido también el partido del hijo rebelde, que no podrá hallar paz nunca en su corazón por haber levantado bandera contra su mismo padre. Estremecióse Sancho Saldaña al oír estas palabras que pronunció el señor de Iscar con sentimiento, frunció las cejas, y el temblor convulsivo de sus labios anunció que algún remordimiento le fatigaba; pero el anciano, sin echarlo de ver, continuó diciendo: —Digo, pues, que tendríais en ese caso razón; pero vos desoísteis la voz de vuestra conciencia, seguisteis el ejemplo de vuestro padre, y aunque puede ser más perdonable en vos que en él, a causa de vuestra edad, yo he jurado odio implacable a los enemigos de mi rey, y si acaso puedo compadecer a algunos por el merecido castigo que les aguarda del vengador de los justos, no podré nunca en mi vida reconciliarme con ellos. Ahora decid lo que tengáis que comunicarme. Dicho esto se puso a mirarle con atención como aguardando su respuesta; pero Sancho Saldaña no se hallaba en estado de responderle Por una parte veía frustradas sus esperanzas, y se juzgaba condenado a ser eternamente infeliz, mientras por otra algunas palabras de las que había dicho el anciano tenían tanta relación con alguna de las causas de sus remordimientos, que sintió ahogársele la palabra y un estremecimiento convulsivo se apoderó de todos sus miembros. El anciano esperó un rato la respuesta, y habiendo notado sus movimientos los atribuyó a su orgullo ultrajado por haberle supuesto un momento capaz de humillarse hasta el punto de venir a implorar de él una reconciliación. —Veo en vos, dijo, el carácter de vuestro padre, y sé que los Saldañas han sido siempre demasiado altivos para mendigar la amistad de cualquiera que sea; pero como podíais tener algún intento que proponerme sobre el que requirieseis mi asentimiento, he empezado por haceros ver que conmigo es imposible toda reconciliación. — ¿Y si dependiese de ella, exclamó tristemente Saldaña, la esperanza, la felicidad de un joven que, aunque criminal, nada os ha hecho para merecer vuestro odio, si dependiera de vos que un alma se ganara todavía para el cielo en vez de que entregándola a la desesperación quede abandonada a todas las asechanzas de Satanás, entonces, señor, entonces, qué diríais? ¿Qué determinaríais? —Hablad, repuso al momento don Jaime: el sabio rey don Alfonso decía que todos tienen derecho a exigir siempre que se les oiga. —Señor, continuó el conde lleno de agitación, de este momento depende mi vida o mi muerte; vos solo podéis pronunciar mi sentencia, vos solo podéis salvarme, de una sola palabra vuestra depende mi felicidad. No me consideréis como el hijo de Rodrigo Saldaña, miradme como un extraño; suponed en mí un pasajero que en la oscuridad de la noche no puede encontrar un asilo donde refugiarse de la lluvia y os pide hospitalidad: mirad en mí un pecador arrepentido, un hombre que va a arrojarse a un abismo, y cuya muerte podéis evitar con solo tenderle una mano que le separe. Miradme así, y no me negareis el tesoro único que deseo en el mundo, el día, la vida, el cielo de mi corazón. —Hablad, pues, exclamó conmovido el anciano, y yo os prometo que como mi honor y el de mis hijos no peligre ni se mezcle en lo que me pidáis, que olvidando todo resentimiento os concederé lo que me suplicáis tan de veras. Sancho Saldarla bajó un momento los ojos al suelo como indeciso, miró a don Jaime, volvió a bajarlos, y como un hombre que arroja de sí un peso superior a sus fuerzas, dio un suspiro, y dijo en voz apenas inteligible: —Yo amo a Leonor. —Sé que la habéis amado; continuad, repuso gravemente don Jaime. —La he amado, sí, pero nunca tanto como ahora, que veo en ella la fortaleza de mi descanso, repuso el conde, la he amado; pero ahora veo en ella sola el reposo y la paz de toda mi vida. Yo vivo ya ha mucho tiempo fatigado, y harto de cuanto bueno y malo me rodea; el mundo es más viejo para mí, a pesar de mis pocos años, que lo es para vos al cabo de vuestra edad: todo está usado en él; nada hallo nuevo en la naturaleza; la luz del sol, la noche, la primavera, lo más bello, lo más tremendo con que puede recrear el cielo, o amenazar en su cólera, nada me inspira un sentimiento nuevo; solo Leonor es el único objeto que puede inspirármelo, solo ella puede volver a mi alma la sensibilidad que ha perdido. Su mano… —Joven, ¿sabéis lo que me pedís? repuso don Jaime levantándose con dignidad: nunca mi sangre se mezclará con la vuestra, así como la lealtad no se ha mezclado nunca con la traición. —Ved, señor, exclamó el conde, que va mi dicha en vuestras palabras. —Silencio, replicó el caballero; os he oído con paciencia, y es cuanto podíais exigir de mí; os compadezco, pero no penséis mas en Leonor. — ¿Y me abandonareis así a mi suerte? dijo el conde en actitud decente, pero suplicante; ¿desechareis mi ruego, y me dejareis en el camino de la perdición? —Basta, basta, replicó el anciano, y en verdad que es humillante para un hombre de vuestro linaje abatirse tanto delante de su enemigo. — ¿Queréis serlo? respondió Saldaña recobrando su natural fiereza, impelido de su altivez; pues bien: sobre vos caigan los nuevos crímenes que me haga cometer la dureza de vuestro corazón; sobre vos caigan las maldiciones de un joven perdido en lo mejor de sus años, y condenado ya en vida a todos los tormentos del infierno. Sobre vos… —Basta he dicho, replicó irritado don Jaime: salid de mi castillo, y dad gracias al modo y la intención con que habéis venido que no os mando arrojar por una ventana. — ¿Á mí? repuso todo encolerizado don Sancho: ¿a mí? pero conteniendo su ira, continuó: viejo cruel, no me precipitéis: un crimen es para mí poca cosa; dame tu hija, yo te pediré perdón, yo seré feliz, y yo te lo deberé a ti solo, sino… Poseerla no me costará más que cometer un delito. — ¡Hernando! gritó el anciano a su hijo, que se presentó al momento a su voz, echa del castillo a ese traidor, hijo de un traidor, que viene a insultar mis canas. — ¡Conde don Sancho!… dijo entonces Hernando. — ¡Hernando! ¡Amigo! exclamó Saldaña. — ¡Conde don Sancho! repito, obedeced a mi padre. —Está bien, repuso el conde, salgo de vuestro castillo; no mancharé mi espada en la sangre del amigo de mi juventud, porque ya tengo bastantes manchas de sangre inocente en mis vestidos; pero juro que ha de ser mía Leonor, ha de ser mía, ¡vive Dios! de fuerza o de voluntad. Dicho esto dejó el castillo, y metiendo espuelas a su caballo corrió a rienda suelta hasta Cuellar, sin ver el camino que llevaba, ni reparar si le seguía o no su gente. Desde entonces mil imaginaciones, mil venganzas le agitaron, y la cólera y el orgullo luchaban en su corazón; pero ya sea el miedo de irritar a Leonor, particularmente si atropellaba el castillo de su hermano asaltándolo para robarla, ya que creyese, vista la guarnición de la fortaleza, que era empresa de mucho tiempo y dificultad, lo cierto es que pareció haber olvidado su juramento, y no hizo o no aparentó hacer intención de cumplirlo. Con todo, día y noche pensaba en su felicidad, y por consiguiente en Leonor, y resuelto por último a poseerla de cualquier modo, imaginó robarla como único medio que le quedaba. El Velludo, a quien daban este mote por el mucho vello de que estaba cubierto, era el ladrón más famoso en Castilla y el terror de aquellos contornos. Había sido soldado en su mocedad y militado en diversas partes, habiendo alcanzado en todas ellas fama de esforzado, y debiendo esta gloria tanto a su buena suerte como a su intrepidez natural. Era entonces de edad de cuarenta años, y no había perdido nada de la robustez y fuerza de su juventud. Fiero y colérico en demasía, no dejaba de ser a veces cruel si le arrebataba la ira, pero su índole era generosa naturalmente, y más bien hacia mal por oficio que por inclinación. Durante las refriegas de Castilla, y en medio de la confusión que dominaba en el reino, había tomado las armas y formado su tropa de bandoleros, saqueando acá y allá, tan pronto a un partido como a otro, prestando sus servicios a todos cuando la utilidad de éstos se convenía con su interés propio, y distinguiéndose siempre en sus hechos tanto por su astucia como por la osadía de sus planes. Á éste, pues, comunicó los suyos Sancho Saldaña, imaginando diestramente el modo de robar a Leonor sin que él pareciese culpable. Ya hemos dicho que había dejado pasar el Conde mucho tiempo desde la entrevista con don Jaime hasta el momento de cumplir su empresa, y en más de un año después de la muerte del caballero no tuvo medio o no se resolvió a efectuarla. Preséntesele la mejor ocasión que podía esperar; sabía que la caza era una de las diversiones favoritas de los dos hermanos, y habiendo introducido un halconero de su confianza en el servicio del señor de Iscar, tuvo aviso del primer día en que pasado el tiempo del duelo volverían los hermanos a su acostumbrado divertimiento. Llamó al punto al Velludo, y ofreciéndole una recompensa considerable, trataron juntos del modo de robar la dama sin que él se comprometiese, y al contrario ganase su voluntad. Para esto se valieron del modo ya referido en el capítulo anterior, teniendo Saldaña el intento de al siguiente día presentarse delante de los bandidos que habían de huir a su vista, y abandonarle a Leonor para que él, como libertador suyo, mereciese de este modo su afecto con menos dificultad. Pero el cielo, que vela sobre la inocencia y convierte en humo las asechanzas y los pensamientos del impío, hizo que en medio de la agonía de Leonor se presentase a deshora un ser en apariencia sobrenatural, que aterrando con su vista aquellos hombres supersticiosos y crédulos, la libertó por entonces de sus enemigos, y desbarató los planes del tétrico y desesperado Saldaña. CAPITULO V. A este tiempo toda la tropa de Iscar estaba vagando por los pinares. Los cazadores, después de haber registrado el bosque por todas partes en busca de sus señores, habían hallado al fin de mucho tiempo caído aun debajo de su caballo, que le había cogido una pierna, al único testigo de la pérdida de Leonor. Estaba éste con el humor que fácilmente podemos imaginarnos se encontraría en su situación un hombre de un genio intrépido y arrebatado. Había visto robar a su hermana ante sus mismos ojos a dos hombres que creía por su clase incapaces é indignos de medirse nunca con él, y que entonces se habían burlado de su valor derribándole, cometiendo su intento y mofándose de sus amenazas. Añadíase además a esto, que ya era bastante para exasperar otro ánimo menos colérico y orgulloso que el suyo, haber estado más de dos horas caído con su caballo, haciendo esfuerzos para levantarse, y sin haber podido siquiera mover la pierna, que tenía cogida debajo con tan crueles dolores, que solo podía calmarlos un tanto la ira que le sofocaba En esto llegaron como se ha dicho los cazadores, y Hernando en cuanto los vio, —Juro a Dios, dijo, canallas, perros, que os he de mandar colgar de una almena: id, seguid por ahí todo derecho, a la izquierda han llevado a vuestra señora dos malsines como vosotros. Seguid por ahí, ¡vive Dios! ayudadme a salir de este maldito animal, que creo que me ha de haber roto esta pierna. No había acabado de decir esto, cuando un cazador ya viejo, y que parecía el jefe o capataz de los otros, gritó:—Vamos, pie a tierra dos de vosotros, tú Cantor, buen viejo, y tú Garci-Perez, ayudadme a sacar a nuestro amo. Y diciendo y haciendo, cogidos dos de la cola del animal, y el viejo tirando de ambos brazos al caballero, lograron ponerlo en pie, aunque con mucha dificultad. —Así me sucedió a mí en la batalla de… dijo el que parecía capataz mientras apoyaba la pierna derecha en la barriga del animal, y tiraba por bajo de los brazos de su señor. Vaya una noche que pasé; toda la noche debajo de mi caballo sin poderme menear más lejos que un caracol en medio minuto. — ¿Y qué diablos importa a nadie lo que te sucedió esa noche? interrumpió Hernando lleno de enfado, y sin saber con quién desahogaría su cólera. —Cierto es que no le importa a nadie, replicó el veterano con la misma calma, pero a mí… — ¡Basta por Dios, Nuño, basta! y dadme ahí otro caballo y vamos, interrumpió otra vez el señor de Iscar. — ¡Que nunca me ha de dejar hablar! Vamos, es lo mismo que el padre: no podía sufrir que hablasen delante de él, murmuró Nuño entre dientes. ¿Pero qué, estáis herido? añadió mirándole con cuidado. —No, no tengo nada, repuso Hernando con impaciencia. —La sangre es de este pobre animal, respondió el viejo a quien Nuño había llamado Cantor; ha caído, sí, pero como un pino herido por el hacha del leñador. —Pobre Brioso, dijo entonces Nuño acariciando la frente del alazán: ¡en dónde has venido a caer! ya sé yo que tú eres leal para tu jinete; vaya, que se encargue alguno de llevar este pobre bicho al castillo; quiero a este caballo, porque lo montaba muchas veces el padre de don Hernando y nos hemos hallado juntos en más de un encuentro. —Vamos, Nuño, Nuño, a caballo, gritó Hernando, reprimiendo su ira por el respeto que le imponía el más antiguo servidor de su casa. Vamos, ¿así olvidáis que está mi hermana en peligro? —Á caballo, contestó el veterano, y saltando en el suyo con más ligereza de lo que prometían sus años, prosiguió diciendo: vamos, guiad adonde queráis. —Voto va, continuó, siguiendo a galope la senda por donde había echado su amo; voto va, que es doña Leonor la joya más rica que hay en la casa. ¡Como la quería su padre! ¡Y a mí me quiere tanto! Por Santiago, que me muera yo esta noche si no la saco aunque sea de manos de los filisteos. Mira, Cantor, añadió dirigiéndose a su compañero, ¿te acuerdas de don Jaime? mira, mira cómo se le parece su hijo; ahí va a caballo, que por detrás me se figura que le estoy viendo. Te juro que como yo vuelva a hablar a doña Leonor… ¿cómo la llamabas tú en tu canción?… Aquello de un cielo… —Todo es poco, repuso el Cantor, para alabar aquellos ojos de dulzura y de majestad. —Sí, pero di la canción, insistió el viejo. — ¿Cómo quieres que recite yo versos al paso que vamos? ¿Te parece a ti que mis canciones son para oídas a galope, y en un camino? —Toma, más de una vez, replicó Nuño, las he tarareado yo yendo a escape a embestir a los enemigos: me acuerdo en la batalla de… —Calla, que el amo ha hecho alto y me parece que nos hace señas de que vayamos. —Está de Dios, murmuró entre sí el buen viejo, que nunca me han de dejar hablar. En efecto era así como decía el Cantor. Hernando, adelantándose de toda su tropa, había seguido a todo el galope de su caballo el camino por donde presumía que Usdrobal y Zacarías habrían conducido a Leonor; pero habiendo llegado a un sitio cubierto todo de maleza, y donde no había seña de pisada alguna, creyó que había perdido la senda, y los llamaba para tratar con ellos el rumbo que habían de seguir. Empezaba ya a oscurecer, y la tempestad, que había hecho recogerse a los bandoleros, anunciaba ya su furia con algunos relámpagos de tiempo en tiempo. Poco impedimento era este para el ánimo del señor de Iscar, y mucho menos en la impaciencia que le agitaba; pero la absoluta ignorancia en que se hallaba del camino que habían tomado los robadores le tenía suspenso, y no sabía si pasar adelante o volver atrás. El convento del Pinar, único edificio aislado en aquel desierto, se descubría apenas a cierta distancia entre los árboles, y era de presumir que no habrían elegido aquel camino los bandoleros, siendo por razón del convento el más fácil que había de hallar. Por otra parte el rio Piron, que corre allí cerca, era el paso que dividía las tierras de Iscar de las de Cuellar, y no era probable que hubiesen vadeado el rio hacia este punto, siendo fama que aquella parte era la única en todo el país respetada de los ladrones. Perdido en estas imaginaciones había hecho alto, y a poco tiempo tuvo a su lado al Cantor y a Nuño, que llegando a él muy quedito le preguntaron si había descubierto algo. —Nada, por mi desgracia, repuso Hernando. He venido todo el camino ojo alerta figurándome ver a Leonor tras de cada mata. La hemos perdido, añadió meneando la cabeza, y haciendo cierto rumor con la lengua contra los dientes de arriba que anunciaba la poca esperanza que le quedaba. ¡Como ha de ser! Será menester que nos retiremos; la noche trae mala cara. —Poco importa la cara que traiga la noche, repuso Nuño, si sabéis algo, o podéis darme a mí indicios de dónde podría yo encontrar a doña Leonor. Que por Santiago, las tempestades y yo nos conocemos ya ha mucho tiempo, y ni uno ni otro nos hacemos mal, y yo os prometo que como siquiera me indiquéis lo bastante para que yo imagine dónde se puede hallar, la he de traer, o me he dejar de llamar Nuño Vero. Me acuerdo una noche… —Lo mismo digo, interrumpió el poeta. ¿Qué será de nosotros en el castillo si no vemos brillar nuestra aurora en los ojos celestiales de la virgen de Iscar? No, es preciso buscarla a todo trance; es preciso. —Bravo, buen trovador, exclamó Nuño, que aunque resentido de las interrupciones continuas que ponía el poeta a su conversación, le había hecho olvidar la que acababa de sufrir el buen deseo que manifestaba; tú me acompañarás en mi expedición esta noche; y vos, continuó dirigiéndose al señor de Iscar, os podéis retirar con la gente. —La gente se podrá ir sola, repuso el señor de Iscar, que por Dios no se ha de decir nunca que dejé en el peligro a la que mi padre confió a mi cuidado. —Pero señor, replicó Nuño, la noche va entrando, y el huracán amenaza ser espantoso, y aunque ya más de una vez os he visto enristrar lanza contra. —Ya he dicho, interrumpió Hernando, que la gente se puede ir, y que yo me quedaré con vosotros. —Está de Dios que nunca he de acabar de decir lo que siento, susurró a media voz Nuño Vero, para quien no había nada tan incómodo como que le interrumpiesen cuando estaba hablando. —Mandad a la gente que se retire, continuó su amo. —Sí, replicó el veterano, todos se irán, menos ese halconero nuevo que viene ahí con nosotros, y que conoce esta tierra como la palma de la mano. Y cuanto más, que siempre me acuerdo que vuestro padre recomendaba tomar un guía para ciertos casos, y más de un ejército se hubiera perdido si… —Pues bien, llámale y vamos, interrumpió el Cantor. —Voto va, señor trovador, dijo irritado Nuño, que más de una vez os he dicho que nunca me interrumpáis cuando hable, y no parece sino… —Vamos pronto, Nuño, antes que sea más tarde, dijo Hernando. —Otra que tal, exclamó el veterano al verse interrumpido de nuevo; y metiendo espuelas a su caballo llamó al halconero, y ordenó al resto de la tropa que se retirase al castillo, lo que hicieron obedeciéndole, aunque todos con mucho disgusto y más gana de acompañar a su amo que de retirarse. Quedaron, pues, solos los cuatro, y habiendo preguntado al halconero si sabía la habitación de los bandoleros, o hacia qué parte podía caer, este respondió, que aunque no podía fijamente decirlo, creía que poco más o menos acertaría. Y sirviéndoles de guía echó delante, y poniéndose todos en marcha emprendieron su camino a poca distancia de él. Era este halconero el espía que, como se ha dicho, había introducido Sancho Saldaña en el castillo de Iscar, y el que avisó al Velludo del día y sitio en que había de suceder la caza. Conocía a palmos aquella tierra, y era en efecto el mejor guía que podía haber tomado nuestro caballero si hubiese ayudado su buena intención a su habilidad. Pero su voluntad era de las más torcidas, y en este momento no trataba nada menos que de entregarlos en manos de los bandidos para que los robaran y aprisionaran, y haciéndoles pagar su rescate, tener él parte en la presa sin apariencia de culpa alguna. Con este mal intento caminaba en medio de la oscuridad a la luz de los relámpagos que de tiempo en tiempo envolvían el bosque en un mar de fuego, deslumbrando a los caminantes, y sepultándolos en nuevas sombras y lobreguez. Era el halconero naturalmente cobarde, y el estallido de los truenos y el brillo de los relámpagos espantaban su caballo de tal manera, que a cada instante paraba, renovando el miedo de su jinete con la superstición que corría entonces de que estos animales veían espíritus y aparecidos cuando reacios a la brida no seguían adelante su movimiento. Pero el veterano Nuño, que tenía un temple de alma muy diferente, aunque en otras cosas pagara también tributo a la superstición de su siglo, se acercó a él, y dijo a su amo: —El miedo de este necio le va a hacer perder el camino, y lo mejor será poneros a su lado no sea que vuelva grupa en medio de la oscuridad y nos deje, como nos sucedió una vez el año de 1243, poco antes de… —No me parece mal tu consejo, interrumpió Hernando, y poniéndose junto al guía, le dijo si estaba seguro del camino por donde iba. —No mucho, repuso el guía, y creo que haríamos mejor en volvernos, porque el huracán amaga romper muy pronto, y puede sepultarnos entre la arena, cuando no debajo de algún pino de los que tronche. —Cobarde criatura, respondió el Cantor, debías dar gracias al que te ofrece ocasión de ver uno de los espectáculos más sublimes de la naturaleza, cual es una tempestad. —Más me gusta en noches como esta, replicó el guía, una bota de vino con buena cena y una mala cama bajo techado, que la tempestad más bonita que vos os podéis pensar. Que por Dios, no es bueno andar a estas horas por los caminos. —Siempre he oído decir lo mismo a todos vosotros, replicó Nuño, pero ya yo entiendo a los guías, que de algo me han de servir cuarenta años que llevo de andar por el mundo, y ya no soy ningún niño y no me la pega nadie. Me acuerdo una vez que le metí a un paisano… hará ahora diez años, el de 1274, día de San José por la noche, cuando entramos en el reino de Granada diez mil peones y más de tres mil caballos, que como iba diciendo… —Acabareis, voto a tal, interrumpió Hernando, que con los truenos y vuestra sempiterna charla no puedo oír bien las voces que me parece suenan ahí cerca. —No son malas voces, respondió el halconero; es el bramido del huracán, y lo mejor será que echemos hacia este lado, añadió dirigiéndose a las orillas del Adaja, sino queremos hallar aquí nuestra sepultura. No había acabado de decir estas palabras, cuando se desató el huracán con tanta furia, que tuvieron que apearse de los caballos, y de allí a poco sintieron crujir junto a sí los árboles y oyeron el estruendo de su caída. — ¡Dios mío! ¡Virgen Santa! gritó el halconero, tan despavorido y amedrentado, que sus miembros se paralizaron y no acertaba a moverse. —Sácanos de aquí, ¡Vive Dios! exclamó Hernando, cogiéndole fuertemente de un brazo, o te barreno el pecho de una estocada. —Adelante, pillo, gritó Nuño asiéndole del otro brazo, adelante, o te ato ahí a un árbol para que observes despacio la tempestad como nuestro amigo el poeta, que está en sus glorias. Vamos, Cantor, ¿en qué diablos estás entretenido que no nos sigues? El poeta entre tanto, sin acordarse del peligro que le rodeaba, contemplaba absorto a la luz de los relámpagos el trastorno sublime y la confusa belleza de la tempestad. Ya veía rasgarse el cielo en llamas y descubrir a sus ojos otros mil cielos ardiendo, ya seguido de espantosos truenos lanzarse el rayo en los aires brillante como las armas de mil guerreros, ya imaginaba que oía en los bramidos del huracán los cantos de guerra de un ejército numeroso. —Vamos, trovador, síguenos, le dijo Hernando cogiéndole de la aljuba a tiempo que un relámpago le mostró el éxtasis de su poeta. El guía temeroso de Nuño, que iba aconsejándole de desvanecer el miedo, so pena de verse obligado a cumplir la promesa que le había hecho, emprendió de nuevo su marcha, y el Cantor echó detrás de él con su amo. —En verdad, dijo, que mejor tempestad ni más magnífico espectáculo hacía ya tiempo que no se presentaba a mis ojos. ¡Qué grandiosidad! No parece sino que el cielo, y el bosque, y todo está ardiendo en la naturaleza, y el bramido del huracán suena como los quejidos de las fieras que ven desaparecer entre las llamas el abrigo a que se recogían. En esto llegaron a la orilla del rio, en cuyas aguas rielaban los relámpagos como si el fondo fuera todo de fuego, y el guía pidió licencia para reconocer el terreno, pues, según dijo, estaba allí cerca la caverna de los ladrones. Como no había motivo ninguno para desconfiar, el señor de Iscar no tuvo reparo en dársela, aunque muy a despecho de Nuño, que quería seguirle. Trató con todo de echar tras de él, y dejando su caballo al Cantor empezó a caminar a su lado; pero habiendo tropezado en las raíces de los árboles a tiempo que un relámpago le deslumbró con su luz, cuando volvió a levantarse halló que el guía había desaparecido, haciéndoselo creer del todo que habiéndole llamado a voces no respondía. —Mal haya yo, exclamó, que te solté el brazo cuando caí por no romperme las narices, y no hice que te rompieras el alma haciéndote caer conmigo. ¡Tunante! ¡Hola, malsín! ¿Dónde andas? yo te juro que si te cojo, que te he de enseñar a no abandonar otra vez en tu vida al que te tome por guía. Y no es eso lo peor, sino que, ¿cómo vuelvo yo ahora adonde ha quedado mi amo y ese maldito Cantor, que siempre me interrumpe en lo mejor de mi conversación? Mira, malsín, prosiguió gritándole al guía, vuelve, voto a tal… Bien decía mi amo el padre de don Hernando, que a veces era precaución necesaria llevar atado al guía de modo que no se pudiese escapar. Si yo le pudiese coger; ¿pero qué? pies para qué os quiero; irá ese tunante por ahí con el miedo que lleva que no le alcanzará el viento. Hasta el castillo lo menos no para de correr. Pero a bien que mañana será otro día. No era el camino de Iscar el que había tomado el halconero, y el buen Nuño se engañaba en su pensamiento, no siendo el miedo solo sino su mala intención lo que le hizo desaparecer. Con todo, las voces de Nuño le asustaron de tal modo creyéndose perseguido, que sin ir directamente a la cueva de los bandidos se agazapó y escondió entre unos matorrales hasta que cesó enteramente de oírlas. Entonces, arrastrándose como pudo, se deslizó hacia el rio junto a la boca de la caverna por dar la alarma entre los ladrones, y avisar al Velludo que sorprendiese y robase al señor de Iscar. Pero cuando ya estaba próximo a cumplir su traición e iba a entrar en la cueva, fue cuando un espectro que él temía mucho, y conocía muy bien, salía de ella agitando una encendida tea, teniendo asida de la mano una hermosísima joven que le seguía toda trémula y demudada, y en quien el halconero reconoció a Leonor. No creyó menos al ver la repentina aparición, sino que aquella cueva era la entrada del otro mundo, y recogiendo en su mente cuantas oraciones y rezos pudo recordar en aquel apuro, empezó a santiguarse muy de prisa y a correr con más miedo de la aparición que de todo el riesgo con que le amenazaba la tempestad. Entre tanto la maga apagó la antorcha, acaso por precaución, y emprendió su marcha sin hablar palabra a Leonor, y sin soltarla del brazo, mientras esta la seguía como por instinto. En esto Nuño, que siempre hablando entre sí había seguido adelante por la orilla del rio, tropezando aquí cayendo allá, y cada vez levantándose con más brío con la esperanza de hallar al guía, vio a la luz de un relámpago un bulto negro que se deslizaba y desvanecía entre los árboles. — ¡Ah malsín! exclamó; ya te he visto, y por Santiago que te he de atrapar o mal me han de andar las manos. Y favorecido de otro y otro relámpago que se sucedieron, siguió el camino que a su entender había tomado el bulto que él imaginaba el guía, Pero no había andado muchos pasos, cuando crujiendo en mil astillas y estallando un pino en dos partes tronchado por el huracán, vino al suelo con grande estrépito tan cerca de él, que rozándole con las ramas le hizo dar en tierra cuan largo era. Mil remolinos de arena pasaron sobre el pobre Nuño, y cuando pudo levantarse y abrir los ojos a la luz de un relámpago, divisó una cosa negra en el viento a cierta distancia, que a su entender cuando volvió la oscuridad había desaparecido en el aire con el relámpago. Ya hemos dicho que Nuño no dejaba en ciertas cosas de ser algo supersticioso. Había visto aquel bulto, que él imaginaba el guía, justamente junto al árbol que le había a él derribado atropellándole en su caída, y siendo de presumir que el bulto negro hubiese caído precisamente debajo, cuando fue con intención de ver si estaba reventado o no, halló únicamente el tronco del árbol, y no oyó quejido alguno, ni tentó ningún cuerpo humano, como él aguardaba encontrar. La vista del mismo bulto poco después en el aire, a lo que él se había imaginado, trastornó completamente su juicio, y se dio a pensar que el halconero había muerto efectivamente en la caída del árbol, pero que apenas había expirado, los diablos se lo habían llevado por los aires en cuerpo y alma. Ya me figuraba yo, se decía a sí mismo, que tú no eras bueno según el mucho miedo que tenías de andar de noche a estas horas; pero nunca creí que apenas cayeses en tierra muerto te hiciesen volar por los aires, ¡Jesús! Jesús me valga. Siempre me acordaré de aquel peregrino de tierra santa que contaba el caso de aquel condenado. ¿Pero qué diablos habría hecho este pobre halconero sino beber algún día algún trago de más, o dar suelta al halcón de cuando en cuando sin que lo supiese el amo? Yo para mí tengo que con un poco de purgatorio tendría bastante. ¡Quién sabe!!… Entretenido en estos pensamientos caminaba, sin saber dónde, cuando el ruido de dos caballos que se acercaban le despertó de ellos, y parando el oído por si acaso le engañaba el viento, dijo: —Ya os conozco, ya os conozco, que son el Rubí y el Moro que traen al amo y a nuestro músico. No hay caballo en el castillo que si le siento andar no le conozca yo por su nombre. No había acabado de decir esto, cuando su amo y el Cantor llegaron junto a él, y pararon habiéndole conocido en la voz. — ¿Qué diablos haces ahí, Nuño? le dijo su amo: ¿dónde está el guía? ¿Y cómo nos habéis dejado allí tanto tiempo? —Muchas preguntas son esas, replicó Nuño, y para responder a todas con claridad… —Vamos, hombre, responde, interrumpió Hernando, sin meterte en dibujos… —Señor, respondió Nuño, no tengo que decir más sino que el pobre halconero, por muy lejos que esté el infierno, debe a estas horas estar ya en él, según el paso a que vi le llevaban los diablos. — ¿Estás loco, Nuño, exclamó Hernando, o te atreves a burlarte conmigo? —Señor, respondió Nuño con gravedad, hace cuarenta años que entré al servicio de vuestro abuelo, y desde entonces hasta ahora no hay hombre viviente que pueda decir que me ha oído mentir una vez en mi vida. Lo que digo es tan cierto como que lo he visto yo, y repito que le vi llevar en volandas por los aires como no quisiera que me llevasen a mí; y como no creo que haya volado nadie hasta ahora, sino es en posta para el infierno, o por permiso de Dios para ir al cielo, me inclino a creer que nuestro guía ha tomado el primer camino. —Vamos, maese Nuño, sin duda que estáis loco, respondió el Cantor, —Vos lo estaréis, señor músico, replicó Nuño encolerizado, que yo no lo he estado en mi vida, y sabed que si al hijo de mi amo le sufro que me diga lo que le parezca, no por eso aguanto que… —Reportaos, Nuño, interrumpió el señor de Iscar, y vamos a nuestro castillo, si es que podemos acertar con él. ¡Cómo ha de ser! continuó dando un suspiro; hemos perdido a Leonor, y ya veo que esta noche es imposible encontrarla. Dicho esto, dio el Cantor su caballo a Nuño, y llevando del diestro el que había servido para el guía, echaron a andar en silencio, aunque Nuño no dejó de murmurar todo el camino picado con el poeta que le había llamado loco, y a cada paso le interrumpía. Por último, al cabo de muchas vueltas y revueltas, y después de haber perdido más de una vez el camino, llegaron al castillo de Iscar, en cuyas almenas ardían las alumbradas, que se llamaban almenaras, y que había costumbre de encender de noche siempre que se quería comunicar algún aviso a otras fortalezas, o de dirigir tropa o caminantes extraviados. Poco antes de llegar, y para mayor desgracia, la tempestad se deshizo en lluvia con tanta furia que parecía que el cielo se desgajaba y deshacía en agua: así que, muertos de cansancio, calados y desesperados del mal éxito de su empresa, entraron en el castillo Hernando, el viejo Nuño y su contrapunto el Cantor, lleno el primero de impaciencia y de mal humor y deseando que amaneciese, agitado de mil temores por la situación en que su hermana se encontraría. Al echar pie a tierra Hernando, el page que le tenía el estribo se acercó a él y le dijo, que aquella tarde, poco antes de oscurecer, un caballero armado que venia del castillo de Cuellar había estado a avisar que el robo de Leonor se había cometido de orden de Sancho Saldaña. Era la peor noticia que después de tantos azares podía recibir el señor de Iscar, y la que más lastimó su orgullo y su corazón. Hasta entonces el cuidado por su hermana limitaba a chocar con una horda de bandidos y deshacerla; pero cuando supo que era el señor de Cuellar el robador de su honra, y recordó la escena que había pasado entre su padre y él, su cólera rompió en mil imprecaciones y amenazas jurando extinguir hasta el nombre de su enemigo. Subió a su cuarto acompañado de Nuño, bramando como un toro, confuso y desesperado, sin saber qué partido tomar en circunstancias tan apuradas, adoptando ya uno, ya otro, y desechando todos. Por una parte conocía el poder del señor de Cuellar y la nulidad del suyo si le declaraba abiertamente la guerra, por otra no tenía otro medio de romper con él. Por último, se resolvió a ir a buscarle a su castillo, tacharle de traidor y desafiarle. — ¡Infame! gritaba en su desesperación paseándose por la sala; tú no querías mancharte en la sangre del amigo de tu infancia, pero querías mancharle con la deshonra de su propia hermana. Yo te juro ¡oh! ¡Sí! que mi venganza será terrible. ¡Traidor, traidor a tu rey y al que llamabas en otro tiempo tu amigo! —Señor, exclamó Nuño, tranquilizaos: ¿qué nuevo motivo hay para que os dejéis arrebatar de esa furia? ¿Ha sucedido algo más a doña Leonor? — ¡Leonor! ¡Leonor! exclamó Hernando lleno de pesadumbre: ¿por qué no morirías en la cuna ante de deshonrar la sangre de nuestro padre? Pero no, tú no tienes la culpa, tú eres inocente y pura como el día en que naciste… ese monstruo… solo ese monstruo, ¡oh! ¡oh! —Y diciendo esto se arrojó boca abajo contra la cama, bramando de cólera y de dolor. —Señor, gritó Nuño, ¿qué tenéis? —Nada, repuso el señor de Iscar, levantándose como avergonzado de haber dado rienda suelta a su dolor delante de su criado, nada; vete, déjame. —Pero señor… replicó el veterano, sentido de que su amo no se franqueara con él. —Nada, Nuño, nada, repuso Hernando con calma. ¡Cómo ha de ser! hemos perdido a Leonor. Vete a descansar, vete; y empujándolo suavemente cerró la puerta, quedándose solo en su habitación, donde pasó la noche entre quejas y maldiciones, pensando en los medios de vengarse de su enemigo. FIN DEL TOMO PRIMERO TOMO II CAPITULO VI. No bien se había retirado Nuño del cuarto del señor de Iscar, cuando al bajar al patio donde estaban las caballerizas el primer objeto que vio, o creyó ver, fue al montero, que él creía a aquellas horas en el infierno. Pensó que era ilusión de sus ojos, y frotándoselos con ambas manos, volvió a mirar y volvió a verlo, y frotóse otra vez los ojos y los abrió otra vez, y otra vez vio la misma cara, y la apariencia misma del guía. Creyó entonces que era una aparición, y alzando la voz empezó a decir:—En nombre de Dios te digo que me digas quién eres, y a qué has vuelto al mundo, porque no creo que ningún muerto vuelva a él sin motivo. Y tú eres sin duda la aparición del guía en su misma forma, y como tu muerte fue tan inesperada, sin duda dejaste algunas cuentas que arreglar por acá. No pudo menos el halconero de echarse a reír oyendo que le apostrofaba ya como si fuese ánima del otro mundo; pero el temor que tenía a Nuño (y él sabía bien por qué), le hizo contener la risa y responder con mucho comedimiento: —Estáis equivocado, maese Nuño; yo no me he muerto nunca, ni soy ánima del otro mundo; soy el pobre montero a quien el miedo de la tormenta entorpeció tanto que no acertó a serviros de guía. —No, repuso Nuño; tú eres algún diablo en carne, y puede ser que estés vivo; pero que tú no has volado esta noche por los aires, eso no habrá nadie en el mundo que me lo quite de la cabeza. Una carcajada que oyó detrás de él interrumpió en este momento la conversación, y volviendo la cara halló que el que se reía era el Cantor, que había estado oyendo sus exorcismos. En ningún tiempo podía haberse presentado el Cantor a peor hora que aquella en que tan de repente se ofreció a los ojos de Nuño, y hubiera dado éste todos los días que le quedaban de vida porque no le hubiese oído ni visto estar hablando con el halconero. Con todo, reprimiendo la ira que le causaba para él su intempestiva risa, —Por cierto, dijo, señor poeta, que no creo en esta ocasión haber dado motivo a que se burle nadie de mí, y que si no fuera por el mucho… —Vaya, buen Nuño… interrumpió el Cantor. —No me interrumpáis, gritó el veterano. —Pero hombre… fue a decir el Cantor. —No me interrumpáis, vive Dios, gritó otra vez Nuño encendido en cólera. —Pues bien, seguid, repuso el Cantor. —Pues bien, sigo, prosiguió Nuño, y digo… que… cuando… ya perdí el hilo; por vida de las interrupciones que no parece sino que tratáis de divertiros conmigo, y voto a tal que… —No es eso, replicó el poeta, sino… —Otra vez; ¡juro a Dios! exclamó el veterano cada vez con más enojo, que si me volvéis a interrumpir, que os enseñe yo a hablar conmigo. No era el Cantor hombre a quien imponían los gritos y las amenazas; pero a pesar de las continuas quimeras que a cada momento tenían, eran él y el buen Nuño compañeros inseparables, y ya hacía más de veinte años que eran amigos. Uno y otro tenían su flaco, siendo el de Nuño figurarse que sus palabras eran de mucha importancia, y no sufrir que nadie le interrumpiese, y para hacer perder los estribos al poeta no había más que despreciar o censurar su música o las trovas que componía. Uno y otro habían sido los favoritos de don Jaime, que si en el uno premiaba la lealtad y el valor con su estimación, en el otro, como buen admirador de su rey, respetaba el talento, siguiendo la máxima de aquel verso de Alfonso el Sabio: Ca siempre a los sabios se debe el honor. Hernando, fiel en un todo a los principios de su padre, los miraba como dos joyas de su casa, y los tenía en tanta consideración como si fuesen parientes suyos. En este momento conocía el Cantor que la cólera de su amigo no provenía tanto de las interrupciones, como de la carcajada con que le había saludado al sorprenderle con el halconero, a quien él creía ánima del otro mundo, y así torciendo la conversación le dijo:— ¿Pero cómo diantres ha venido ese hombre aquí primero que nosotros? —Yo no sé siquiera, replicó Nuño, cómo está aquí después de haberle yo visto ir por el aire como si fuese una pluma. —Sobre las alas del huracán como si fuese el genio de la tormenta, enmendó el poeta. ¿Pero vos creéis, Nuño, de buena fe que sea este montero que vemos aquí el mismo de carne y hueso que nos iba sirviendo de guía? —Eso es lo que no afirmaré nunca, respondió el veterano. —Tocadme y veréis, maese Nuño, dijo el halconero acercándose a él. —Vade retro, gritó el veterano andando hacia atrás, que sin duda tú eres algún demonio que vienes aquí para tentarnos, y no sería malo llamar al capellán del castillo que te rociara de agua bendita. —Pues yo te juro, Nuño, replicó el poeta palpando al halconero, que o este demonio está hecho y formado de la misma materia que lo estamos tú y yo (lo que no puede ser), o es un hombre como nosotros que no se ha muerto ni condenado nunca. —No quisiera yo ser como él, respondió Nuño, y lo mejor será que, sea quien sea, se quite delante de mí, porque ya que le he visto volar esta noche, no quisiera verle hacer más milagros. No aguardó el montero a que se lo dijese dos veces, antes a la primera se alejó y fue a su camaranchón a reposar, si podía, del susto que le había dado la vista de la fantasma, y dándose la enhorabuena de haber salido libre de las manos de Nuño a tan poca costa, después de haberle dejado solo sin guía en medio de la tormenta. — ¿Pero es posible que un hombre como tú, exclamó el poeta, con sesenta años a la cola, crea que ese hombre se ha muerto, se ha condenado, y haya vuelto a salir del tártaro sólo para engañarte y alucinarte? —Dejemos eso, repuso Nuño con algún enfado; yo juro que le he visto volar, y afirmo que si no es diablo le falta poco; y sobre eso que dices de haber vuelto solo para alucinarme, te digo que con todas tus trovas y más años que yo no sabes lo que te pasa, y ahí está Garci-perez que el año de 1250 en el mes de Enero en las montañas de León vimos un condenado… —Quita allá, interrumpió el Cantor, que no sabes lo que te dices, y hablas como hablaría un caballo si tuviera don de hablar. —Y tú no tienes más que mucho imaginarte, repuso Nuño, que sabes todo porque haces ahí cuatro coplas y rascas un poco el laúd… —Calla, profano, y no hables de lo que no es dado comprender a tu pobre imaginación, respondió el trovador con enojo: ¿con que ese halconero está condenado? añadió con cierta ironía. —Así lo estuvieras tú y tus trovas y tu laúd, que maldita la falta que hacéis, repuso Nuño. —No las volverás a oír, y la culpa es mía en querer regalar orejas de Beocia con mis canciones. — ¿Orejas de… de qué? preguntó Nuño encolerizado: ¿de qué has dicho? —De nada; a Dios, replicó el poeta. —Sí, anda con Dios, y si me vuelvo a llegar a hablarte, quiero quedarme mudo para mientras viva. Y viendo que se alejaba su compañero, continuó entre sí a tiempo que se retiraba a su cuarto:—Ese maldito Cantor todo se le vuelve querer precipitarme, y un día nos la vamos a hallar los dos. Si no fuera que al fin y al cabo es un pobre hombre, y luego canta tan bien, y ha enseñado a cantar a doña Leonor, pobrecita, ¿qué será de ella a estas horas sin ningún amigo, sola entre una caterva de pillos?… No quisiera más que verme allí con ella, que yo solo bastaba para libertarla contra todos juntos. ¿Quién ha de descansar así? añadió echándose sobre la cama. ¡Cómo ha de ser! como dice don Hernando, mañana será otro día, que decía siempre don Jaime cuando no llevábamos lo mejor de alguna batalla, y teníamos que retirarnos. ¡Cómo ha de ser! volvió a decir: murmuró luego entre dientes algunas palabras, y se quedó por último profundamente dormido. CAPITULO VII. Mostraba apenas el sol sus rayos derramando vida en la naturaleza, y desvaneciendo las últimas nubes de la tempestad, cuando un caballero armado de punta en blanco, montado en un soberbio caballo negro, salía del castillo de Cuellar, camino de Olmedo, seguido de alguna gente de armas. Llevaba la visera alzada, y la cabeza inclinada sobre el pecho, pensativo y triste, y en sus apagados ojos, rostro enjuto y sombrío ceño, daba a entender que aunque en toda la fuerza de la juventud, el furor de las pasiones había amortiguado el brillo de su fisonomía. Caminaba al trote, y parecía tan ajeno de lo que le rodeaba, como si fuese un ser privado de todo sentido, o llevase embebecida la mente en la contemplación de otros mundos. La escena que le ofrecía la naturaleza era en aquel momento bellísima. Al frente y a lo lejos se descubrían las almenas de Torregutierrez, doradas del sol naciente; a un lado y otro brillaba el rocío en las rubias espigas que ondeaban mansamente al soplo del céfiro de la mañana, mientras en los oteros que ciñen aquel camino se veían colorar abundantes racimos entre los verdes pámpanos de la viña aun destilando el agua de la pasada lluvia, en cuyas argentadas gotas, que temblaban al viento, quebrando el sol sus rayos reflejaban mil iris de luz de vario y trasparente color. Más allá se divisaba a lo lejos el verde oscuro de los elevados pinos, aun confusos entre la niebla, que levantándose poco a poco entre visos y reverberos, parecía envolver misteriosamente el bosque como para ocultar en él a los humanos ojos la mansión de las Sílfides y los aéreos alcázares de las Hadas. Pero nada de esto llamaba la atención de nuestro caballero, que solo y delante, como hemos dicho, de su comitiva, no levantaba siquiera los ojos, ni se distraía un momento de sus áridas imaginaciones. Seguía le su gente guardando el mismo silencio, y en su ademán triste y sombrío aspecto podría haberlos comparado el poeta de Iscar a una banda de agoreros búhos, confusos y deslumbrados, huyendo de la luz del día. No obstante, a pesar de su apariencia lóbrega y disgustada, el señor de Cuellar sentía entonces latir con más fuerza que de costumbre su corazón a impulso de la esperanza que disipaba algún tanto el hastío que le dominaba. Sus tormentos habían calmado un momento, su conciencia reposaba de su continua inquietud, y la imagen de Leonor, suya ya, a lo que él presumía, vagaba ante sus ojos, despertando de su largo sueño sus sentidos aletargados. Era para él el primer día que podía decir que le lucia sereno después de seis años de padecimientos, y si no se veía más alegría en su rostro que la que ordinariamente manifestaba, no era que no sintiese ensancharse su corazón, sino el hábito del fastidio que había contraído los músculos de su semblante. Imaginábase presentarse a Leonor bajo el agradable aspecto de su protector en el triste estado en que ella debía encontrarse; complacíase en figurarse que en su humildad y arrepentimiento reconocería ella aquel Saldaña a quien si no había amado con todo el delirio del primer amor, había mirado al menos con afición; deleitábase además con la dulce idea de verse correspondido, y volviendo entonces a su pensamiento la memoria de los primeros días de su juventud, recordaba con placer aquella edad en que su alma veía todo con los ojos del entusiasmo brillante, hermoso, y representábase un porvenir de encanto y felicidad. Pero su alma en medio de estos castillos que fabricaba su fantasía estaba llena de zozobra, y un negro presentimiento venia aun a turbar los sueños de su imaginación. Había estado tantas veces tan cerca de poseer y aun poseyendo lo que en otros semejantes delirios había mirado como el colmo de su dicha, y había hallado tanto hastío, tanto disgusto después del goce, que aun en estos instantes sombreaban su esperanza las tinieblas de la desesperación. Todos estos pensamientos, y otros mil que sería imposible pintar, agitaban en aquel momento su corazón, ya cercándole de imágenes agradables, ya llenándolo de inquietud y desasosiego, porque Saldaña, aunque endurecido en el delito, era menos malvado que criminal. Ya habían andado buena parte de su camino cuando vadearon el Cega, y entraron en los pinares que están entre este rio y el Piron. Llegado que hubo al sitio que le pareció más oculto mandó hacer alto, y llamando a un joven, page suyo, y en quien tenía su mayor confianza, le comunicó su designio, mandándole que le siguiese, así como al trompeta que le acompañaba. Dio órdenes a su tropa de colocar vigías e ir acercándose poco a poco al Adaja, manteniéndose prontos al primer toque que oyesen para acudir al punto donde él se hallara y la trompeta les indicare. Hecho esto, metió espuelas a su trotón, y seguido de sus dos satélites tomó a escape el camino donde él presumía que había de hallar a Leonor. Entre tanto los bandidos, que le aguardaban a la otra orilla, no para entregarle la dama como él creía, sino para avisarle del extraordinario acontecimiento que les había privado de poder cumplir su promesa, ofrecían un cuadro particular. a un lado se paseaba el Velludo, cruzados los brazos a guisa de pensativo, y meneando la cabeza de tiempo en tiempo entre colérico y avergonzado; sus ojos lanzaban chispas, y echándose tal vez mano a las barbas se las mesaba y arrancaba, distraído de lo que hacía. — ¿Qué pensará de mí Saldaña, se decía a sí mismo, cuando hoy sepa que una fantasma, un ente aéreo, una mujer, en fin, porque qué es la maga sino una mujer, ha bastado para arrancarme mi presa, solo con presentarse, estando armado y en medio de toda mi tropa? ¿Qué pensará de mí sino que no soy otra cosa que un baladrón, y que todo mi valor se enfría, y que toda mi resolución se pierde con solo que me hagan el bu como si fuere un niño de pechos? ¿Y qué hubiera hecho menos que yo una mujer? Por la Virgen de Covadonga que con esta aventura voy a perder la fama que tantos años me ha costado ganar. Mientras el Velludo se paseaba acometido de estos pensamientos, Usdrobal, mucho más triste, aunque menos encolerizado, se había sentado al pie de un pino pensando en la hermosura de la dama, reconviniéndose también su poco valor por haberla dejado ir, y ansioso de hallarla otra vez para ofrecerle sus servicios, protegerla y defenderla en cuanto pudiera, hasta borrar así la mala idea que ella hubiese concebido de su robador. La imagen de Leonor, sus palabras, sus movimientos, todo estaba presente a sus ojos; creía sentir aun el tacto de sus vestidos, oír aquella voz de ángel que había encantado su alma, ver su noble resignación en la desgracia y aquella mirada capaz de ablandar una piedra; y la incertidumbre en que estaba de su destino le tenían tan pesaroso y sobresaltado como si la hubiese conocido desde la infancia, ella le hubiese tomado por su protector, y él estuviese obligado a favorecerla. A otra parte el hipócrita Zacarías se paseaba con su rosario en la mano, entregado como de costumbre a sus meditaciones, sin acordarse de la dama más que para sentir no haberse apoderado de las alhajas que tenía encima, y haber perdido aquella ocasión, ya que al cabo y al fin nada hacía a su conciencia haberse hecho dueño legítimamente de lo que sin duda ya a aquellas horas habría hecho desaparecer la maga con sus encantos. Más allá sentados sobre la arena estaba el resto de los bandidos jugando al dado con tan poca aprensión y memoria de lo acaecido la noche antes como si no hubiera sucedido nada, siendo toda gente soez y desalmada, que no pensaban jamás sino en lo que tenían delante, abandonando el porvenir a la suerte y olvidándose siempre de lo pasado. Reían, bebían, juraban y armaban a cada momento pendencia con tales voces e insultos, que cualquiera hubiera creído al oír sus amenazas e imprecaciones que iban a venir a las manos unos con otros según lo sofocados y alborotados que se ponían. Algunos estaban de pie mirando jugar, celebrando las suertes o criticándolas, alegrándose y rabiando lo mismo que si tuviesen parte en las ganancias o pérdidas. Otro les escanciaba el vino, más cuidadoso de la bota que un enamorado paladín de la dama de sus pensamientos, y todos hablaban y todos se divertían. Pero entre todas las voces sobresalía como un trueno la voz de un catalán que se alborotaba y juraba más que todos los bandidos juntos. —Voto a Deu, gritaba a tiempo que acababa de ganar una suerte, y el mismo grito resonaba con acento duro y áspero eco en los oídos de todos cuando perdía. No se podía juzgar por sus hechos y sus palabras cuándo le iba bien o mal en el juego, levantándose y dándose de puñadas en la cara y jurando cuando perdía, y apuñeteándose, jurando y levantándose cuando ganaba, desesperado de no haber puesto más dinero entonces que la suerte le favorecía. Entre tanto Zacarías de cuando en cuando se acercaba al corro, jugaba, ganaba y se retiraba. —Hijos míos, decía, más vale pasar el rato entretenidos en buenas obras, que no echar el día a perros como otros hacen. Itaque homo, como dice no me acuerdo en qué salmo, encargando de no estar ocioso. Fremuerunt gentium, está de Dios que habéis de perder: si no hacéis más que maldecir, ¿cómo queréis que os proteja la Providencia? Y con este y otros discursos se acercaba y se llevaba el dinero de los demás con mucha sutileza y aspecto muy melancólico. —Voto a Deu, exclamó el catalán, que esta ira de homo se mama el dinero rezando, y cata que se lo lleve. —Pues yo voto a Mahoma, gritó el morisco, que como vuelva a entrar la mano, jugando yo… que ya me lleva ganado casi todo lo que tengo, y… —Paciencia, hijo mío, replico muy dulcemente Zacarías; no te enojes ni aires por haber perdido este vil metal, que tú eres de los que dijo el Profeta, dabo alienibus, daré todo cuanto tenga al que sea cristiano. —No entiendo yo latines, maestro Zacarías, repuso el morisco encolerizado; pero sé manejar la daga como el mejor de los que aquí están, y ya os lo he dicho más de una vez. Hízose Zacarías el desentendido, y se retiró a un lado a pasar cuentas a su rosario, haciendo como que rezaba, y fijos los ojos al mismo tiempo en el juego sin perder suerte alguna de las que pasaban. —Vamos, no haya disputa, dijo a este tiempo el ladrón viejo que había contado la noche antes el cuento del caballero; ¡juego! y echando la taba, que era de diversos colores y estaba pintada de cada lado, la tiró al aire, teniendo todos los ojos clavados en ella cuando cayó para ver el color que había quedado hacia arriba, y que era señal de la ganancia o pérdida de cada uno. Aquí fue donde perdió enteramente los estribos el catalán, que había pasado tres suertes con esta sin ganar en ninguna de ellas. Echóse mano a las barbas y se las arrancó de cuajo, levantándose de repente como si le hubiera picado la víbora, gritando y renegando, y tirando el dado, que no parecía sino que se había vuelto loco, y tenía en su cuerpo un enjambre de diablos. —Voto a Deu, mala ira me trinque el coll, gritaba, que non ha pas suerte que la mía. En esto volvió a llegarse Zacarías al corro, a tiempo que el morisco tomaba la taba para tirarla, y cuando estaba en el aire echó en el suelo algunas monedas, diciendo:—Al blanco, que es el color del alma de los justos. A pesar de que no había jugado a tiempo todos callaron, y el morisco no avisó ni dijo palabra, pensando que saldría otro color y le ganaría; pero la suerte protegió esta vez a Zacarías como las demás, y él pasó detrás de su antagonista para recoger su ganancia. El morisco, que sintió que apoyaba su mano izquierda sobre su espalda a tiempo de inclinarse adelante para ejecutar su intento, como estaba ya irritado viendo que siempre perdía, y no quedándole además dinero con que jugar, y siendo la cólera a que provoca el juego al perdidoso la más violenta y arrebatada de todas, echó hacia atrás ambos codos empujando a Zacarías con tal fuerza, que lo arrojó de sí gran trecho, dando traspiés y dejando caer el dinero que había cogido. Riéronse todos de ver al viejo hipócrita andar de espaldas con tal viveza y poca seguridad, y el morisco dijo con aire de desahogo, volviendo la cabeza a mirarle:—Vaya, señor Zacarías, idos a rezar, y no vengáis a ganar aquí con trampas el dinero a quien, aunque no reza tanto, es tan bueno como vos y como pudo ser vuestro padre. —Tin firme, gritó el catalán riendo, que el vino os fa mal, y andáis con él a patadas. No respondió Zacarías a ninguno de estos insultos, ni mostró en su fisonomía señal ninguna de descontento, antes acercándose otra vez recogió su dinero con mucha calma, diciendo en el tono melancólico que acostumbraba: —Hijos míos, el cielo protege a los buenos, y este moabita hace mal en enojarse con el justo, porque su alegría será pasajera y aunque a decir verdad, todo esto es una chanza, y me alegro que no haya perdido el buen humor, ya que ha perdido el dinero. —No lo doy yo por perdido, señor justo, repuso el morisco, mientras esté en vuestro bolsillo, y vos sigáis en mi compañía, que todavía me quedan manos para ganarlo. —Tienes razón, hijo mío, contestó Zacarías, y para que veas que quiero darte el desquite, dame esa taba, que voy a darte la suerte. Diciendo esto la tomó, y llegándose cerca del morisco, se sentó a su lado diciendo:— ¡Atención! vamos: que Dios nos dé a todos buena ventura. Y echó el dado al aire con tal presteza, que no parecía sino que había sido aquella la ocupación de toda su vida. Ganó él, y el morisco perdió de nuevo algunas monedas que le habían prestado. Echóla otras dos veces al aire y volvió a ganar, pero la última creyó el morisco que le había visto volver la taba al tiempo de echarla, y gritó que estaba haciendo trampas, lo que no era creíble en la santidad, buena fe y natural desprendimiento de Zacarías; pero, a pesar de estas conocidas virtudes, otros afirmaron lo mismo, y el morisco, alzando el grito, juró o que le volvería el dinero, o que se lo había de quitar por fuerza; a lo que Zacarías respondió, que no debían creer la voz del impío, y que había jugado lealmente; pero el morisco, que ya no aguardaba a razones, montando en cólera se arrojó a coger el dinero que tenía Zacarías en la mano izquierda, jurando y perjurando que se lo había de arrancar, o poco había de poder. —Déjame y no precipites al justo, le gritaba Zacarías, mientras los demás azuzaban al morisco para que se lo arrebatase. — ¿Qué quieres de mí, hijo mío? —Quiero que me des, perro, lo que me has robado, repuso el morisco sin soltarle la mano, y forcejando por abrírsela y cobrarse lo que había perdido, y algo más si podía; pero se las había con quien hubiera soltado el alma mil veces antes que un solo cornado. Con todo, sin perder nada de su dulzura, y como si no comprendiese la causa de la embestida de su compañero, repitió: —No te dejes llevar de la ira de Satanás. ¿Qué quieres de mí, hijo mío? —Mi dinero, o tu corazón, replicó el morisco furioso de la cachaza de Zacarías. —Vaya, repuso éste sin mudar de tono, ¿te has empeñado? pues toma. Un grito del morisco, que cayó en tierra nadando en sangre, fue el primer aviso que tuvieron los bandidos que estaban viendo la escaramuza de la especie de regalo que le había hecho el justo, viendo después en la derecha de éste relucir el cuchillo de que había echado mano sin que ninguno le apercibiese. El morisco quedó tendido sin decir palabra, y los que se acercaron a reconocerle vieron que estaba muerto. Este acontecimiento despertó a Usdrobal de su letargo y al Velludo le distrajo de sus imaginaciones; pero como para este último era todo aquello cosa de poco momento, y estaba muy acostumbrado a ver diariamente escenas de esta naturaleza, se contentó con restablecer el orden y hacer que por entonces el juego se suspendiese. —Este pobre mentecato, dijo mirando con frialdad el cadáver, no sabía que el cuchillo de Zacarías es como las uñas del gato, que arañan antes de que se vean. Llevadle de ahí, y echadle ahí más abajo en el rio. —Para qué nos hemos de cansar tanto; que se quede en un lado, que se lo minchen los grajos, respondió el catalán. —Bien puede mi maestro, dijo Usdrobal, enseñar a dar puñaladas cara a cara sin que le vean, que no parece sino que las da por la espalda. Vaya, y qué bien que sabe aplacar la cólera de cualquiera. ¿Pero dónde está? ¿Se ha ido? En esto al volver la cabeza le vio que se paseaba allí a un lado con el mismo aire compungido y devoto que de costumbre, con su rosario en la mano, y rezando con mucha tranquilidad como si acabase de oír misa. —Me alegro, dijo Usdrobal, que no pudo menos de horrorizarse al verle rezar, o aparentar que rezaba con las manos ensangrentadas, me alegro que os quedéis tan fresco después de haber enviado al infierno el alma de ese pobre morisco. —Me quedo así, querido Usdrobal, repuso el maestro, porque mi conciencia está limpia, y has de saber que la muerte de un sarraceno, de un moabita, no es pecado, y si no ya ves que el santo rey don Fernando mató muchos… —Con la espada en la mano, respondió con indignación Usdrobal, cara a cara y por la verdadera causa de Dios, y no villana y traidoramente como vos hicisteis. —Pauci vero electi, respondió Zacarías; pocos son los escogidos, pero si alguno lo estaba para la horca era ese enemigo de Dios, y así no me remuerde la conciencia, antes bien me alabo de haber ahorrado a otras buenas gentes la incomodidad de colgarle y el gasto de la cuerda. —También me parece a mí, replicó Usdrobal, que sois vos de los escogidos para morir sin poner los pies en el suelo, porque a fe mía que os huele el pescuezo a cáñamo de una legua, a no ser que alguno haga con vos lo mismo que vos habéis hecho con el moabita en pago de vuestras buenas obras. El tono de estas últimas palabras fue tan siniestro, que Zacarías no pudo menos de echarle una mirada de arriba abajo temeroso de algún asalto, y seguramente no habría tenido buen fin esta conversación a juzgar del ceño de Usdrobal, y el desprecio con que miraba la hipocresía de aquel miserable, si el Velludo, que vio venir de lejos al señor de Cuellar, no le hubiese interrumpido en este momento para que viniese a recibirle con él. —Vamos, le dijo según iban andando, a confesar nuestra vergüenza, a decir a ese señor que vino el coco y asustó doce hombres. Por la Virgen de Covadonga que en la vida me ha sucedido otra igual. —Fue la sorpresa, capitán, repuso Usdrobal, que nos dejó sin saber qué hacer. — ¿Y cuándo ha habido nada en el mundo que haya sorprendido al Velludo? ¿Y había de ser una bruja ¡vive Dios! la que me había de quitar mi fama? En esto llegó a ellos Sancho Saldaña, que habiéndolos visto que se acercaban no pudo menos de sobresaltarse, pensando si habría sucedido algo a Leonor, o habría hallado medio de evadirse de los ladrones. Su rostro mostraba el desasosiego, y sus ojos giraban acá y allá como desatentados; traía el caballo fatigado del largo escape que había corrido, y venia cubierto de lodo hasta la cincha. — ¿Dónde está? ¿Está ahí? preguntó con voz ahogada, y fijando los ojos en el Velludo. —Ahí estuvo, respondió éste, pero ya se la han llevado. — ¿Quién? repuso al momento el señor de Cuellar. ¿Quién, vive Dios? ¿Y vosotros os la habéis dejado quitar, cobardes? —No creo, replicó el Velludo mordiéndose los labios de rabia, que haya yo merecido nunca ese título, pero ahora tenéis razón, no soy más que un gallina. —Responde, canalla, replicó el de Cuellar. ¿Dónde está Leonor? ¿Quién se la ha llevado? Por todos los santos juro que estoy tentado de hacer un estrago en todos vosotros, añadió frunciendo las cejas y contrayendo todos los músculos de su rostro con tan sombrío ceño, que Usdrobal creyó que estaba delante del príncipe de las tinieblas. El Velludo entre tanto no respondió ni hizo movimientos algunos, clavados los ojos en tierra, una mano en la boca, y batiendo el suelo muy de prisa con la punta del pie derecho. Miróle Saldaña un instante, y echándole encima el caballo, le cogió del brazo izquierdo zamarreándole. —Di, pillo, di, ¿dónde está? ¿Quién te asustó? Alzó la vista el Velludo, y mirándole con ojos que parecían centellas.— Conde, le dijo, no me cojáis así… Por la Virgen… Soltadme, conde, soltadme, añadió arrancándose con fuerza de su mano. Yo sé lo que he hecho, sé que voy a perder mi reputación… —Tú me has vendido, malsín, exclamó el conde. —Usdrobal, respondió el capitán, dile lo que pasó, yo no puedo; dile el ejército que tuvo que venir a llevársela. —Un demonio, señor, repuso Usdrobal, una bruja, un fantasma, que entró a deshora en la cueva, nos confundió a todos, y delante de todos se la llevó en medio de la tempestad. — ¡Dios! ¡Dios! exclamó el conde mirando al cielo, y retorciéndose las manos de ira. ¿Es posible que todo el infierno junto me persiga? Tú mientes, canalla, añadió dirigiéndose a Usdrobal. ¿Y quién es ese fantasma? —Yo no miento, conde, repuso Usdrobal; lo que os he dicho es verdad, y en cuanto a saber quién es la bruja no será muy difícil, porque creo que ha de vivir ahí en las cercanías. — ¿Dónde? llévame al punto, que juro a fe de caballero entrar y sacarla aunque sea de las garras de Satanás. Tantas fatigas por alcanzarla, y siempre huyendo de mí, y ahora cuando ya era mía… ¡Por Santiago! ¿He de ser yo siempre infeliz? ¡Infeliz! Acompañó el conde estas últimas palabras con un rugido como el de un león que siente en su pecho el venablo del cazador y se ve arrancar su presa en el momento de devorarla. —Señor, respondió el Velludo, no sé fijamente el camino que va a la habitación de esa maga (que Dios maldiga), pero aquí habrá quien lo sepa. ¡Ojalá nunca hubiera sabido ella el de la mía! — ¿Pensáis ir, señor conde?, preguntó Usdrobal. —Sí, replicó Saldaña, que habiendo perdido ya la energía del primer movimiento, había quedado pensativo oyendo la respuesta del capitán. ¿Y quién ha de venir conmigo?, continuó. —Yo, repuso Usdrobal con resolución, en habiendo quien me indique el camino. — ¿Tú te atreves? preguntó el Velludo. — ¿Y por qué no? respondió Usdrobal; es preciso lavar el borrón que nos cayó anoche. —Sí, sí, es preciso, dijo entre sí el capitán, iremos; voy a ver si hay alguno que se atreva a enseñar siquiera el camino; y diciendo esto, echó a andar hacia su compañía. A pesar de ser todos hombres tenidos por animosos, no hubo ninguno que se resolviera a acompañar en esta empresa a su capitán. —El señor de Cuellar, dijo uno, puede ir solo, que ya debe conocer el camino de los infiernos, si es verdad lo que dicen que anda en negocios propios con Lucifer. —No le acompañaré yo ni me acercaré por allí ni en cien leguas, respondió el viejo de la cara cortada. En fin, por más que les rogó, mandó, amenazó y ofreció el Velludo, no pudo lograr otra cosa sino la promesa de uno de ellos, que ofreció proporcionar un paisano de Olmedo, hombre muy temido de las brujas por ser de oficio saludador, que los llevaría adonde quisiera, si la paga era correspondiente al peligro a que se ponía. En este tiempo Sancho Saldaña había vuelto a su estado de insensibilidad, y Usdrobal estaba contemplándole detenidamente. Admirábale el ver su frente cargada de arrugas, sus ojos grandes y hermosos, pero mustios, sus cejas ya naturalmente juntas a fuerza de contraerlas, sus mejillas secas y hundidas, al mismo tiempo que en su apostura y gallardía a caballo se descubría en él el porte, el continente y la arrogancia propios de un caballero tan poderoso. — ¿No ha vuelto aun tu amo?, preguntó a Usdrobal como volviendo lentamente de un sueño. —Ahí viene mi capitán, respondió Usdrobal recargando en esta palabra. — ¿Hay guía?, preguntó Saldaña. —Habrá uno, con vuestro permiso, que vendrá esta noche, respondió el Velludo. — ¿Y ahora no? Ya me lo imaginaba yo, dijo el conde con alguna muestra de despecho: tú me avisarás. El Velludo iba a excusarse de no poder ofrecer un guía en aquel momento, pero Sancho Saldaña sin oír más volvió su caballo maquinalmente, y se alejó a escape por donde había venido, seguido a cierta distancia de su page y de su trompeta. —Parece hombre extraordinario, dijo Usdrobal siguiéndole con los ojos, y no tiene trazas de tener nunca muy buen humor. —El de un condenado, contestó el capitán, aunque yo creo que es el mismo diablo en persona. Dicho esto, volvieron a donde estaba la banda, muy contento Usdrobal en parte de que la maga, robando a Leonor, hubiese así estorbado que se cumplieran los deseos del señor de Cuellar. CAPITULO VIII. Sancho Saldaña volvió a su gente melancólico y silencioso, y mandándoles que le siguiesen llegó a su castillo harto desesperado y de mal talante. Arrojóse a tierra de su caballo, que entregó a un escudero, y llamando a su page favorito subió a una sala del primer piso, donde sin hablar palabra le hizo señas que le desarmara. Quitóle la cota de armas y el casco, y tirando Saldaña la espada sobre una mesa salió del cuarto, pasó a otro, y corrió varias salas distraído y cabizbajo, echando a un lado y otro miradas torvas, puesta la barba sobre el pecho, los brazos caídos, y por último se arrojó sobre un sillón de respaldo que estaba junto a una gran mesa de mármol. Puesta la mano izquierda en la mejilla, y apretando el puño derecho casi sin advertirlo, ya parecía colérico, ya reposado, ya a veces amargamente se sonreía. Hablaba solo, entre dientes, y a voces, palabras interrumpidas.— ¡Leonor! Sí… decía: el infierno… ¿Y qué importa?… ¿No somos ya todos unos?… ¡el infierno!… ¿Qué la robe el infierno o yo?… ¿No soy yo un infierno?… aquí (señalándose al corazón) ¡demonios! gritaba… yo… sí… tentaré las almas por vosotros. Soy peor que vosotros. ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Y soltaba una carcajada histérica y espantosa, capaz de poner grima a los mismos que él invocaba.— ¡Ah! continuaba precipitadamente, si en el infierno pudiese yo vivir con ella… ¿Vivir con ella? —Allí, allí, añadía clavando los ojos en tierra, sería mi cielo, sí, mi cielo. Ella… es un ángel. ¿Qué haré? ¿Dónde huiré de mí?… ¿dónde descansaré? No, mientras viva, jamás… ¿Y después? ¿Después? ¡Qué horror! Un abismo inmenso de penas; en fin, la mayor de todas, la vida misma que detesto eterna, eterna en la agonía de los condenados. Yo no moriré nunca… Tal vez… para volver a vivir. Yo soy réprobo de Dios, sentenciado a vivir toda una eternidad, a respirar fuego, a ser execración de los hombres, mofa de los demonios… Ya rechinan sus dientes de alegría: helos, helos allí… ¡Oh! no, no, ¡piedad! ¡maldición! ¿Qué oigo? Sí, la maldición de mi padre. A esta última parte de su discurso se levantó con los ojos desencajados, fuera de sí, frenético, preguntándose y respondiéndose a sí mismo, como si oyera otras voces, rechinando los dientes, sus cabellos erizados, y corriendo acá y allá como si alguien le persiguiera, con muestras de espanto, y gestos a veces suplicantes y a veces desesperados. Duró un momento el delirio, y como si se hubiesen poco a poco desvanecido a sus ojos las sombras que le creaba su imaginación, y le asombraban a su entender, arrancó un suspiro de su fatigado pecho, y arrojándose en la silla segunda vez quedó algún tiempo con apagado aspecto y sombrío ademan en la misma actitud de antes enajenado. Largo rato permaneció así sin dar otra señal de vida en sus movimientos que su agitada respiración, manteniéndose inmóvil como una estatua, sin mover pie ni mano ni mudar la vista. Por último, dando un suspiro exclamó:— ¿Qué haré? ¡Tengo que vivir por fuerza!!! Veamos si hay algo que me distraiga. ¡Qué no habrá! El mal está en mí mismo, no en lo que me rodea. He oído decir que la lectura divierte: seis años ha que no leo. ¿Y qué he hecho en todo este tiempo? Nada. En fin, probemos. Leeré. Y alargando la mano a algunos libros bastante voluminosos que estaban sobre la mesa, forrados en baqueta encarnada con molduras de oro en los extremos, y cercados con broches de lo mismo, miró los títulos que sobre pergamino blanco estaban, abriéndolos uno tras otro, y deteniéndose un rato para leerlos. Era el primero que tomó un tratado de astrología de don Alfonso el Sabio, soberbiamente manuscrito con letras de tinta encarnada sobre pergamino vitela; miró su título, y arrojándolo con desabrimiento tomó otro escrito, encuadernado con la misma riqueza, y dijo: — Veamos qué es este, y si engaña menos y sirve para más que la astrología. «Cantigas et trobas sagradas en alabanza de Dios, et vidas et fechos de caballeros, compuestos por el famoso Nicolás de los Romances, trovador del muy noble, muy grande rey don Fernando III, conqueridor de Córdoba et de Sevilla, ect, ect.» Libro es este que me entretuvo mucho en mi juventud. ¡Ah! entonces yo trovaba también, yo canté mis amores a Leonor, y ella me oía. Pero no soy ya el mismo: entonces yo era un hombre, yo amaba, yo vivía; ahora lo aborrezco todo, a mí mismo, a Leonor… Sí, la aborrezco, pues trato de sacrificarla haciéndola participe de mi fastidio. No, este libro no lo leeré, su lectura me atormentaría; aquí se celebra la gloria y el amor, aquí se alaba a Dios, y yo no soy digno de darle alabanzas, ni me atrevo a rezarle ni a suplicarle, y la gloria y el amor son ya plantas estériles en mi alma. Veamos otro, continuó, echando el Romancero a un lado, y tomando otro más voluminoso, forrado en blanco, encuadernado con riqueza, y escrito asimismo en caracteres latinos, y con tinta encarnada como los otros. — ¡Ah! La Sagrada Escritura, dijo después de haber leído el título: este es el libro de Dios: ¿será un aviso del cielo, que compadecido de mis miserias querrá mi arrepentimiento? Ya es tarde; no hay arrepentimiento tan grande que baste a lavar mis culpas. Ya es tarde, y yo he sido sentenciado hace tiempo. Pero en fin, leamos, añadió como resolviéndose a poner término a los encontrados sentimientos que le agitaban, y tomando el libro y abriéndolo sobre la mesa se sentó en una silla, y después de haber hojeado un momento, parándose de tiempo en tiempo como para repasar el principio de las materias, y al parecer buscando algo determinado, halló el libro de Job, y empezó a leer muy despacio, aunque sin torpeza, y con bastante claridad para aquel tiempo, el versículo de Isaías que dice de esta manera: «Debajo de ti se tenderá la polilla y te cubrirán los gusanos.» ¿Y es este el premio de mi arrepentimiento? exclamó cerrando el libro con ira, y dándole con fuerza para arrojarlo a un lado sobre la mesa. Otra maldición. ¡Oh! Es demasiado, es demasiado: mi alma está llena de remordimientos, mi corazón de hastío, y en mi oído solo resuena el eco de las maldiciones que me persiguen. Es demasiado. ¡Oh! Salgamos fuera de aquí, continuó levantándose con precipitación. El aire de esta sala está infecto, me ahoga; yo necesito más aire, y aquí no puedo respirar siquiera. A más, ¿qué tiene de extraño que me fastidie?, prosiguió como deteniéndose, y queriendo él mismo inspirarse la esperanza que no tenía. Estoy solo, y la soledad fatiga, y no ofrece ningún pasatiempo ni diversión. ¿No soy el señor de este pueblo? Pues que vengan mis vasallos a divertirme. ¡Hola! ¡Jimeno! ¡Duarte! ¡García! Jimeno, su favorito, fue el primero que respondió a sus voces y entró en la sala a ver lo que deseaba. Llegó a su amo con un aire de alegría y familiaridad que a la verdad no parecía propio del privado de un hombre tan tétrico como Saldaña; pero esto mismo era precisamente lo que le había valido su confianza. Era este favorito de mediana estatura, y su rostro sin barba, su color blanco, sus facciones delicadas, ojos azules vivos, y sus cabellos rubios y rizados hacían de él lo que se llama una miniatura. Su boca, cuyos labios coloraba el más vivo carmín, tenía un corte malicioso, que, aunque podía decirse que le agraciaba, habría hecho no obstante a un buen observador desconfiarse de su honradez, y tanto armado como en farseto, su traza era fina y afeminada, sus movimientos sueltos y acompañados de un descaro y una desfachatez extraordinarios. Traía el manto galanamente colgado del hombro izquierdo, calzón de seda roja, medias de seda y zapato blanco con un madroño de hilo de oro en cada uno, y un puñal guarnecido de piedras preciosas en la cintura. En fin, era el dechado de la moda, el mimo de las damas y la envidia de los galanes. Había logrado la privanza del conde por su discreción, que rayaba a veces en desvergüenza, y habiéndole conocido el humor, cuando le veía de mal temple lo dejaba entregado a sus reflexiones, y siempre sabia coger la ocasión para presentársele. Había oído sus últimas palabras, y haciendo como que le adivinaba el deseo,— Paréceme, dijo, que vuestra señoría podría mandar se le presentasen las jóvenes del pueblo (que no deja de haberlas bastante agraciadas), y divertirse en verlas bailar. Yo sé la historia de todas ellas, y podría mientras danzaban, prosiguió maliciosamente, entreteneros contándoos sus pasatiempos. —Está bien, respondió Saldaña con sequedad; ordéname tú una fiesta, y cuenta con mil alfonsís de oro si logras distraerme de mis pensamientos. —Yo daría mi buen humor, repuso el page, con tal de separaros para siempre de ellos, pero no tomaré premio ninguno nunca por cumplir con el deber que me impone vuestro servicio, y el afecto que os tengo. —Ve, pues, dijo el conde, y… pero no, no vayas, no me dejes solo; llama algún otro y dale tú las órdenes que gustares. — ¡Duarte! ¡García! llamó Jimeno entonces, con el permiso de su señor, y dos escuderos, viejo el primero y el otro de mediana edad, se presentaron al momento a su voz, murmurando, sin duda, entre sí de verse obligados a obedecer a la Niña, que así llamaban a Jimeno los del castillo. A pesar de esto callaron y recibieron sus órdenes con respeto, aunque al salir no pudo contenerse el más viejo, y dejar de decir en voz baja a su compañero:—Vaya el tono que usa ese títere con nosotros, que por San Cosme que si le cojo le bajo dar más vueltas en mi dedo meñique que las aspas de un molino de viento. —Tienes razón, amigo Duarte, que nacimos antes que él y debería tener con nosotros más miramiento; pero en cuanto a eso de cogerle, que dices, trabajo te había de costar, porque es suelto como un gamo, y valiente como un mastín. Apenas dijeron esto se fue cada uno por su lado, refunfuñando entre dientes y maldiciéndole, a dar cumplimiento a lo que había mandado. La sala en que quedaron Saldaña y el page era de forma cuadrilonga, muy espaciosa, y adornada con toda la elegancia y lujo que podía dar de sí la época en que pasaba esta nuestra historia; su techo acanalado, con vigas dadas de blanco, tenía el fondo azul celeste labrado de mil molduras doradas de mucho gusto, las paredes pintadas a la morisca, varios sillones de respaldo, la mesa de mármol blanco que ocupaba el testero de la sala, el suelo escaqueado de azulejos y a trechos vestido de alfombras y algunos cojines de damasco acá y allá a usanza árabe de varios colores y con pasamanos de oro. Encima de estas almohadas se había reclinado Saldaña, mientras su page instruía a sus escuderos de su voluntad, distraído ya de lo mismo que deseaba, olvidado de su page y cargado de pesadumbre. Miróle Jimeno un momento, y viendo que su amo no le veía ni hacia más caso de él que si estuviera a cien leguas, no atreviéndose a despertarle de su letargo, quedó a un lado entretenido en arreglarse y estirarse elegantemente la gola mientras le duraba su distracción. Volvió en sí Saldaña de allí a un instante, y pasándose la mano por la frente como si quisiera ahuyentar de aquel modo algún pensamiento fatigoso, mandó a Jimeno que se acercase.— Ven, le dijo, y háblame de algo que me divierta. —Estaba pensando, respondió Jimeno, que debías ir a la corte. El rey os quiere, y no faltaría allí una dama que se apiadase de vuestros pesares, y tratara de aliviarlos con sus caricias. — ¿Adónde dices? ¿A la corte, replicó el de Cuellar, a oír chismes, a fastidiarme con las intrigas de Haro y con las quejas de los Laras, a hastiarme de aquellas mujeres frívolas que vistas una vez cansan al otro día? Quita allá, Jimeno, háblame de otra cosa. —Pero, y ¿qué puede atraeros tanto a este desierto, repuso el page, donde no se oye la voz del heraldo que anuncia las fiestas, ni se sabe de una moda hasta que han pasado dos o tres en Toledo, y ya es tan antigua como los usos del tiempo de don Pelayo? — ¿Y qué me importa a mí la moda ni los torneos, frivolidades que atraen la atención del hombre feliz en su mocedad? Hubo un tiempo en que yo deseaba parecer bien, Jimeno, en que me gustaba agradar porque me agradaba todo, pero ahora que todo me cansa, ¿qué me importa a mí desagradar a todos? ¡Ah! Yo ya aunque quiera no podré nunca parecer agradable. —Vos decís eso, contestó Jimeno, porque os apegáis demasiado a un amor solo. Si fueseis como yo, que soy una mariposa… La mujer que más se resiste tarda un mes en rendirse, y entonces otra al puesto. A mí me gusta vencer, y no me contento jamás con una victoria. Ellas, generalmente dóciles, se dejan llevar por donde se las dirige, y ninguna se mata por verse abandonada del que la amó. A más, que no se me haría cargo de conciencia que se matase una mujer por mí. Al contrario, mejor, seria yo entonces el Cupido de las damas, y todas me señalarían con el dedo. Si vos hicierais así, veríais las intrigas de una dama para descubrir vuestros pasos, os divertirían, os entretendrían las caricias de la otra con quien fingís, y reiríais de aquella cuyas tramas conocéis, y que está persuadida de que os engaña. No estaríais entonces consumido de ese fastidio que os devora, de esa inquietud, de ese no saber qué haceros. Aquí me tenéis a mí, que no tengo una hora de descanso… ¿pero qué, no me oís? —Sí te oigo, y te envidio, repuso el conde; no me hables más de amores; tú eres feliz, y yo ni lo soy, ni lo podré ser nunca en mi vida. —Y bien, repuso el page, si desdeñáis el amor, ¿por qué no buscáis los laureles y los honores con que debe halagar la gloria a un hombre de vuestro linaje? Acaso don Lope de Haro con su carácter falso y su genio de víbora, ¿tiene más mérito que vos a los ojos de nuestro rey? Lara, inconstante y rebelde a cada paso, ¿acaso os aventaja en nobleza y valentía? ¿Y por qué vos no habíais de ser su igual, y aun superior a todos ellos, y al lado del trono punto menos que el rey recibir los tributos de Granada, disponer de la paz o de la guerra a vuestra voluntad, humillar el orgullo y las pretensiones de vuestros enemigos, engrandecer a vuestros fieles servidores, y por último, ser el ídolo de toda la monarquía? ¿Por qué? —Tú tienes ambición, Jimeno, respondió Saldaña, y por eso te expresas con tanto ardor, y deseas tanto tu engrandecimiento. No es extraño, eres un niño… y quizá tienes razón, continuó después de un momento de reflexión, yo debería ir a la corte. Tal vez la confusión, las tormentas de aquel mar de discordias y la continua zozobra que a todas horas agita el ánimo del cortesano… quizá… ¿quién sabe?… acaso me distraerían. Pero no, no, yo ya he estado en la corte, he tenido, esta segunda vez cuando estuve a prestar homenaje a don Sancho, los títulos a mi voluntad, y todo me fastidiaba, y nada bastó a llenar nunca el vacío de mi alma; ni siquiera un momento me distrajo el bullicio de la corte, ni un instante disipó mi melancolía. Conozco tu mérito y tu disposición para cortesano, Jimeno, y puedes estar cierto que aunque yo no esté en la corte tú harás en ella tus adelantos. —No me ha movido a lo que os he dicho, replicó el page disimulando su deseo bajo la máscara de la lealtad, mi propio bienestar, ni lo que mi ambición me aconsejaría; solo en lo que os he dicho he querido poner remedio a vuestra tristeza, porque en verdad que es lástima que un caballero como vos viva como los padres del Yermo. De mí sé decir, que si fuera señor de Cuellar, conde de Saldaña y capitán por el rey, no pasaría mi vida encerrado en este castillo. —No envidies mi poder, Jimeno, replicó el de Cuellar, cuando yo envidio tu alegría, cuando yo me tendría por feliz, no con ser quien tú eres, sino el último de mis vasallos, con tal de poder estar como tú, y poder mostrar una frente tan tersa como la tuya. Tú no puedes comprender mi congoja, la angustia con que late mi corazón, la tristeza, el luto que me rodea… ¡Ah! tú eres feliz, Jimeno, tu alma es nueva, y la mía, la mía… yo la cambiaría por el alma de un condenado. Pronunció estas palabras Sancho Saldaña con tan íntimo sentimiento, que su page, a pesar de su indiferencia natural por las penas de los demás, quedó sin saber qué decirle, bajó los ojos, y se puso a contar los pliegues de su jubón, y a alisarlos con su mano derecha a guisa de pensativo: Saldaña frunció las cejas, miró a Jimeno con aire torvo, envidioso de su alegría; y estremeciendo sus miembros súbitamente como deseoso de apartar de sí su último pensamiento, continuó volviendo a su page:— ¿No sabes tú alguna trova alegre que cantarme? allí hay un laúd, añadió señalando a un ángulo de la sala, tómalo y ve si te acuerdas de algo que me divierta. —Con vuestro permiso, respondió el page; mientras esos gansos de Duarte y García arreglan la fiesta os cantaré la última cantiga que compuse a una dama, a quien dejamos el otro día tres galanes a un tiempo, cuando ella creía que todos la idolatrábamos. Y tomando el laúd se sentó gentilmente en los almohadones enfrente de su señor, y después de haber recorrido suavemente sus cuerdas, preludió un acompañamiento, y entonó en agradable voz de esta manera: Dueña de rubios cabellos, tan altiva, que creéis que basta a vellos para que un amante viva preso en ellos el tiempo que vos queréis: si tanto ingenio tenéis que entretenéis tres galanes, ¿cómo salieron mal hora, mi señora, tus afanes? Pusiste gesto amoroso al primero, al segundo el rostro hermoso le volviste placentero, y con doloso sortilegio en tu prisión entró un tercer corazón: viste a tus pies tres galanes, y diste al verlos rendidos por cumplidos tus afanes. ¡De cuántas mañas usabas diligente! ya tu voz al viento dabas, ya mirabas dulcemente, o ya hablabas de amor, o dabas enojos, y en tus engañosos ojos a un tiempo los tres galanes sin saberlo tú, leían que mentían tus afanes. Ellos de ti se burlaban, tú reías; ellos a ti te engañaban, y tú mintiendo creías que te amaban: ¿decid, quién aquí engañó, quién aquí ganó o perdió? sus deseos tus galanes, al fin miraron cumplidos, tú, fallidos tus afanes. La expresión irónica y maliciosa que tomaron todas las facciones de Jimeno mientras entonó esta trova, y la bulliciosa música con que había acompañado su canto habrían puesto de buen humor a cualquiera otro que no hubiera sido Saldaña. Pero éste, en lugar de divertirse del gracejo de la canción, había estado entre tanto comparando la dicha del buen page con la amargura de su corazón: así que, al acabar el canto, y cuando Jimeno aguardaba por aplauso al menos alguna leve sonrisa, su amo tenía los ojos fijos en él con muestras de envidia, y dando un suspiro le dijo:—Jimeno, vete, vete; yo soy ahora más desdichado que nunca; vete, porque no puedo ver a mi lado un hombre tan feliz como tú. —Señor, repuso el page cambiando al punto de fisonomía y aparentando el mayor dolor, si mi alegría os ofende, yo vestiré un cilicio, comeré tierra y me ofreceré a vuestros ojos como el hombre más miserable, para daros un punto de comparación en vuestro favor. —No, ni aun así, exclamó el conde, serias tú tan infeliz como yo. En fin, basta: ¿qué ruido es ese? —Son las jóvenes de la fiesta, que vienen a entreteneros, respondió Jimeno. — ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué fastidio! ¿Y para qué se ha ordenado esa fiesta? Vendrán a ensordecerme con su estrépito, veré en sus ojos la alegría y la inocencia, y la envidia me devorará. No: que se vayan, que se vayan; no quiero verlas siquiera, ya me han cansado. —Pero señor, repuso Jimeno, vos mismo me lo habéis mandado. — ¿Yo? ¿Yo?… puede ser, sí; pero no importa, que se vayan. —Pero señor, ya llegan, respondió el page. —Y bien, yo me iré, y luego da tú orden que se retiren. Dicho esto, se levantó precipitadamente, y como si alguien le persiguiera salió del cuarto. Quedó Jimeno mirándole atónito de su repentina determinación, y dudando si le seguiría o no, temeroso de incomodarle. —Daria, dijo, la mitad de mi vida por ser dueño de sus secretos; solo he podido saber que está enamorado de la de Iscar. Si no es más que eso, no comprendo cómo un hombre, estando las mujeres tan de sobra en el mundo, se da por una sola tan mala vida. Yo… también yo estoy enamorado: esta Zoraida parece al castillo de Albarracín, que no se sabe cómo tomarlo; pero… y qué importa: divirtámonos, y ya que aquí no ha de haber baile, lo habrá fuera de la plaza del castillo: vámonos. Y arreglándose la gola después de haberse echado una mirada de arriba abajo, enderezó su cuerpo con elegancia y salió de la sala gallardeando. Entretanto Sancho Saldaña siguió rápidamente atravesando salas y corredores hasta que dejó de oír el ruido del tamboril, los cantos y la bulla de los bailarines, que muy a pesar suyo se retiraban, tachando a su señor de hombre de poco gusto, y alabando a su gentil page, que calmó su enojo proporcionándoles la explanada de la fortaleza para que allí saltasen y cantasen a su voluntad. Pero su señor no era extraño que los arrojara y despidiera sin hacer caso de su habilidad, siendo su mayor tormento en el estado en que se bailaba la dicha y el júbilo de los demás. Paseaba entonces silenciosamente por un oscuro corredor que separaba los cuartos y el tocador de Zoraida de las otras habitaciones. La soledad y la oscuridad de aquel sitio parecía agradarle sobremanera y sin duda convenía con sus sentimientos. Su cielo angular de arquitectura gótica, su longitud, su estrechez, la tibia luz de la tarde que débilmente entraba por algunas claraboyas abiertas acá y allá en el techo, más apagada aun por los vidrios de colores que la quebraban amortiguándola, y el eco que resonaba sordamente sus pasos, todo hacia aquel sitio a propósito para que allí Saldaña se embebiera a su placer en sus siniestras meditaciones. Llegaba a un estreno del corredor, y volvía siguiendo su taciturno paseo hasta el otro midiendo sus pasos con los ojos, y seguido de su sombra, que ya alargándose y creciendo desmesuradamente, ya disminuyéndose y achicándose en el delirio de su imaginación, le hacía a veces pararse y estremecerse, como si viese en ella el mal genio que le perseguía. De repente el eco melancólico de un laúd suave y lánguidamente vibrado hirió su oído con tan armoniosa música y melodía, que suspendiendo a deshora sus pensamientos creyó que un ángel apiadado de él le divertía y regalaba trasladándole a la morada del Paraíso. De repente se abrió una puerta que daba a una sala de tocador adornada de espejos de Venecia, ricas alfombras y cojines a la morisca, con rejas a un delicioso jardín, donde brillaba el último rayo del sol poniente, y mil olorosos perfumes y voluptuosos aromas se esparcieron como de una encantada mansión alrededor de Saldaña. Una mujer se apareció entonces a sus ojos, reclinada en los almohadones, llena de hermosura y resplandeciente en galas y pedrería. Llevaba en la cabeza un turbante de riquísimas telas, blanco y carmesí, con pasamanos de oro y perlas, y su cabello negro y luciente como el azabache le caía en rizos sombreando a trechos la nieve de la más airosa espalda que puede pensar la imaginación. Traía en su cuello, blanco como el alabastro, un collar de finísimos rubíes, y así las pulseras que coronaban sus manos como los carcajes que engalanaban la garganta del pie, eran de oro con mil piedras preciosas allí embutidas. Todo su traje era a la usanza mora, blanco y carmesí, como su turbante, lo que la hacía sobremanera bellísima, aunque en sus ojos negros y penetrantes se veía el ánimo y el orgullo, en vez de la dulzura propia de los ojos de las hermosas. Con todo, en este momento se dejaba ver en los suyos la expresión del dolor al través de la que le era natural, y en su enérgica y hermosísima fisonomía se mostraban claramente las señales de su tristeza. Estaba de perfil a la puerta que había abierto para respirar el aire de la tarde y sentada junto a la reja a que se enlazaban algunas ramas de árboles: con el laúd se entretenía en vibrar dulces sonidos acordes con su melancolía. Puestos los ojos al cielo, y acaso alguna lágrima solitaria bañando lentamente el lirio de sus mejillas, parecía imagen de la hermosa Druida llorando al son de su lira en su sagrado bosque su funesto amor por el prisionero que va a perecer en las llamas víctimas de la superstición. Saldaña la contempló un momento mirándola con ojos en que se traslucía aun parte del amor que la había tenido y de las furiosas pasiones que le inspiraba, acercándose a la puerta sin ruido entre deseoso de irse y de oír los acentos de su laúd. La había amado como hemos dicho con frenesí, pero ahora, quedándole aun algunos restos de su pasión, la aborrecía cuando recordaba que su amor por aquella mujer era causa de sus pesadumbres. —He aquí, se dijo a sí mismo, la mujer que he adorado con todo mi corazón, aquella en cuyos ojos veía yo amanecer mi sol y el encanto de mis sentidos; el principio de mis desaciertos, el motivo de mis crímenes. Hela allí. ¿Por qué ahora no la amaré? ¿Por qué ella no podrá hacer mi felicidad? Estaba en estas imaginaciones embebecido, cuando una voz dulce como el primer amor, y melancólica como su recuerdo, vino a disiparlas de nuevo con un dulcísimo sonido que hubiera dado sentimiento a un mármol, y Zoraida cantó blandamente acompañándose de su laúd. Canción de la cautiva. Ya el sol esconde sus rayos, el mundo en sombras se vela, el ave a su nido vuela, busca asilo el trovador. Todo calla: en pobre cama duerme el pastor venturoso, en su lecho suntuoso se agita insomne el señor. Se agita: mas ¡ay! reposa al fin en su patrio suelo, no llora en mísero duelo la libertad que perdió: los campos ve que a su infancia horas dieron de contento, su oído halaga el acento del país donde nació. No gime ilustre cautiva entre doradas cadenas, que si bien de encanto llenas al cabo cadenas son: si acaso triste lamenta, en torno ve a sus amigos que de su pena testigos consuelan su corazón. La arrogante erguida palma que en el desierto florece, al viajero sombra ofrece, descanso y grato manjar: y aunque sola, allí es querida del árabe errante y fiero, que siempre va placentero á su sombra a reposar. ¡Mas ay triste! yo cautiva, huérfana y sola suspiro, en clima extraño respiro, y amo a un extraño también. No hallan mis ojos mi patria, humo han sido mis amores, nadie calma mis dolores, y en celos me siento arder. ¡Ah! ¿Llorar? ¿Llorar? no puedo, ni ceder a mi tristura, ni consuelo en mi amargura podré jamás encontrar. Supe amar como ninguna, supe amar correspondida: despreciada, aborrecida, ¿no sabré también odiar? A Dios patria, a Dios amores, la infeliz Zoraida ahora solo venganzas implora ya condenada a morir. No soy ya del castellano la sumisa enamorada, soy la cautiva cansada ya de dejarse oprimir. Aquí dio fin a su canto la hermosa mora, y exhalando un suspiro dejó el laúd tristemente sobre una almohada, se levantó y acercó a la reja, comparando el silencio, la calma y la serenidad de la noche con la tormenta y la inquietud de su corazón. La hora, la soledad, la magia de su voz, y sobre todo la melancolía de su canto, penetraron de modo el ánimo de Saldaña, que arrimado a la puerta había estado oyendo, que largo rato quedó suspenso en el mismo sitio y acongojado, comparando la memoria de los días pasados con la amargura y fastidio de los presentes. Entretenido en esto hizo ruido sin saberlo ni volver de su distracción, y la mora, volviendo la vista, halló a su amante, fijo a la entrada de su cuarto, inmoble como una estatua. Sorprendida de verle cuando ya no esperaba nunca que la visitase, impelida del amor que ardió repentinamente en su alma a la vista del que se lo hacía sentir, y combatida de su altivez, quedó parada un instante, dudosa de si le hablaría primero, o si debería retirarse. Por último, fijando en él sus ojos llenos de fuego, y mirándole con orgullo sin dar un paso a recibirle, le dijo:—Raro se me hace que el señor de Cuellar venga a visitar a su cautiva. Detúvose aquí un momento para aguardar su respuesta; pero viendo que Saldaña la miraba sin hablar palabra, continuó:—Digo que se me hace raro, porque aunque en otro tiempo no le fuera desagradable mi compañía, hace ya mucho, muchísimo, que me ha dejado abandonada y entregada a mí misma sin cuidarse de mi persona. —No me hagas reconvención ninguna, respondió Saldaña, de lo que yo no tengo la culpa. Zoraida, te he amado como nunca se amó, tú lo sabes, pero ahora… — ¿Ahora qué? dilo, acaba, prosiguió Zoraida con impaciencia. —No, déjame, replicó el de Cuellar; mi vista para ti es un mal, la tuya para mí… ¡Ah! me trae a la memoria mis vicios, mis desórdenes, mis crímenes, y sobre todo me hace conocer que soy infeliz, y que lo seré eternamente. Tú me has dejado sin alma, has agotado en mí el sentimiento, y si alguno ha quedado ahora en mí, es solo el del egoísmo. ¡Ah! ¡Por qué, si fue un sueño mi felicidad, contigo no espiré yo antes de despertar! El acento de la desesperación vibra y se corresponde en el corazón de los desesperados, y las palabras de Saldaña resonaron en el de Zoraida hiriendo su sensibilidad. Veía delante de sí triste y abatido al que a pesar de todo ella idolatraba con frenesí, le oía que echaba de menos los placeres que había disfrutado amándola, y esto le trajo a su memoria los que ella había gozado a su lado, y le hizo olvidar de su ingratitud. —Saldaña, le dijo acercándose a él y mirándole con ternura, yo te amo, yo te adoro más que nunca; ámame como antes, ten esperanza, sí, tú serás feliz todavía, yo con mis caricias distraeré tus pesares, créeme, serás feliz. — ¡Feliz! repitió Saldaña como un eco de sus palabras. ¡Jamás! ¡Jamás! Tú te engañas, Zoraida; ni en vida ni en muerte podré ser ya nunca feliz. Tú, sí, olvídame, huye de aquí, tú eres libre, huye, y olvida al que ya no conoce otras sensaciones que las de la envidia, al que aborrece a cuantos le rodean solo porque los cree felices; huye de mí te digo. —No, jamás, le contestó Zoraida. Nunca me separaré de ti; aquí viviré dichosa si me amas, y cariñosa contigo; desdichada si me aborreces, y, no te lo oculto, no, meditando planes para vengarme. Yo no he amado más hombre en el mundo que tú, yo he vivido solo por ti, he respirado por ti, solo te he visto en el universo; si me dejas, si me echas de ti, tiembla, Saldaña; soy una mujer, no puedo medir mis fuerzas contigo, no tengo campeón ninguno que me defienda, tú eres un señor poderoso, tienes mil lanzas a tu servicio, un brazo que temen los más valientes guerreros de mi país; yo soy sola, sola, mi brazo es débil, pero mi furia es la del huracán, la de cien tormentas, y mi venganza se cumplirá, porque yo querré que se cumpla. Pero si tú me vuelves tu amor, continuó cambiando el tono enérgico con que hablaba, y modulándolo dulcemente, entonces yo te idolatraré, yo seré tu esclava. Mírame, Saldaña, a tus pies, vuélveme tu cariño. Bajó Saldaña los ojos, y la vio arrodillada, encontrando en los suyos todo lo que el amor puede expresar con más fuego; pero su corazón helado no sintió al verlos movimiento alguno, insensible ya a todo, excepto para fatigarse con dolorosas memorias y atormentarse con remordimientos. —Mujer, levántate, levántate, y olvídame para siempre; te he hecho tan desgraciada, ¿y aun puedes amarme? Levántate, y sea esta la última vez que nos encontremos. Zoraida se levantó con dignidad, y echándole una mirada de indignación, — ¡Ingrato! exclamó; tú quieres que te olvide no por generosidad, sino porque tú me has olvidado a mí ya. Lo sé, sé todo lo que meditas; pero Leonor de Iscar no será tu esposa mientras yo viva. — ¿Qué dices? ¡Leonor! repuso prontamente Saldaña. ¿Sabes tú de ella? ¿Dónde está? ¿Acaso tú?… Habla… Di, ¿dónde está? — ¡Desgraciado! gritó Zoraida con una sonrisa sardónica. ¡Ah! ¿No la posees todavía? ¿Se malogró tu intento? ¡Qué placer! ¡Qué placer! —Mujer infernal, ¿la has robado tú? di, ¿dónde está? Sí, tú has sido, sola tú eres capaz de entenderte con un espíritu del infierno. — ¡Ah! ¡No la posees, no la posees! continuó entretanto la mora en un acceso frenético de alegría, gritando fuera de sí como enajenada. ¡Oh! ¡Bendita, bendita la mano que lo estorbó! ¿Y un señor como tú no ha podido robar una mujer? —Calla, gritó Saldaña asiéndola fuertemente de un brazo, y tirando de su puñal; di dónde está, o te asesino. —No lo sé, replicó Zoraida sin turbarse; pero aunque lo supiera, continuó con sarcasmo, ¿crees tú que te lo diría? Todo tu poder, todas tus amenazas, mil tormentos no bastarían a arrancarme el secreto que yo quisiera guardar. — ¡Mujer! exclamó Saldaña tirándola fuertemente hacia sí, y acercando el puñal a su pecho, di, dónde está, dónde, y si lo sabes no me precipites; di dónde está: te amaré… dilo… o por Santiago, continuó rechinando los dientes, te hago pedazos el corazón!!! —Sí, asesíname, gritó Zoraida, y mi maldición te perseguirá como la del sacerdote que hiciste perecer en las cárceles de este castillo, como la de tu padre, que abandonaste en su lecho de muerte. — ¡Mi padre! ¡Oh Dios! interrumpió Saldaña. Una voz resonó en aquel momento en el corredor que le nombró al mismo tiempo, y Saldaña, dejando de pronto el brazo que tenía asido a Zoraida, salió del cuarto cerrando violentamente la puerta, y atravesó a largos pasos el corredor. La voz que le llamaba seguía siempre tras él, y pasado el primer terror volvió la cabeza y reconoció a su page, que le buscaba para entregarle una carta. — ¿Qué me quieres? le preguntó con aspereza avergonzado de su sorpresa. ¿A qué diablos vienes ahora? —Señor, repuso el page, un escudero ha entregado a la puerta del castillo esta carta, diciendo que era un asunto importante, y que se os remitiera al punto, y yo… —Está bien, interrumpió el de Cuellar; vamos a ver qué es. Y entrando en la sala donde ardían sobre la mesa dos lámparas de plata se acercó a la luz, abrió la carta, y leyó.— Si el señor de Cuellar es digno del nombre de caballero, mañana a las cinco de la mañana se presentará solo y armado de todas armas a la orilla del Cega, donde encontrará un caballero que desea medirse con él sin ventaja. Si teme alguna emboscada puede hacerse acompañar de alguna gente de armas. —No trae firma, dijo Saldaña sorprendido del mensaje. ¿Conoces tú al escudero? —No señor, respondió el page, no le he visto en mi vida. — ¿Está aún ahí? ¿Dijo si aguardaba respuesta? —Lo mismo fue entregar la carta, replicó el page, que desapareció a todo el galope de su caballo. — ¿Quién será? ¡Pobre caballero! Mucha gana tiene de morir cuando desea medirse con un hombre desesperado. En fin, mañana se le cumplirá el gusto. Oye, Jimeno, continuó, di a Duarte que para mañana a las cuatro y media esté pronto mi caballo de batalla el Morillo, ¿entiendes? y tú me prevendrás mis armas. Veremos quién es ese que aborrece tanto su vida. El page salió a cumplir sus órdenes al momento, y él continuó hablando consigo mismo. —Ojalá hallase yo en su lanza el término de mi vida. ¡Leonor! ¡Leonor! ¡Oh! El infierno entero está junto en esa mora que trajo mi mala suerte a este castillo. Poco me costaría librarme de ella… pero ¿sabría yo entonces en dónde tiene a Leonor? Jimeno es astuto, quizá podría averiguarlo. Veremos: vamos a ver si puedo descansar esta noche. Esta hora es cruel. ¿Y cuál hay para mí que no lo sea? ¿Hago yo diferencia del día a la noche? Dicho esto, y habiendo vuelto a entrar Jimeno en la sala, después de haberle dado parte del cumplimiento de sus encargos se retiraron, y el señor de Cuellar pasó la noche tristemente agitado de pesados sueños, y con la misma zozobra y pena que le quitaba el descanso y ahuyentaba a todas horas la paz de su corazón. Tan cierto es que una conciencia turbada es el mayor castigo del criminal. CAPITULO IX. Tarde era ya aquella misma noche, cuando a la tibia luz de la luna recorría los corredores de la fortaleza una figura blanca, aérea y nebulosa, entre la luz y las sombras, semejante a un sueño de amor o a una aparición celeste, hollando apenas el suelo, y ágil y ligera como el pensamiento. Ya desaparecía por instantes, ya otra vez brillaba sobre las almenas que plateaba la luna, ya se perdía de nuevo, ya en alguna elevada torre aparecía, sin que la rapidez de su marcha disminuyese ni se pudiese descubrir su rostro. Invisible, tal vez, para los vigías que acá y allá en diferentes puntos velaban, mostrábase siempre en los puntos abandonados, donde apenas se detenía un momento como cuidadosa, cuando se ocultaba en seguida, bien así como si se disipase en el aire. Hubiérase creído que era el genio tutelar del castillo, que por secretos e ignorados caminos recorría todo, veía todo y en todas partes se hallaba, ya desvaneciéndose entre los rayos que destellaba la luna, ya tomando una forma bella y majestuosa al aparecerse. Viósela, en fin, en una de las torrecillas que flaqueaban el edificio, detuvo allí sus pasos, miró a un lado y a otro con ansiedad, y en aquel momento dejóse ver enteramente a la luz. Su blanco ropaje, como el vellón de una nube, ondeaba en pliegues al viento, y entre el rayo de la luna y la oscuridad de la noche se confundía: el aura susurraba en su cabellera tendida, y todo era mágico a su alrededor; pero en su ademan, aunque hermoso, había algo de triste y abatido, y en sus ojos centelleaban acaso algunas lágrimas de tiempo en tiempo, y la inquietud e intensidad de su mirada revelaban las encontradas pasiones que la agitaban. Dos veces miró a un lado y a otro con recelo de qué alguno la sorprendiera, dos veces tendió la vista por el espacioso campo, y su ojeada despedía una luz más viva y más ardiente que la que disipaba con su claridad las tinieblas. Parecía como si deseara las alas del águila, la rapidez del huracán, para atravesar de un vuelo el espacio a par de la velocidad de su pensamiento. Allí en alguna parte buscaba algún objeto de odio inmenso, de amor desesperado sobre quien descargar su ira y en quien saciar su rencor, o a cuyos pies volar para pedir piedad y alcanzar el perdón de algún crimen entre sus brazos. Su mirada penetraba como el rayo de la tormenta, volaba al igual de su imaginación, y en sus ojos se retrataban todos los delirios de ternura y de aborrecimiento que a cada instante presentaban diversos cuadros a su fantasía. Era, en fin, Zoraida delirante, Zoraida zelosa, enamorada, cruel, vengativa, lleno su corazón de furia, de celos, guiada por una sola intención. Su fin era averiguar dónde estaba Leonor, morir o asesinarla. Criminal era ya Leonor a sus ojos porque la amaba Saldaña, porque la robaba el único bien que ella poseía en el mundo, porque era, en fin, preciso marchitar la hermosura de aquella mujer cuyos encantos, aunque tal vez contra su voluntad, habían hechizado a Saldaña. La imagen de ella muerta a sus pies, vengando a un tiempo con un solo golpe todos los desaires y desprecios que había sufrido, la idea de ver frustrados los intentos del infiel amante, de verle llorar, padecer y desesperarse, y de ser ella, ella sola el único agente de su venganza, hacia alguna vez asomar a sus labios una sonrisa diabólica de satisfacción. ¿Y por quién iba a ver torcidos y descompuestos sus planes el caballero más poderoso de Castilla, el temido de los guerreros, el señor de mil lanzas y a quien pagaban pecho tantos vasallos, el hombre a cuya voz obedecían tantos pueblos, tantos soldados y servidores, el señor de horca y cuchillo en su señorío, por quién? Por una mujer cautiva, sola, sin otro apoyo, sin otro amigo en el mundo que ella misma; por una mujer cuyo sexo, débil por naturaleza, hacia parecer como sin ánimo y llena de timidez a la vista del guerrero menos intrépido, cuyo brazo apenas podría levantar la espada más ligera de un hombre de armas, y cuyo pecho sofocaría la coraza menos pesada. Por una mujer sin armas en la opinión de todos los hombres que las de su hermosura y sus lágrimas, y a quien su poderoso amante había amado y había dejado tan sin miedo v con tanta indiferencia como un niño toma o deja un miserable juguete. Seguramente que había algo de sublime y de grande, y sobre todo mucho de halagüeño para el amor propio de Zoraida, cuando se comparaba con el hombre cuyos designios iba a contrastar y a desbaratar de un solo golpe, y veía la balanza del poder inclinarse por entonces a su favor. ¡Cómo iba ahora a satisfacer su venganza! ¡Cuál sería el chasco de Saldaña cuando preguntase quién había osado desafiar su cólera, y cuando esperara ver algún señor tan nombrado y poderoso como él, algún amante celoso de Leonor, algún guerrero capaz de sostener a todo trance su temerario arrojo, viese delante de él su cautiva teñida aun en la sangre de su víctima, y aguardando impávida todo el torbellino del primer ímpetu de su rabia, alegre con morir después de haber inundado el corazón del perjuro de todo el veneno en que antes había rebosado el suyo! ¡Oh! él presenciaría su triunfo, y al condenarla a morir lograría, sí, una venganza; pero no por eso volvería la vida a su amante; no gozaría por eso de su hermosura, ni aun abrazaría su frío cadáver, porque no vería más que a la mujer que despreció, un puñal y la sangre de su Leonor. Y luego nuevos remordimientos se juntarían a los que ya roían su corazón; nuevas fantasmas turbarían su reposo; nuevos crímenes seguirían a los ya cometidos; donde quiera vería a Leonor, la llamaría, y al llegar a ella solo hallaría delante de sí su sombra, tal vez, y el brazo y el puñal de Zoraida sobre su pecho. Tales eran los pensamientos de la mora, y tal el porvenir mas agradable y mas consolador que en su furia se prometía. Los celos la habían hecho dejar su habitación, agitada de una fiebre ardiente, loca, furiosa y desatentada, buscando su rival, sin saber dónde hallarla, figurándose en su delirio verla junto a sí, y verse ya en el acto de asesinarla. Pero otras veces la imaginaba muy lejos, fuera del alcance de sus celos, como si una muralla impenetrable se alzase entre los dos, como si un poder invisible la defendiese e hiciese inútiles sus esfuerzos para alcanzarla, y entonces la veía en brazos de su amante, y que ambos la miraban retorcerse las manos y arrojar espuma por la boca de rabia y de fatiga, burlando con risas de escarnio sus impotentes esfuerzos, señalándosela con el dedo uno a otro, y en paz dulce y en inalterable sosiego, haciéndose mutuamente caricias tan suaves, tan tiernas y tan ardientes como el amor que las causaba, viendo uno en otro su cielo y su felicidad. Y ella entonces comparaba su estado y el de ellos, y se derribaba en el suelo y se arrastraba, mesaba su rostro, y lloraba como si realmente sucediera así, y se mordía a sí misma como si quisiera hacerse pedazos. Y luego corría de una parte a otra, y pensaba que en mudando de sitio se disipada su fatal ilusión, y no hallaba descanso en ninguna parte, y donde quiera el mismo cuadro despedazador la perseguía. En vano se lanzaba de uno en otro corredor, de una en otra torre; el mal estaba en su corazón, y en su demente arrebato llevaba las manos sobre su pecho como si quisiera arrancárselo. Y luego tal vez recordaba los días de felicidad que había gozado, las palabras dulces que en tal o cual momento había oído enajenada de boca de su amante, y que habían quedado grabadas en su memoria, y que tantas veces había ella repetido a sus solas con inexplicable delicia. Y ardía con la memoria de sus besos, y aun se estremecía de placer, y recordaba también los días que mano a mano con él, olvidada de todo el mundo, alegre, descuidada, tierna, libre de celos, y entregada solo al amor, había pasado a la fresca sombra de las arboledas, en encantados bosques, al margen de claros y murmuradores arroyos, sin susto, en paz y tiernamente correspondida, y las noches de placer, y el rayo trémulo de la luna, y los besos de fuego, cuyo agradable estallido interrumpía solamente el silencio. Y veía después al ingrato gallardo en los torneos, cuando la nombrara reina de la hermosura con vergüenza y a despecho de las más brillantes damas que honraban con su belleza el palenque, y con él a todos los valerosos caballeros rendirla homenaje, y al tiempo de coronarle, como a vencedor de la justa, sentía penetrar todavía hasta su corazón la mirada cariñosa y ardiente del impetuoso Saldaña. Y luego le contemplaba en el festín con ella, con ella en la carrera del crimen, de la gloria, de la infamia, de la virtud y del vicio. Y sentía rasgársele las entrañas con tan amargo recuerdo, y desmayar su ánimo y escaldar sus mejillas torrentes de lágrimas abrasadoras como plomo derretido. Y él, y él, y siempre él en su corazón y en su fantasía, y suspiraba por él y por él gemía, y su llanto no parecía tener término. Y entonces ¡oh! de rodillas, inclinaba la faz al suelo, imaginando que le besaba humildemente los pies, y le rogaba, le suplicaba no ya una amorosa caricia, no ya una mirada de lástima, no ya que la amase como antes, sino que no amara a otra alguna. Que se sirviese de ella como de una esclava, que la despreciara, que la insultara, que la aborreciera, que la maltratara, pero que al menos no juntara sus labios a los de otra mujer, no dijera a otra las mismas palabras que a ella, y que le dejase a su lado para únicamente mirarle, cuidarle é idolatrarle. Que si le enojaba su vista, ella le vería desde donde él no pudiese verla, que nunca más le cansaría con sus amores ni con su presencia, sino que resignada con su suerte se contentaría con adorarle en silencio, y velar sobre él como un ser invisible. Pero después resonaban en su oído las ásperas palabras de Saldaña que la arrojaba de sí, y le contemplaba loco de amor por su dichosa rival, buscándola con ansia, y entonces, volviendo los ojos al cielo, rojos de tanto llorar, pero secos ya y con desesperado ademan, blasfemaba de su Dios y de su profeta, y de la horrible fatalidad que la había traído a amar a un engañoso cristiano, a preferir la esclavitud a la libertad, un país extranjero a su patria, y maldecía el brazo de hierro que la tenía allí sujeta en aquel odioso castillo. Y entonces pensaba en los bizarros árabes de Granada, en las damas que rodeadas allí de su familia, y mimadas y obsequiadas por sus animosos galanes, disfrutaban de su amor sin zozobra, sin remordimientos, y halagadas de las esperanzas más lisonjeras. Y comparaba su suerte con la de ellas, como un condenado podría comparar el paraíso con el infierno, y sentía un dolor como si le arrancasen con tenazas ardiendo pedazos de carne de su cuerpo, cuando se decía a sí misma que aquella debía haber sido su suerte sino hubiese sido cautiva, sino hubiese conocido a Saldaña y no habiéndose enamorado de él, hubiese pagado su rescate y hubiese vuelto a su patria. Que no estaría sola como ahora, y tendría quien enjugase su llanto si lloraba, quien sonriese con ella, y en fin, quien la defendiese y la ayudase contra el que intentara ofenderla, y nadie entonces la insultada ni serian desoídas sus quejas. Su delirio alejaba de ella todo lo agradable, al mismo tiempo que acercaba y engrandecía a sus ojos las imágenes más crueles. Leonor estaba en todas partes, en donde quiera estaba Saldaña, y en la mente de la desventurada mora mil siglos corrían a cada momento que pasaba, porque en cada momento sufría tantas penas, y tantos pesares se agolpaban a su alma y la despedazaban a un tiempo, que los de un solo instante pudieran componer el total de los tormentos de toda la vida humana. Su intento era buscar a Leonor y salir del castillo, y sin saber adónde andaba, andaba y corría aquí y allí, y ya se figuraba lejos del sitio de donde había partido, cuando se encontraba otra vez en él, y otra vez atravesaba mil diferentes pasadizos secretos que ella sabía, y nunca acertaba a salir de la fortaleza, turbada toda, y perdida en el caos y el laberinto de su imaginación. La noche tranquila como el lago del valle, la luna bañando en luz pacífica las extendidas llanuras que de las torres se descubrían, el aire sin ruido, el campo sin ecos, el castillo lóbrego y en silencio, la hora ya muy adelantada, el reposo y el sueño en que estaban sumergidos los demás vivientes, todo parecía convidar al descanso, y ella sola no sosegaba, y ni su espíritu ni su cuerpo cesaban en su agitación. Algún centinela que la divisó, ni dio ni hizo seña de haberla visto, y creyéndola algún espíritu no hizo sino persignarse. Cuando ella contemplaba la calma que reinaba a su alrededor, aquella misma paz aumentaba su inquietud lejos de tranquilizarla. Figurábase a Saldaña embriagado en sueños de amor, regalado de ilusiones felices que estaba muy lejos sin duda de gozar el tétrico castellano, pero que la zelosa mora le prestaba en su delirio para atormentarse más a sí misma. Si contemplaba el castillo, la oscuridad y el rayo de la luna, reflejando débilmente en sus altas y ovaladas ventanas, imaginaba la fortaleza una tumba, y el pálido reverbero de la luz, la llama trémula de las antorchas fúnebres. En cada sombra veía un ángel de tinieblas que la perseguía y la acosaba, o un motivo de celos, una Leonor enamorada que venía en busca de su amante, y que se iba a encontrar en su camino con ella. Por fin, el ansia de vengarse, dominando enteramente su alma, sujetó su imaginación, calmó su desvarío, y le hizo tomar un camino recto y seguro afirmándola en un pensamiento único. Entonces volviendo en sí, su marcha fue más rápida, y con firme paso y decidido ánimo deshizo, ya con conocimiento de dónde se hallaba, las vueltas que equivocadamente había dado, y bajando por secretas trampas a escaleras y sitios que solo ella y el arquitecto del castillo tal vez conocieran, tomó el camino más corto para salir al campo. Llenos estaban los fuertes de aquella época de estas salidas ocultas, de que se servían sus señores, ya para sus empresas particulares, ya para caer inopinadamente en caso de sitio sobre sus enemigos, ya para facilitar una retirada, y ninguno de cuantos secretos contenía aquel alcázar ignoraba Zoraida, que criada en él, había mil veces recorrido todos. Servíase en su camino por aquellos desiertos tránsitos de una linterna sorda de metal, y llena de sobresalto, delirando sin cesar, y murmurando entre dientes algunas veces, parecía una maga que en sus furores descendía al infierno a evocar las almas de los condenados. Entre tanto, cierto rumor llegó a sus oídos, aunque a bastante distancia, que en un principio creyó seria causado por el gemido del viento; pero luego sonó una voz áspera y ronca como de un borracho de oficio, que hablaba con otros que contestaban con brindis y carcajadas, y conforme caminaba adelante sintió más cerca el ruido de copas de barro rotas y un estrépito semejante al que produce una orgia desenfrenada. Era el alboroto en las cuadras de los soldados aventureros, y una luz que ondulando ya alumbraba unas veces, ya otras al parecer se extinguía, y que a corta distancia reflejaba del cuarto del capitán de este cuerpo, y los desentonados gritos que de allí se oían, mostraban la bacanal y el desorden en que pasaban el tiempo. Pero una voz de mujer se oyó acaso en medio de las roncas y vinosas de los varones, y aunque apenas se percibió débilmente, el oído de Zoraida distinguió el sonido, y su primer pensamiento fue que era la voz de Leonor que estaba ya en el castillo, y que a la mañana siguiente debía ser presentada a Saldaña. Esta idea absurda sin duda, y que hubiera desechado ella misma si estuviera en su cabal juicio, fue cabalmente la primera y la única que se ocurrió a Zoraida, con tanta obstinación y tan ciegamente, que ni la borrachera de los que allí estaban, ni las groseras palabras con que agasajaban a la supuesta rival, ni las descaradas respuestas de ella, nada pudo hacerla reflexionar de otro modo. El estruendo crecía; el estrépito, las voces, las risotadas, los golpes en las mesas, los brindis y las maldiciones, todo lo oía la mora desde su encallejonado pasadizo sin perder una sola sílaba. Callaron todos de pronto, y la misma voz más ronca y desafinada que las otras entonó una canción, que verdaderamente tenía algo de infernal en su música, haciendo ruido al mismo tiempo con un cacharro contra una mesa para acompañarse. Pobre diablo Satanás, bebe vino, emborráchate y verás qué divino se te figura el infierno en verano y en invierno. CORO O Satanás, Satanás, emborráchate y verás. Vino largo, una querida, pelear, y beber, esta es la vida militar; y beber hasta caer, y beber y mas beber. Y otras seis u ocho voces que se distinguían por sus diferentes tonos y su desacuerdo, como de gatos que maúllan unos en tiple y otros en bajo, entonaban el estribillo: O Satanás, Satanás, emborráchate y verás. Y concluían su canto con un grito agudo, lúgubre y prolongado, semejante al que lanza el perezoso Ay en los desiertos de América. Dos veces repitieron este alarido, y luego bebieron, vocearon y juraron; cantaban unos, se peleaban otros, se desafiaban aquellos; las mujeres chillaban, y todo era confusión, alegría, llanto y borrachera. En la locura de Zoraida, aquella estancia se le figuró más propia de los demonios que de los hombres. La hora que era, y el alboroto que traían en un sitio subterráneo, daban cierta apariencia extraordinaria al festín, y ella había oído a Saldaña mismo hablarla de una aparición, de un espíritu que había robado a Leonor. Este pensamiento le confirmó en su primera conjetura acerca de la voz de mujer que había oído, y se resolvió a penetrar allí si era necesario, y averiguar de cualquier modo si era ella efectivamente. Pero aunque el amor a la vida no fuese hacía ya mucho tiempo el primer móvil de las acciones de la desconsolada mora, y muchas y poderosas pasiones hubieran sofocado en su corazón este deseo de conservación innato en todos los animales, el pudor es el último sentimiento que abandona la mujer, y la idea de entrar en aquella especie de perrera, mezclarse con hombres groseros y acalorados con las bebidas, y exponerse a una gracia hedionda y desvergonzada, la hacía temblar, sin atreverse siquiera a mirar a dentro por una claraboya que adornaban dos hierros atravesados en cruz. En esto la puerta del cuarto que caía al otro frente se abrió, y entró un soldado que salía sin duda de centinela, que saludando al que parecía ser el jefe, tomó un jarro de vino y se le echó a pechos de una sentada. —Juro por la barba del miramamolín del infierno, que en la centinela de esta noche he sentido pasar junto a mí un alma en pena, toda rodeada de fuego. —A la salud del alma en pena, gritó el capitán; y empinó la bota más de media hora seguida. —Por la muerte y pasión que hemos de sufrir todos los que aquí estamos, dijo uno con cara de león de piedra y con ademan grave y solemne, que no hay alma en pena como la mía, que estoy penando con esta cara de baqueta vieja porque me quiera esta desgraciada. —Sí señor; cuando digo que yo la he visto, ¿cómo se entiende? —Mentira; yo te digo que no es posible, respondía otro muy enfadado. — ¿Pues a que sí? — ¿A que no? ¿Y cómo es? —Es una figura blanca; lleva tras de sí un gato negro. —Es verdad, respondió otro, que yo la he visto esta noche pasearse de torre en torre. —Y volar por el aire a caballo en una serpiente de fuego, añadió el primero. — ¿Á que no eres capaz de ir a buscarla?, apostaba uno en otro corrillo. —Ahora mismo. — ¿A que no? — ¡Ea, muchachos! un buen trago y mano a la retama, dijo y bebió, y empuñó su espada. — ¡Á buscar la fantasma! —A buscarla, a buscarla, repitieron todos a un tiempo sin saber lo que iban a hacer ni lo que decían, y con las espadas desnudas salieron de tropel, como un torbellino de demonios vomitados por el infierno. Pero la fantasma que buscaban era la mora; y ésta, que había satisfecho ya su curiosidad, se había retirado a tiempo, y caminaba entonces por un pasadizo subterráneo, muy segura de que aquella gente trabajaría en vano por encontrarla. Ni era esto tampoco en lo que pensaba: varias veces había oído contar grandes prodigios y milagros hechos de una bruja de las cercanías que tenía amedrentados a los más intrépidos. A esta, pues, quisiera hablar Zoraida para consultarla y pedirla que le diese un medio terrible de vengarse, o una bebida para Saldaña que le hechizase y enamorase de ella de tal manera que ni aun en la muerte se separaran sus almas, o un veneno de odio para ella sola que le hiciera aborrecerle tanto como le había amado. El subterráneo por donde caminaba tenía una salida al pueblo y otra al campo en el lado opuesto: tomó Zoraida la segunda, y después de haber andado más de una hora se halló al raso cerca de Torre-Gutiérrez, castillo perteneciente a los señores de Cuellar. Había andado cerca de una legua sin sentirlo, sin cansarse, y enteramente entregada a su único pensamiento. Cuando salió al campo la respiración le faltaba, su cabeza ardía hecha un volcán, el corazón le hervía, y su sangre, como la lava del Vesubio, había hinchado sus venas y hacia palpitar todo su cuerpo. Había refrescado el aire, y ella abierta la boca lo respiraba con ansia y lo bebía, y todavía quemaba a su parecer; gotas de sudor corrían de su frente ardiente como de fuego, y varias veces en algunos arroyuelos que entre juncos allí corrían refrescaba su seco paladar, que otra vez abrasaba de nuevo el incendio que arrojaba su corazón. Caminaba, no obstante, sin cesar; pero ya sin saber adónde, y solo detenía el paso y se paraba cuando alguna ráfaga de viento venia un momento a aliviar su ardor. Pero entonces figuraba que oía en su susurro besos, caricias, palabras dulces en torno de ella, y la voz de Saldaña y la de Leonor. Y luego creía que resonaban voces de maldición o de lástima, y oía en el murmullo de las aguas y en el gemido de la brisa, y en el rumor de las hojas, que Saldaña la maldecía, y lo que era aún más cruel, que Saldaña idolatraba a Leonor. Y huía entonces hacia otra parte toda desatalentada, y así, ya suspendiendo el paso, ya caminando con indecible precipitación, se emboscó entre los pinos que están a la derecha de Torre-Gutiérrez, y allí se enmarañó y se perdió entre las sombras como un espectro errante. Pero no había andado muchos pasos cuando cayó sin aliento y rendida, y quebrantada con la fatiga, al pie de algunos árboles tan espesos que impedían entrase la luz de la luna. Allí, ya sin fuerzas y casi exánime, sintió un sudor frío que le helaba hasta los huesos sin cesar; por eso el ardor calenturiento que la abrasaba. Su cuerpo, débil y falto de alimento, no podía ya sostenerse, y el espíritu, trabajado y fatigado ya con tanto sufrir, no podía tampoco comunicarle más ánimo. Cayó, pues, y no hizo ningún movimiento para levantarse, ni para mudar de postura, ni levantó la cabeza, ni gemía, ni podía llorar, y solo daba a conocer que vivía el incesante movimiento de su pecho, que parecía henchido de tormentos vivos que luchando en su centro unos con otros lo alborotaban. Una luz a corta distancia que parecía andar sola se descubrió que venía por el bosque hacia ella, ya a veces desapareciendo entre los espesos árboles, ya otras derramando su ondulante reflejo que aumentaba las sombras en vez de desvanecerlas, con un brillo tan pálido y moribundo como el de una vela amarilla. Nadie se veía; no obstante, la luz se acercaba, y en la imaginación de la mora, cuyos ojos había herido su destello una o dos veces, aquella luz a tan escusada hora, y en aquel bosque, se presentó como cosa sobrenatural y del otro mundo. Quizá el ángel Azrael, que compadecido de sus pesares venía a cortar el hilo de su vida: quizá… quien puede decir lo que se figuró, pensó y creó la enajenada Zoraida. Pero no por eso se levantó de donde estaba, sino que fijos los ojos fuera ya de sus órbitas en la misteriosa luz, miraba como demente, y tal vez, según las imágenes que en su delirio inventaba, se descubría una sonrisa amarga como la hiel en sus labios trémulos y blanquecinos. La luz, empero, torció a un lado como si cambiara de senda, pero bien pronto volvió a brillar, y una voz se oyó que murmuraba maldiciones entre dientes, y que en tono monótono y como si rezara pronunciaba varias palabras mágicas o tenidas por tales, y que en informes versos puestas, sonaban como el regaño sordo de un perro alano. Callaba en seguida como si esperara que alguno le contestase; pero sin duda no estaba de humor de responder el ser sobrenatural que evocaba o no la oía, y la voz redobló sus conjuros. Tal vez se imaginó el encantador de la luz que había ya recibido respuesta, y volvió a callar. Volvió entonces a andar la luz hacia donde estaba Zoraida, y un ente informe de estatura raquítica y consumida, imperfectísimo remedo de una mujer, quizá una especie de animal nuevo, una vieja, en fin, de ojos de víbora, tan flaca como una cuerda, tan ruin como un mal pensamiento, y estropajosamente arrebujada en unos harapos, con una larga mecha de brea encendida en una mano, y en la otra una sarta de dientes de hombre, se presentó delante de la mora, capaz con su figura odiosa y repugnante de haber hecho creer que había diablo al más obstinado incrédulo. Llevóse Zoraida dos veces ambas manos a los ojos, horrorizada de aquella visión que, a su parecer, había salido del centro de la tierra en aquel instante, y prestándole fuerzas el miedo se levantó de pronto con intención de huir. Pero no bien se había puesto en pie, cuando recobrando su natural denuedo la miró de hito en hito, al mismo tiempo que el esqueleto ambulante, cuyos ojos relucían como los de un gato, la miraba con cierta diabólica malicia, y soltó una risada desagradable, muy semejante al roznido de un mulo. — ¿Qué haces aquí, linda niña?, le dijo con una voz cascada como el sonido de una castañeta; y riéndose de nuevo continuó: no te asustes, yo soy la abuela Gila que vivo en Cuellar, y aunque me tienen por bruja todavía me creo tan buena como la que más. La sarta de dientes que llevaba en la mano izquierda resonó a un movimiento que hizo como el crujido de un hueso al romperse. —Buena madre, respondió Zoraida, yo soy la mujer más infeliz que existe, y he venido aquí sin saber adónde iba ni a qué. — ¡Pobrecita! replicó la bruja con su acostumbrada risa. ¿Y a mí qué me importa que tú seas infeliz o no? ¡Ojalá que te veas pronto maldecida de todos como yo, y vieja y con arrugas, que yo también fui joven y bonita, y ahora!… ¿No eres tú la mora que quiere el señor de Cuellar? —Sí, yo soy la que fue querida, replicó Zoraida con acento melancólico; yo soy la que fui feliz. — ¡Hola! ¿Con que ya no te quiere, replicó la vieja, y tal vez te ha echado de su castillo? Se cumplieron, por fin, las maldiciones que yo te he echado. Pues, hija mía, ¡cómo ha de ser! ten paciencia y sufre. Y después de haber echado a Zoraida una ojeada de diabólica complacencia, la vieja infernal volvió la espalda e hizo ademan de alejarse murmullando estos versos: Feas, lindas, ricos, pobres, viejas, jóvenes, guerreros, reyes, nobles y villanos entran en un agujero como hormigas que la muerte con el pie junta y apiña. —Mujer, gritó Zoraida con impetuosidad después de una pausa en que el ansia de vengarse y los celos dieron nuevo ánimo a su corazón, yo venía en tu busca: si te alegras de mis tristezas, ¿qué me importa? Yo no te he hecho nunca ningún mal, ni te he visto hasta ahora; quiere decir que no solo me aborreces a mí, sino a todo el género humano. —Así es, replicó la bruja; odio a los que creo felices, y rio y hago escarnio de los que son desgraciados, como otros lo hacen de mí y me persiguen. —Pues bien, en ese caso yo quiero vengarme como tú, y mi venganza te debe a ti complacer, puesto que hará la desdicha de dos personas que tú aborreces. Dime qué tengo que hacer para lograrlo. Nada te detenga: llama a todo el infierno junto, preséntalo delante de mí con tus conjuros, oiga yo sus clamores, vengúeme yo de la rival que detesto, y tuya soy desde ahora. —Mucho fuego pones en tus palabras, replicó la vieja con un gesto que parecía otra vieja en lo desagradable. Has de saber que desde que se murió la tía Graja, hace ahora diez años, no se ha vuelto a ver el diablo por estos contornos, ni yo he montado en la escoba desde entonces, ni he dado paz al cabrío. Está esto muy mal, y hasta el amo nos desprecia, y van perdiendo su fuerza nuestros conjuros. Ya se ve, se ahorca ahora tan poca gente que es un dolor; toda la noche he tenido que andar por estos pinos buscando ahorcados a quienes arrancar los dientes, y solo he podido hallar cuatro o cinco, y aun uno de ellos era ya viejo y le faltaban las muelas. Era entonces costumbre, y lo fue por largo tiempo en España, ahorcar de los árboles a los que la voluntad o la justicia del señor feudal condenaba a muerte si eran villanos, y nadie ignora que las llamadas brujas prestaban ciertas virtudes a sus dientes y a varias partes de su cuerpo, de que se servían en sus supuestos hechizos. —Pero, en fin, el hecho es, continuó la asquerosa vieja, que tú quieres maleficiar dos personas y vengarte de ellas, y hasta ahí alcanza mi poder, y en eso doy gusto a mi inclinación. Una de ellas sin duda es el señor de Cuellar. —No, repuso la mora con prontitud: yo le amo demasiado para querer hacerle directamente daño. Yo solo quiero vengarme de mi rival. — ¿Y quién es tu rival? preguntó la vieja; ¿no es la hermana del Castellano de Iscar? —La misma, replicó Zoraida; esa es la que me ha robado su corazón esa es la que ha llenado mi alma de amargura y desesperación: sí, sobre ella caigan tus maldiciones; sobre ella sola, para que no la vea jamás en sus brazos el señor de Cuellar. — ¿Sabes tú dónde está? ¿Tendrías tú un medio para hacerle tomar una bebida que yo te dé? preguntó la vieja mirándola fijamente. —Si yo supiese dónde se halla… contestó Zoraida. —En su castillo, sin duda, interrumpió la vieja con una sonrisa irónica; pero no te de pena, esa mujer no morirá en paz ni en su cama. —Pero tú, insistió Zoraida, ¿no podrías llevarme adonde se halla? — ¿Lo sé yo acaso? replicó la vieja; y aunque lo supiera, ¿por qué te lo había de decir? No señor, sufre, que día vendrá en que se cumplan todas las venganzas juntas, y en que los que ahora viven alegres lloren, y aquellos y aquellas que tienen asco de las pobres viejas, y pasan espetadas delante de ellas sin mirarlas, y que se creen infectadas con solo rozarse con las que son como yo, y las que ahora rebosan en hermosura y salud, día vendrá, y muy pronto, en que salgan con los pies delante para el cementerio. Diciendo esto la raquítica bruja dio a su rostro una expresión tan repugnante de alegría y de venganza que al mismo espíritu maligno le hubiera parecido desagradable. Zoraida no contestó, sino que dando algunos pasos hacia ella, aunque con repugnancia, le alargó algunas monedas, pensando que este sería el mejor medio de hacer adivinar y poner de su parte a la bruja. Tomólas ella con avaricia, y mirándolas una tras otra a la luz, no parecía sino que nunca había visto junto tanto dinero, lo cual era más que probable. No sabía tal vez en dónde estaba Leonor, y menos aún podía hablar con acierto acerca de los sucesos futuros; pero era menester decir algo, y estaba demasiado habituada a servirse de la credulidad ajena para titubear un momento. Quizá ella misma a fuerza de oír que la llamaban bruja, y acaso poseedora de algunos secretos, había llegado en efecto a creer que tenía comercio con el demonio. Zoraida, crédula como todos los hombres y mujeres de su siglo, y además agitada de una pasión loca que puede hacer supersticioso al hombre más ilustrado, la miraba como un oráculo, y esperaba con ansia saber cuál había de ser su destino. La bruja, pues, le hizo señas de que guardase silencio, y habiendo arrancado algunas retamas les prendió luego, profiriendo sordamente varias palabras, que no entendía ella misma sin duda, dando vueltas alrededor de la hoguera con más rapidez que prometían sus años mientras la llama tomaba vuelo. Paróse en seguida, y sacando del arrugado y cóncavo pecho un bolsillo de cuero que deslió sin dejar de gruñir entre dientes, echó unos pelos al fuego y una especie de saín o gordura de algún animal. Echóse en seguida al suelo, y poniendo contra él la boca empezó a llamar a alguno primero en voz baja y después en tono más alto, añadiendo a cada palabra una maldición. Todos sus movimientos eran tan extraordinarios y ridículos, que hubieran podido llamar la atención del hombre menos curioso; y su figura maléfica, que se divisaba como un espectro a la luz de la hoguera, el silencio de la noche, la luna, que oculta entre algunas nubes cenicientas tenía el bosque de una especie de color de muerto, daba cierto carácter sobrenatural a aquella singular escena. La hoguera, sin embargo, se fue consumiendo poco a poco, y cuando ya estaba casi extinguida, la fatídica vieja se levantó y dio una patada con furia sobre las pocas ramas que aun ardían, como si quisiera vengarse de aquella manera del poco efecto que producían sus encantos. — ¡Ea, pues! dijo volviéndose hacia Zoraida, que había observado cuanto había hecho, y que más de una vez había sentido erizarse sus carnes, ¡ea, pues! demonios, ya que desoís mis conjuros, ojalá que se conviertan a Dios, y eviten vuestras tentaciones cuantas almas hay en el mundo. Zoraida, el espíritu profético ha huido de mí, y no sé, ni acierto adonde está tu rival: solo sé que un espíritu superior a los que a mí me sirven la protege por ahora. ¡Maldito sea él! solo sé que él la libertó de las garras del Velludo. Quizá tú la volverás a ver algún día. Tú también tendrás quien te proteja. Tal vez el de Cuellar te volverá a amar. Acaso… La imaginación de la vieja apenas podía ya inventar más, ni suplir con profecías a bulto lo que ignoraba. Por último, y como inspirada de pronto, añadió: —Puede ser que algún día te acuerdes de lo que has visto esta noche por tu desgracia. Es forzoso que nosotros nos volvamos a ver. — ¿Crees tú que Saldaña me vuelva a amar? preguntó Zoraida, a quien esta parte de la profecía había conmovido y hecho temblar hasta las entrañas. — ¿La hembra del mastín no se ayunta con el lobo? respondió la pitonisa. Pero guárdate también que no te devore, guárdate, y teme que no maldigas algún día la hora fatal en que te has hallado conmigo. Pronunció estas últimas palabras con un eco de voz tan siniestro, y clavando al mismo tiempo en Zoraida una mirada tan fija y horrible, que hubiera podido intimidar al más intrépido. La desdichada mora no pudo menos de estremecerse y sentir sus cabellos tiesos sobre su cabeza. En vano trató de esforzarse a preguntarla por qué: el temor había helado su voz, y la fiebre que la devoraba la representó en su fantasía en vez de una bruja, mil que la amedrentaban con sus funestos presagios, y que la miraban del mismo modo. Tal vez la intención de la vieja había sido únicamente aterrarla, ya que no había podido convencerla de su mágico poder; pero no obstante parecía que solo había verdad en su último presagio, que era una amenaza que debía cumplirse, y que aquella misma mujer había de tener parte en que se cumpliera. El tono de su voz y su mirada manifestaban quizá perversas intenciones para en adelante, quizá estaba ofendida y deseosa de vengarse de la mora, que había presenciado la inutilidad de sus conjuros, y que podría publicar todo como había pasado, y hacerle perder su fama. De todos modos había un no sé qué de verdad en sus expresiones. Zoraida entre tanto todo lo daba ya por cumplido, y cuando vuelta en algún tanto de su estupor quiso pedirla algunas explicaciones de lo que había dicho, la inexplicable vieja había desaparecido. A su entender se había vuelto a sumergir en las entrañas de la tierra, de donde pensó primero que había salido. Entre tanto ya venía la mañana, el aire, más fresco, halagaba las copas de los pinos, y el color de la aurora empezaba a pintar con su velo de nácar el horizonte. Las aves piaban, los arroyos murmuraban y se alegraban los campos. Todo respiraba el encantó de una alborada de estío, y el reposo y la paz, aun no alterada por el villano madrugador, podía compararse a la primer sonrisa de un niño. Solo Zoraida penaba, aterrada aun con el presagio de la impura vieja; pero su fiebre había calmado, y cierta lasitud, producida por su anterior frenesí y lo mucho que había caminado, era lo único que le quedaba de su locura. Parecía que el fuego de su corazón se había enteramente apagado, o por mejor decir, que su corazón a modo de un espíritu se había evaporado, y que ya no le quedaba sentimiento para padecer ni gozar. Sus ojos estaban tristemente caídos, al color encendido de sus mejillas había sucedido una palidez cadavérica, sus miembros flojos apenas obedecían a su voluntad, y en derredor de su boca la herradura de la muerte estaba estampada. Aún no había recobrado cabalmente su juicio, pero ya no era aquella imaginación llameante la que mezclaba y arrebataba sus pensamientos, y como un herido falto de sangre y lánguidamente débil, solo veía colores, sombras, oía un confuso rumor, y el cielo y la tierra le parecía que habían cambiado de sitio. Todo a su vista aparecía más alto, más bajo, más lejos, más cerca de lo que estaba realmente. En su memoria se agitaban los sucesos de aquella noche como sueños casi olvidados, o como los cuentos de la niñez. Figurábase a veces que eran cosas que había oído contar, que habían pasado hacía mucho tiempo, y allá confusamente oía al mismo tiempo las palabras de la bruja, el canto satánico de los aventureros y el grito de los centinelas. Examinábase a veces a sí misma en los intermedios que este segundo delirio le concedía, miraba al cielo inundado ya de ráfagas de luz hacia el oriente, consideraba la tranquilidad de los campos, y meditaba en la dicha que disfrutaban sus habitadores. De lejos ya llegaba a sus oídos la voz del leñador que arreaba su asno caminando al monte, el canto monótono de los segadores que aprovechaban la fresca, el grito del labriego en la era, y esta armonía, este bello despertar de la naturaleza le hacía penar de nuevo, y derramar lágrimas hilo a hilo. — ¡Oh, se decía a sí misma, yo soy la única infeliz entre tantos felices! Parecíala al pensar esto que no era este mundo su morada ni la había sido hasta entonces, sino que para mayor tormento suyo, una mano fatal la había arrancado de su centro y trasladádola allí para que pudiese comparar la gloria de aquel paraíso con el infierno en que tenía que vivir por fuerza, y que llevaba dentro de sí. Hallábase allí en medio del campo, al aire libre, a la luz del día, tan turbada e incómoda como un rústico en medio de un magnífico palacio, o más bien sentía la fatiga del pez que se ve de pronto fuera de su elemento. En su interior oía una voz que le gritaba de volver al castillo; pero el día entraba, y aun no se había decidido a obedecerla. Por último, la parte de vida que le animaba venció su irresolución, y la afligida Zoraida tomó la vuelta de la fortaleza. Los trabajos del campo, propios de la estación, habían despertado ya a los rústicos habitantes, y todo era vida y movimiento en aquella extensa campiña. Hubiera sido un espectáculo agradable sin duda para cualquier espíritu sosegado; pero Zoraida huía de los hombres, hubiera querido no oír sus palabras, y quería ocultar a sus ojos la calma y la hermosura de la naturaleza. Buscaba las sendas más escondidas, los sitios más sombríos, en fin, todo aquello que pudiera tener analogía con su alma. Cuando llegó a la entrada subterránea que llevaba a las bóvedas del castillo, volvió la cabeza a mirar el sol, que como un escudo de fuego se levantaba y tenía el horizonte de mil vivísimos colores. Quiso fijar en él los ojos por un instante, y quedó tan deslumbrada y confusa, que dando un alarido se lanzó en la oscura bóveda de repente. Hubiérase creído que era un ángel de tinieblas que miraba la luz del sol, y despechado de no poder gozar de su hermoso brillo se arrojaba maldiciendo su suerte en el infierno. Zoraida cansada, enferma de alma y de cuerpo, llena de visiones, de presagios, de memorias del bien pasado, y desnuda de toda esperanza, volvió por los secretos pasadizos por donde antes había salido, y el ruido de las armas, los relinchos de los caballos y las voces de los soldados que barrían sus cuadras, limpiaban sus armaduras y vagaban acá y allá en los patios y corredores próximos al camino que ella llevaba, penetraban en su oído mezclados en un son tan confuso y desacorde que acabaron de trastornar su cabeza. Más de una vez tuvo que apoyarse en la pared para sostenerse, y no supo ella misma el tiempo que estuvo en aquella actitud hasta que recobraba sus fuerzas. Las retorcidas escaleras que subía la mareaban, el castillo se le andaba, y cuando llegó a su cuarto, se encerró allí y se arrojó en su lecho, sintió un placer semejante al de un ave nocturna que, aturdida y ciega con el resplandor del sol, encuentra por casualidad el oscuro nicho que le sirve de asilo. CAPITULO X. Ya habrá supuesto el lector que el billete que entregó al señor de Cuellar su lindo page venia de parte de Hernando, que deseaba tomar venganza del que él suponía el robador de su hermana. En efecto, el tiempo, que según el estado de nuestra alma vuela ligero como un relámpago, o se nos figura que no se mueve, le parecía aquella noche al señor de Iscar que había perdido sus alas, y cada minuto se le hacía un siglo. Tal era el deseo que le punzaba de venir a las manos con su enemigo. Las tres de la mañana serian, y faltaban aun dos mortales horas para que llegase el momento prefijado para el combate, y ya su voz había despertado al buen Nuño, que a su vez había despertado al Cantor, y éste a los demás habitantes de la fortaleza. Ninguno sabia el intento de su señor sino el capellán del castillo, que había escrito la carta de desafío, porque Hernando de Iscar no sabía leer ni escribir, o lo que es lo mismo, no era caballero letrado que se decía entonces, y solo era entendido en los ejercicios de caballería. Se había confesado la noche antes, como era uso generalmente de los religiosos caballeros si había lugar para hacerlo antes de entrar en batalla o aventurarse a algún peligro, sin que en esto diesen pruebas de menos valor o desconfianza en su buena suerte. Hernando, buen caballero probado en muchos encuentros, tenía fama de ser tan diestro jinete como ágil en todo género de juego de armas: sabía que su contrario el de Cuellar era una de las lanzas más temibles de la cristiandad, y así por esto, como porque interesaba a su honra, tenía intención de proponerle en el campo se desarmasen el lado izquierdo, quedando de este modo expuesto a los golpes el corazón. Era de creer que Sancho Saldaña no titubearía un punto en acceder a su proposición, y en este caso la muerte de uno de los dos, o tal vez la de ambos, era de presumir inevitable. Pero esto le daba muy poco cuidado a Hernando, que ganoso de satisfacer su agravio, y educado desde su infancia en las armas, estaba acostumbrado a considerar un duelo a muerte como una especie de pasatiempo. Su buen Nuño, que no daba más importancia que su amo a la vida de un semejante suyo si la arriesgaba en regla, y según la ley de las armas, aunque no sabía el intento de su señor, sospechaba lo que podía ser, y le había aderezado ya su armadura, sin olvidarse de la suya propia, persuadido a que su amo tendría tal vez necesidad de su compañía. Había reñido con el poeta más de veinte veces el día antes, y hecho la paz otras tantas, y estaba entonces pendiente aún su última riña, cuando el Cantor, tarareando unos versos muy conocidos en aquella época, se llegó a hablarle. — ¿A qué diablos, dijo Nuño, vienes aquí a hacer ruido? ¿Te parece a ti que es esta hora para oír tu música? —Yo no sé para lo que es hora, respondió el poeta, pero sé muy bien para lo que vengo. —Pues habla, y sé breve, repuso el enojado Nuño. —Así lo fueras tú tanto como yo, replicó el Cantor con calma, y no que cuando tomas la palabra no dejas hablar a nadie, y eres capaz de estarte charlando tres días; y al fin, si hablaras bien, pase, pero… —Si vienes a chancearte conmigo, interrumpió Nuño poco agradado de las finezas de su antagonista, te puedes ir con mil santos a buscar otro a quien cansar con tus necedades, porque yo no estoy ahora de humor de broma. —Ve ahí como nos equivocamos cuando uno menos lo piensa, repuso el poeta, que se divertía en irritarle; yo te creía ahora del mejor humor del mundo, porque aunque en tu cara no se conoce nunca cuándo estás contento… —Sí, replicó Nuño con ira, sí, estoy para hacer correr tras de mí los chicos de la calle: ¿habrase visto impertinente igual? Si no fuera… ¡vive Dios! —He sufrido tres interrupciones sin quejarme, contestó el poeta, y todavía no te he interrumpido a ti una sola vez y ya te amostazas: he ahí lo que se llama tener buen genio. —Tengo el que me da la gana, replicó Nuño con mucho enfado. La conversación llevaba trazas de acabar mal, al menos por parte de Nuño, si el poeta, que no tenía el menor deseo de quimera, no la hubiera hecho tomar distinto giro diciendo: —Con estos dimes y diretes, mi buen Nuño, todavía no te he preguntado lo que quería, y lo que es más esencial que nuestras cuestiones. ¿Sabes tú por qué don Hernando te ha mandado que apercibas sus armas para esta mañana a las cuatro? —No sé, replicó Nuño con sequedad. —Vaya, si lo sabrás, continuó el Cantor. ¿Quién sino tú lo ha de saber, que mereces toda la confianza de nuestro amo, y conoces y averiguas además cuanto pasa a veinte leguas a la redonda? Era este justamente el flaco de Nuño, que aunque a la verdad merecía mucha confianza a su amo, él la ponderaba y exageraba sobremanera, dando a entender que no hacía cosa que no le confiase y sobre que no le pidiese de antemano su parecer. No sabía entonces nada de cierto, como hemos dicho, pero no le pareció oportuno ni honroso disminuir su importancia a los ojos de su antagonista, y estaba decidido a dar por fijo lo que suponía. —Yo no averiguo ni trato de averiguar nunca nada, y te engañó mucho quien tal te dijo. —Sí, replicó el Cantor, no averiguas, pero lo sabes todo. —Si lo sé, repuso el severo Nuño, no es porque yo me meta nunca donde no me llaman, sino porque hace muchos años que poseo la confianza absoluta de mis amos. En prueba de ello, me acuerdo que pocos días antes de tomar el Arrabal de Triana en el sitio de Sevilla el año de 1240, que andaba muy callado entre todos como es uso y debe ser cuando se trata de las cosas de la guerra, y no sabía nadie la intención del almirante sino el rey y algunos de los caballeros más principales, y los demás andaban olfateando sin atinar con nada, mi amo me dijo: “Nuño, buen ánimo, que pronto va a haber barro a mano: cuando llegue el caso, lanza en ristre y confianza en Dios.” Lo que yo interpreté que quería decir, Triana será nuestro muy pronto. — ¡Por Dios, Nuño! exclamó el Cantor: ¿qué tiene que ver aquí la toma de Triana con lo que hablamos, que no te he interrumpido solo porque no te enojaras? —Es verdad, repuso Nuño, pues como digo, entonces y otras veces, el año de 1260… — ¿Otra vez? ¡Por Santiago! interrumpió el poeta. —No me interrumpas, o sino callemos. —No te interrumpo, sino que no respondes acorde, y me vienes a contar lo que importó saber a mi abuelo. —Tienes razón: convino Nuño, quizá por la primera vez de su vida, en hablando de mi amo, quiero decir, del padre de don Hernando, pierdo los estribos: y bien, pregunta, di, porque tampoco me has preguntado nada, y mal te podía responder. —Sí, te lo he preguntado ya, repuso el impaciente poeta. — ¿Como? eso no, replicó Nuño, y no creo que me taches también de falto de memoria. —Está bien: no gastemos más tiempo. Te he preguntado o te pregunto ahora, como tú mejor quieras, ¿para qué ha pedido sus armas?… — ¡Ah! sí, me acuerdo, dijo Nuño, es verdad: en una palabra, parece que hoy ha determinado mi amo que el señor de Cuellar purgue de una vez los males que nos ha causado; a lo menos ayer le llevé yo un papel que me entregó el capellán, y es de presumir… ya ves. —Sí; ¿pero no te ha dicho don Hernando nada? preguntó el poeta. —Hombre… sí, y no, me ha dicho, y no me ha dicho, repuso Nuño titubeando; pero yo sé que hoy van a ver quién se tiene mejor a caballo, en buena ley y con buenas armas. —Pues Dios ayude a don Hernando, porque el de Cuellar es ligero como el viento, y fuerte como una encina de veinte años. —Quita allá, dijo Nuño. ¿Dudas tú del ánimo de don Hernando? Le he visto yo cuando apenas tenía diez y siete años sacar a un hombre de la silla, y llevarlo enhestado en la lanza como si fuera una pluma. —Ya lo sé, replicó el Cantor, que don Hernando no cede a nadie; pero aquí entre nosotros, el de Cuellar es hombre más vigoroso, y la suerte está indecisa. —Puede ser, replicó el veterano: pero la rabia que le tiene mi amo suplirá por las fuerzas, y allá veremos, y hágase lo que Dios quiera. —Amen, replico devotamente el Cantor: tienes razón, Dios protege siempre la causa de la justicia; yo pasé cerca del impío y le vi en medio de su grandeza, volví la vista y ya había desaparecido. ¿Pero tú sabes, continuó, que don Hernando está equivocado, y que doña Leonor no está en poder de Saldaña? — ¿Pues entonces en dónde está? preguntó Nuño como sorprendido. —La bruja, o lo que sea, que anda por estos contornos, prosiguió el poeta, la sacó de manos de los ladrones la misma noche que la robaron, y a la verdad que no sé qué es peor. — ¿De veras? preguntó Nuño con muestras de mucho contento. Trae acá un abrazo; es la mejor noticia que podías darme, a no ser que me la dieras de que estaba ya en el castillo. —Hombre, tú eres raro, dijo el Cantor, y no entiendo por qué te alegras tanto de mi noticia, porque a mí no me parece muy buena. —Porque tú no conoces a esa que llamas bruja, que no lo es ni piensa serlo, sino un ángel del cielo. — ¿Luego tú la conoces? preguntó el poeta. — ¿Pues no la he de conocer, si fue la misma que me curó mis heridas cuando hace tres años quedé por muerto en el campo, y ella me recogió y me cuidó como si fuera su hijo? Te aseguro que por la noticia que me has dado te sufro hasta que me interrumpas, y te perdono todas tus impertinencias. — ¿Y tú sabes sin duda dónde vive? —No, replicó Nuño, porque entré sin sentido, y salí con los ojos vendados y ya de noche, de modo que aunque me levanté un poco el pañuelo para mirar no pude ver señal alguna de habitación. Aquí llegaban, cuando el señor de Iscar, habiendo oído al trompeta del castillo, que tocaba las horas, marcar las cuatro con su instrumento, volvió a llamar a Nuño, e interrumpió su conversación. — ¿Qué tal la mañana, Nuño? le preguntó su amo con aire de buen humor. —Algo fresca está, replicó el veterano; las mañanas de este mes son frías por lo regular. —Tanto mejor, repuso Hernando; a bien que luego entraré en calor. Tráeme mis armas. Nuño salió al momento por ellas frotándose alegremente las manos, diciendo entre sí:— Gracias a Dios que se nos proporciona algo que hacer, que por Santiago creí ya que me iba a pudrir aquí, y a tomarme de moho como una coraza vieja; pero hoy va a haber golpes sin duda, y aunque no sé si me tocará a mí algo, presumo que ha de haber para todos. Hablando así, tomó en la sala de armas la armadura de su señor, y volviendo donde él estaba la puso en el suelo, y principió a vertírsela con mucha calma. —Vamos, Nuño, date prisa, le dijo su amo a tiempo que le ceñía el espaldar. ¿Qué espada me traes?… La de mi padre, supongo. —Sí señor; la misma, repuso Nuño, con la que mató a orillas del Guadalquivir al africano Aliatar, que me parece que le estoy viendo acercarse todos los días a nuestro campo en un ravicano árabe que corría como el viento, vestido de una piel de león sobre que dormía, y en menos de media hora derribar de la silla dos o tres de los mejores soldados nuestros que salían a jinetear. Pero no le valió con don Jaime, que peleó con él delante del famoso Pérez de Vargas, y le hizo rodar por el suelo como una bola. —Pues esa espada quiero yo hoy, dijo Hernando, y veremos si tengo tan buen pulso y acierto como mi padre. Dicho esto, y armado ya todo sino la cabeza, caló un casco de bruñido acero de donde volaban infinitas plumas. Nuño le calzó las espuelas, y con brioso y marcial continente salió del cuarto con el mismo deseo y denuedo que si fuese a recibir los aplausos de la multitud y las miradas de las damas a algún lujoso torneo. La alegría más pura brillaba en los ojos de Nuño al verle, y la memoria de su padre, viniendo de repente a su imaginación, humedeció los ojos del veterano acaso alguna lágrima, que se limpió con el revés de la mano. —Señor, le dijo viendo que Hernando no le decía que le acompañase, ¿y yo no tengo hoy en qué ocuparme? ¿Me he de estar mano sobre mano aquí en el castillo como una gallina clueca? —Amigo Nuño, le respondió su amo, por hoy no necesito tu compañía; solo tengo que ir, y mi brazo me bastará con la ayuda de Dios. —Pero señor, ¿y si acaso os sucede algo?… —En ese caso será de mí lo que Dios quisiere, replicó Hernando; solo te encargo que si dentro de dos horas no estoy de vuelta, te llegues hacia la ribera del Cega, junto al molino, donde acaso me encontrarás. — ¿Y no sería mejor, volvió a insistir el fiel Nuño, que yo os acompañase hasta allí? No creáis, aunque me veis viejo, que si se trata de venir a las manos tarde yo en enristrar la lanza más tiempo que el doncel más aventajado. —Lo sé, repuso su amo, pero por hoy no puedes venir conmigo: he prometido ir solo, y si alguno me acompañase correría peligro mi fama. —Entonces id con Dios, dijo Nuño, y él os de tan buena ventura como merecéis. Con esto llegó Hernando a su caballo, que con su caparazón de batalla estaba ya a la puerta del castillo, de mano de un escudero, y saltando sobre él con tanta soltura como ligereza, tomó de las manos de Nuño la lanza y el escudo que éste le alargó, diciéndole:—Si acaso, ya sabéis, señor, que el golpe de la visera es seguro y de buen empuje: la lanza baja y levantarla de pronto: no hay más que hacer. Me acuerdo… Iba a contarle tal vez alguna historia de su mocedad, pero Hernando, metiendo espuelas a su caballo, salió al galope, y el veterano le vio atravesar el puente levadizo sin detenerse, bajar la cuesta, seguir su carrera en el llano, y desaparecer de allí a poco como una exhalación a lo lejos entre los pinares, dejando detrás de él rastros de luz de su armadura, herida en aquel momento del sol que empezaba a aparecer en el horizonte. —Estos jóvenes de ahora, se dijo Nuño a sí mismo cuando le vio partir, quieren guiarse siempre por sí, y no las más veces aciertan. No que lo diga yo por mi amo, que así sabe manejar la espada como el caballo, pero… Allá va, que apenas le alcanza el viento: Dios te guie y te de victoria sobre tu enemigo. Murmurando así entre dientes, volvió al castillo muy apesadumbrado de tener que quedarse sin presenciar el combate, y mucho más de no poder tomar parte. Entre tanto el señor de Iscar sin sosegar su carrera atravesó el pinar, vadeó el rio Piron, y poco después llegó al sitio aplazado para el desafío. Era en la ribera opuesta del Cega, camino de Cuellar, en una especie de plaza llana y desembarazada de árboles, desde donde se descubría a corta distancia una torre dependiente de aquel castillo, convertida hoy día en una pequeña aldea llamada Torre-Gutiérrez. Tendió la vista el señor de Iscar buscando a Saldaña, y viendo que no había venido aun, lleno de impaciencia echó pie a tierra de su caballo, y sentándose sobre una piedra se puso a aguardarle, maldiciendo de todo corazón su tardanza. A cada momento se levantaba y miraba por todos lados por si le veía venir, acrecentando su ira cada minuto que pasaba, y ansiando cada vez más el momento de pelear. Por una parte temía que siendo el billete anónimo hubiese despreciado a su autor, teniéndole por caballero de poco nombre e indigno de medirse con él; por otra recelaba si sabedor de quién era seguiría resuelto, como ya había dicho otra vez, a no enristrar lanza contra el amigo de su juventud.— ¡Hipócrita! exclamaba hablando consigo mismo. Tal vez quieres engañar aun al mundo, dando a entender que respetas los lazos de la amistad, pero tú no me conoces aun; yo te arrancaré la máscara y haré que te vean tal como eres. Puede ser que no vengas a la cita, pero guárdate, porque te he de encontrar aunque te escondas bajo de tierra, y te he de coser a estocadas delante del mismo altar de la Virgen. ¡El amigo de mi juventud! continuaba con ironía. Ya hace mucho tiempo que no somos amigos, y por lo último que has hecho juro no reposar hasta cumplir mi venganza. Agitado de estos pensamientos, y temeroso ya de que no viniera, estaba dudando si le aguardaría más tiempo o le daría por cobarde y mal caballero, e iría a su mismo castillo a injuriarle y a castigarle como a un villano. Pero aún no habían dado las cinco, y solo su impaciencia podía llamar cobarde a Sancho Saldaña, que estaba reputado, como hemos dicho antes, por uno de los más valientes guerreros del partido de Sancho el Bravo. El señor de Cuellar, que no tenía los motivos de su contrario para abrigar contra él ningún mal deseo, y no sabía siquiera ni se imaginaba con quién tenía que habérselas, había tomado el lance con la indiferencia apática que era el tipo de su carácter cuando no se trataba de sus pasiones y de martirizarse a sí mismo. Por esto a las cuatro y media de la mañana se había hecho armar de su page con mucha calma, y montando a caballo, solo se encaminó, mucho más combatido de sus remordimientos, esperanzas y disgustos, que pensativo del desafío, a un mediano trote al sitio que señalaba el billete. No había dado apenas la hora, cuando el enojado hermano de Leonor le vio con mucho contento que venía a lo lejos en un poderoso caballo brillantemente armado con muestra triste, aunque animosa y guerrera. Su alta estatura y ancha espalda parecían darle ventaja sobre su contrario, que aunque robusto y vigoroso era más pequeño de cuerpo, y de formas menos atléticas. Su caballo, negro como el azabache, era también más ancho y de más alzada, y aunque la lanza de Hernando mostraba bien a las claras la pujanza del brazo que la blandía, el hasta de Sancho Saldaña marcaba a su señor por hombre de fuerzas extraordinarias. Nadie al comparar los dos campeones, viéndolos frente a frente, hubieran supuesto ventaja en ninguno de ellos, porque si bien imponía el hercúleo continente y grave mole del señor de Cuellar, el desembarazo, soltura y agilidad de Hernando podían suplir por su falta de fuerzas y de estatura, siendo igual el valor de entrambos, igual su edad, y estando este último particularmente deseoso de pelear. Caló la visera Hernando viéndole que se acercaba, siendo su intención ahorrar palabras no dándose a conocer, montó a caballo, y fijando la lanza en tierra le aguardó con serenidad. Sancho Saldaña, ensimismado como de costumbre, no había siquiera levantado sus ojos ni visto a su enemigo, que le esperaba, por lo que la visera alta y puesta la lanza en la cuja siguió marchando sin avivar el paso de su palafrén. Si tendré yo que ir a avisarte que estoy aquí, se dijo entre sí Hernando picado de su indiferencia; y sin aguardar más tiempo alzó la voz llamándole, no sin aguijar su caballo y avanzar algunos pasos más, lleno de impaciencia, hacia él, para obligarle a que le mirara. Saldaña alzó a su voz la cabeza, y llegando junto a él hizo alto, le echó una ojeada desdeñosa de arriba abajo que redobló el coraje del señor de Iscar, y después de haberle mirado muy despacio le dijo:—Mucha gana tenéis de pelear, señor desconocido, a lo que parece. ¿Tenéis alguna dificultad en darme a conocer vuestro nombre, o quizá sois caballero novel, y aun no lo habéis hecho bueno ni conocido? —Mejor que el tuyo mil veces, repuso Hernando fijando en él dos llamas, que tal parecían sus ojos al través de las barras de la visera. Mejor que el tuyo, y me extraña que preguntes mi nombre cuando sabes que no es uso de buenos caballeros preguntarlo antes de combatir. —Más me extraña a mí, replicó el de Cuellar sin alterarse, que solo por lograr prez o por alguna imprudente promesa hecha a tu dama, pues no creo que me llames aquí por otro motivo, arriesgues tu vida conmigo en sitio tan solitario, a no ser que estés loco o trates de no quedar delante de gentes avergonzado de tu vencimiento. —Saldaña, gritó Hernando, lanza en ristre, y ahorremos de palabras, que donde están las manos no hay para qué servirse de la lengua. Solo exijo por condición que el vencido ha de declarar la verdad de lo que se le preguntare. —Inútil me parece esa condición, respondió Saldaña desdeñosamente, porque tú serás el vencido, y yo no tengo nada que preguntarte. —Otra tengo también que pedirte, repuso el de Iscar, y es que nos desarmemos las platas, y ofrezcamos a los golpes el corazón. ¿Te parece mejor que la otra? —Sin duda, respondió el de Cuellar con su acostumbrada calma; así despacharemos más pronto, y el golpe será más seguro. Y diciendo y haciendo, se aflojaron entrambos las lazadas de las armaduras, dejando descubierto el lado izquierdo, y arrojaron al suelo las piezas que lo cubrían. Hecho esto caló visera Saldaña, embrazaron ambos los escudos, y volviendo sus caballos a un mismo tiempo con maravillosa presteza tomaron parte del campo, y puestos a igual distancia, sin aguardar otra señal que la de su deseo, arrancaron el uno contra el otro lanza en ristre a toda la violencia de la carrera, envueltos en una nube de polvo. Llegaron uno junto a otro sin detenerse, y se pasaron de claro, habiendo apenas la lanza del de Cuellar rozado en el brazo derecho de Hernando, y tocando acaso la de éste en el muslo de su enemigo. Siguieron corriendo con el mismo ímpetu hasta llegar a cierta distancia, donde pararon, y arremetiendo segunda vez se desvanecieron de sus puestos con la rapidez del rayo, y la lanza baja amenazando hacerse pedazos. Este segundo encuentro fue más acortado que el primero y ventajoso para el de Cuellar, que encontrando el hombro derecho de su enemigo caló el hierro de la lanza entre la quebrantada armadura hiriéndole ligeramente, y le hizo bambolear en la silla, porque habiéndose encabritado el caballo de Hernando al recibir el golpe, hubo menester su señor de toda su habilidad para sostenerse. Pero la tercera vez, encontrándose con la misma furia, fue tal la embestida y la cólera del de Iscar, que su lanza saltó al aire en mil astillas, y el caballo de Saldaña, que con dificultad pudo sostener el choque, cejó, cayendo dos o tres veces del cuarto trasero sin poder apenas tenerse, aunque esto no evitó que su amo rompiese con la punta de su lanza la visera de su enemigo, dejándole tan trastornado y aturdido que estuvo a pique de caer en tierra. Quedó entonces Hernando a cara descubierta delante de Saldaña, el rostro encendido como fuego, y lanzando sobre él con los ojos rayos de ira, disponiéndose a volver su caballo y a llevar adelante su desafío. Pero el de Cuellar, que al punto que le vio le hubo conocido, enderezó la lanza y la afirmó en la cuja, pidiéndole que se detuviera, y acercándose a él al paso de su trotón, — ¡Hernando! le dijo con muestras de pesadumbre; ¿y eras tú el que me proporcionabas nueva ocasión para cometer un crimen? — ¡Vil hipócrita! le respondió el de Iscar más encolerizado que nunca. Qué llamas tú un crimen, tú, para quien nada hay que sea sagrado en el mundo, tú, despreciador de la religión, traidor, robador de mi honra… vuelve, vuelve a enristrar la lanza, que por Santiago, si no fuera vergüenza mía, no había de aguardar a que te defendieras para enviarte al infierno, sino que así mismo te había de atravesar mil veces el corazón. —Sosiégate, Hernando, repuso Saldaña con tranquilidad, sosiégate, y óyeme… —Nada tengo que oír de ti, interrumpió el de Iscar, ni nada tienes que hacer sino defenderte y prepararte a morir. —Óyeme, replicó el de Cuellar con aire hipócrita, y dime: ¿qué te he hecho yo? ¿Qué agravio has recibido de mí? — ¡Infame! interrumpió Hernando segunda vez; ¿tienes valor para preguntarme qué has hecho, mal caballero? ¿A dónde está mi hermana? ¿Quién la ha robado sino tú? Pero para qué pregunto nada, añadió con más cólera; defiéndete o te mato. —Todo está ya perdido; ¡ella me aborrecerá! profirió entre dientes Saldaña. Y yo, ¡qué diablos sé de tu hermana! repuso en seguida con aspereza; la he querido poseer, ella habría hecho mi felicidad, no te lo niego; pero hasta el mismo infierno se ha mezclado para desbaratar mis planes… pero… yo no quería deshonrarte… tenía intenciones de casarme con ella, y no creo… —Acuérdate de lo que te dijo mi padre, que nunca mi sangre se mezclaría con la tuya, replicó Hernando: no, nunca, yo lo juro, aunque me fuese en ello mi vida, y sea yo más vil que el siervo más abatido, más deshonrado que un cobarde, y me vea despreciado y escupido del más villano si tal consiento jamás. Di, traidor, ¿dónde está mi hermana? —Te he dicho que yo no sé, respondió Saldaña, y te juro por mi honor… — ¿Lo tienes tú acaso? interrumpió el de Iscar: defiéndete, o te declaro por cobarde y hago llamar mis más viles criados para que te maten a palos. — ¡Hernando! dijo entonces Saldaña mirándole torvamente, y rechinando los dientes. Solo a tu hermana debes no estar ya tendido a mis pies en pago de tus insultos. Sí, continuó con desesperación, solo al temor de que Leonor me aborrezca si ve en mis arecas la sangre misma de su hermano. ¿Pero ya qué importa? ¿No soy ya aborrecible a sus ojos y a los de todo el mundo? Pues ven, y luchemos hasta que no quede señal de que haya existido ninguno. Diciendo así echó pie a tierra de su caballo, trémulo de furor, y habiendo invitado a Hernando para que hiciese lo mismo, se arrojaron los dos al suelo a un tiempo, y echando mano a la espada uno y otro, se acometieron con más furia y más empuje que nunca. Voló al primer golpe en dos pedazos el escudo del señor de Cuellar, que abolló de un revés el casco de su contrario, y tiráronse algunos golpes más, que acabaron de deshacer mutuamente sus armaduras. Pero el de Iscar, cansado ya de tan largo combate, empezó a jugar de punta, mientras el de Cuellar, más forzudo, le fatigaba y acosaba a tajos y cuchilladas. Hacía ya tiempo que peleaban, y estaban heridos por mil partes, sudando y faltos de aliento, cuando de repente Saldaña, arrojándose sobre Hernando, le tiró a manteniente un golpe tal sobre la cabeza, que dividió el yelmo en dos partes, y echando un rio de sangre por ojos, orejas y narices, le derribó en el suelo sin movimiento. Quedó Saldaña en pie, victorioso del desafío; pero su vista empezó de allí a poco a desvanecerse, quedó inmóvil, apoyándose sobre la cruz de la espada, sus miembros se estremecieron, inclinó lentamente el cuerpo hacia adelante, dobló las rodillas, hizo dos o tres esfuerzos inútiles para llegar hasta su caballo, y dando un suspiro cayó en tierra cubierto todo de sangre, y privado por último de sentido. El suelo estaba lleno alrededor de ellos de piezas de sus armas, esparcidas acá y allá en la fuga de la batalla; la lanza que Saldaña había dejado para echar pie a tierra cimbraba clavada de punta a un lado del campo, el aire mecía acaso las plumas que habían saltado de los abollados cascos, y los caballos sueltos por el campo se entregaban a toda la alegría que inspira la libertad, mientras sus amos, tendidos uno frente de otro envueltos en sangre, yacían inmóviles, midiendo el campo con sus espaldas. El de Iscar yerto, al parecer, sin respiración, cubierto el rostro de sangre, y restañado en ella el cabello, tenía los ojos aun entreabiertos, la espada en la mano derecha a toda la extensión del brazo, y la palma de la izquierda abierta posada sobre la cabeza: el de Cuellar, como un torreón caído, ocupaba más espacio, tendido sobre el lado derecho, cubierto el rostro con la visera, levantando el pecho a intervalos con fatiga, donde mostraba una ancha herida poco más abajo del hombro sobre el corazón, que abría y cerraba sus labios arrojando un caño de sangre a cada respiración. En este tiempo, llenos de inquietud en uno y otro castillo, especialmente en Iscar, el fiel Nuño y el adamado Jimeno al ver la tardanza de sus señores ya habían montado a caballo, y seguidos de algunos soldados se encaminaban con mucha prisa al sitio de la batalla. Venía Nuño con un triste presentimiento de la suerte de su señor; pero no queriendo dar su brazo a torcer ni aun a sí mismo, todo se le volvía buscar razones para explicar la causa de su retardo. Dando prisa a los otros que le seguían, y al mismo tiempo hablando como tenía de costumbre, iba respondiendo a las preguntas que estos le hacían, mandándoles sin cesar que callaran, siendo él, más que nadie, la causa de que siguiera la conversación. —Ya os dicho, decía, que aguijéis y no me preguntéis más: vamos, ¿qué diablos tenéis, que no parece sino que habéis puesto una arroba de hierro a esos caballos en cada casco? ¡Cómo ha de ser! El amo, sin duda, se habrá detenido a componer alguna pieza de su armadura; y además, qué se os importa a vosotros; cuando no ha vuelto tendrá que hacer. Cuántas veces sucede que se le cae una herradura a un caballo, y tiene un hombre que echar pie a tierra y… toma, y toma, y otros mil percances: vamos, ¿por qué no andáis al trote? ¡Vivo! que no parece sino que tenéis que pararos para hablar. En diciendo que os da por charlar parecéis una tarabilla. Lo que más me alegro es que no haya venido el Cantor a interrumpirme y a fastidiarme. El pobre quería venir, pero yo no le he dejado; está lleno de cuidado por don Hernando… Pero sí, buen cuidado hay que tener; el niño no sabe andar solo… Entre todos cuantos calzan espuela no hay uno más animoso que él, ni que sepa mejor arrendar un caballo. Y… ¿quién sabe?… tal vez… ¡pero qué! el que no le conozca como yo puede pensar lo que quiera, pero yo… Sí, lo mismo le vería yo peleando con tres de los mil jinetes africanos que trajo el rey de Marruecos, que si le viera paseándose en una feria. En fin, cómo ha de ser, allá veremos: adelante, muchachos, no hay que embobarse. Así sin dejar de hablar, cuidadoso y metiendo prisa, atravesaba entonces el bosque, desesperado de no poder correr la legua que le quedaba con la ligereza del pensamiento. Jimeno por su parte, aunque más cuidadoso de parecer bien que de lo que había sucedido a su amo, no dejaba también de aligerar el paso, aunque sus reflexiones entonces tomaban muy distinto vuelo que las de Nuño. Pero todas estas disposiciones hubiesen sido tardías y de nada habrían valido a los caballeros, en particular a Saldaña, que por instantes se desangraba, y a quien hubieran hallado muerto sin duda, si el cielo no les hubiese deparado un socorro más eficaz que cuantos podían aguardar de sus escuderos. Una mujer cubierta toda de una especie de dominó negro, o de hábito con capucha, teniéndola echada en este momento hacia atrás, estaba de rodillas junto a Saldaña deteniendo la sangre de su herida con un lienzo blanco como la nieve, y le había levantado la visera y quitado el casco para desahogarle. Su rostro pálido y más ajado por el dolor y la penitencia que por los años, pues no parecía tener arriba de veinte y dos, tenía un no sé qué tan angelical y amoroso, que cautivaba y enamoraba con su ternura. Pero el sentimiento que inspiraba era más dulce y respetuoso que ardiente y apasionado, porque sin duda los pasatiempos de aquella joven no eran de este mundo, y su alma ya habitaba en las celestiales mansiones de la paz y de la eterna felicidad. Su languidez, la ternura, el corte ovalado de su semblante, y sobre todo el velo místico, la mágica nube que hacía imaginar que la rodeaba, habría hecho doblar la rodilla al más profano y adorarla como una divinidad. Todo parecía ya tributarla el homenaje que merecía, el aire mecía blandamente sus abandonados rizos, mientras que el sol, reflejando allí sus rayos, doraba sus cabellos de un color de oro suave, y parecía coronarla con la aureola de los habitantes del paraíso. Tenía los ojos dulcemente fijos en él moribundo señor de Cuellar, y a cada instante acercaba sus labios a los suyos para recoger su aliento, pulsándole y registrándole las heridas, sin dejar por eso de acudir a Hernando de tiempo en tiempo, a quien había lavado ya el rostro con el agua fresca del rio, pero sin que ni uno ni otro diesen muestras de volver en sí, no dando más señal de vida que en su angustiada respiración. El rostro de Hernando estaba morado como un lirio, con algunas manchas negras de la sangre que allí se le había agolpado; y Sancho Saldaña, pálido como un cadáver, tenía aun fruncido el entrecejo, los ojos abiertos y el labio inferior cogido entre los dientes, mostrando la ira que los insultos de su contrario habían encendido en su corazón. La hermosa desconocida, tan pronto auxiliando a uno, tan pronto a otro, si acaso manifestaba más amor a Saldaña, no tomaba menos interés por el señor de Iscar, cuidando a entrambos con la misma piedad y la ternura misma que si viese a su hermano en cada uno de ellos. Ya les había dado los socorros más necesarios, y sentándose junto a Saldaña, mientras le arreglaba un nuevo vendaje dijo mirándole con cariño: —Gracias doy al cielo que me ha enviado aquí para librarte de la muerte del pecador. ¡En qué estado ibas a presentarte ante el tribunal de Dios! ¡Las penas eternas te aguardaban presentándote así, lleno de crímenes, impenitente! Mil maldiciones te seguían, cuyos imprecadores hubieran ido allí también para acriminarte. No yo, no; muchos agravios me has hecho, mucho mal me has causado; pero nunca te he maldecido, al contrario, a pesar del mal trato que he recibido de ti, todo te lo he perdonado, porque al fin hartas maldiciones te han atraído tus desaciertos. Yo no he hecho sino llorarlos. Un suspiro que exhaló Saldaña en este momento interrumpió sus palabras. Y volviendo a mirarle, le vio abrir y cerrar los ojos, aflojar los dientes y mover apenas un brazo, señales todas de mejoría, y que hicieron florecer una sonrisa de esperanza en los labios de la desconocida. Hernando hizo también algún movimiento que la obligó a acercarse a mirarle, y abriendo después los ojos volvió en sí persuadido, en el delirio de su imaginación, que estaba aún combatiéndose con Saldaña. — ¡Hipócrita! decía con voz tan ahogada que apenas se le entendía: defiéndete… te daré la vida si me confiesas adonde has ocultado a mi hermana… ¿llora?… ¿no la oyes? ¡Ah! ya está aquí, ya, ya la libré de ese miserable. ¡Pobre Leonor!… La desconocida parecía enternecerse a cada palabra de Hernando, que viéndola a su lado la había tomado por su hermana, y se regocijaba de verla. —No, Hernando, le respondió la dama cuidadosa de su salud, yo no soy tu hermana, pero puedes vivir tranquilo; Leonor está segura y libre de sus enemigos. No tardarás en verla a tu lado. — ¡Ah! exclamó Hernando haciendo un esfuerzo para levantarse, que no pudo lograr, y arrodillarse delante de ella: tú, ángel del cielo, tú, que has bajado para dar esperanza a mi corazón, si lees en el de los hombres, verás en el mío que el deseo más noble y más digno de un caballero me ha movido a buscarla, juntamente con la amistad de un hermano. Habla, di, ¿dónde está?… Iba a responderle la desconocida, cuando sintiendo tropel de caballos que se acercaba, se levantó de repente, y cubriéndose el rostro con la capucha huyó prontamente a esconderse entre los pinares. —Id, seguidla, gritó Hernando a Jimeno, que se acercaba; ella sabe dónde está Leonor. — ¿Quién? dijo el page; este hombre está delirando. —Sí, allí va, exclamó el viejo Duarte persignándose ligeramente. ¡Es la maga! ¡Ya desapareció! Llegó Nuño de allí a un momento, y habiendo ambas tropas héchose cargo de sus señores, los acomodaron en unas andas que traían preparadas para el efecto, y paso a paso dieron la vuelta cada cual a su fortaleza. CAPITULO XI. A poca distancia de la cueva de los bandidos, y bajando las riberas del Piron, había habido en los siglos del paganismo un soberbio templo de piedra, erigido sin duda por los romanos en honor de alguna deidad a quien habían consagrado aquel sitio. El furor de los siglos, y acaso la mano del hombre, mas destructora que la del tiempo, había ido poco a poco demoliendo este monumento de la grandeza de aquellos conquistadores, y en la época de esta historia no quedaban ya otros vestigios aparentes que algunas piedras cubiertas de musgo, alguna columna rota u otra infeliz muestra de su antigua magnificencia. Una parte de él sin duda en algún terremoto se había hundido debajo de tierra, habiendo desaparecido de modo, que nadie habría podido sospechar siquiera que entre aquellos escombros, mansión al parecer únicamente de inmundos insectos, estuviera oculta una habitación, capaz bastante para servir de abrigo a algunos hombres en caso de necesidad. Pero una piedra fácil de remover daba entrada a un arco oscuro que debajo de tierra tortuosamente se prolongaba hasta llegar a una espaciosa bóveda octangular, asilo tal vez en otros tiempos de algún religioso ermitaño, y no tan abandonada ahora que no se conociese que servía aun de lo mismo. Con todo el adorno de esta sepultura, si tal puede llamarse habitándola cuerpos vivos, probaba que quien la había elegido en este tiempo por su morada miraba poco en las comodidades del mundo, y solo pensaba en la salud del alma y en el retiro. Un crucifijo de madera, groseramente trabajado, estaba con dos clavos sostenido de la pared; delante de él y a sus pies venía a parar una lámpara que pendía por una cuerda del techo, y a todas horas mezclaba su moribunda luz con la que escasamente el día reflejaba en aquella estancia. Una pila de agua bendita en un ángulo de la bóveda, unas disciplinas salpicadas de sangre y un cilicio colgados de la pared, una cama de paja y algunos escaños de madera sin pulir completaban los muebles de este ignorado asilo del arrepentimiento. Pero ahora tal vez se notaba más cuidado y compostura en el arreglo de la habitación. La cama de paja parecía más mullida y recogida que de costumbre, y algunos manjares, aunque pobres harto lujosos para quien se mantiene de lágrimas y de ayunos, daban a conocer que la persona dueña de aquel recinto había recibo un huésped a quien trataba de festejar. En efecto, la maga, como la llamaban en las cercanías, no había descuidado nada de lo que estaba a su alcance, y que pudiera en algún modo minorar la molestia y pobreza de su mansión. Aquí fue donde Leonor, siguiendo los pasos de su misteriosa conductora, y obedeciéndola más por temor que llevada de su voluntad, llegó la noche que en medio de la tormenta la libertó de manos de los bandidos. Ellas fueron las que pasando junto a Nuño le hicieron creer que era el guía que había desaparecido; y Leonor, cerca de su fiel vasallo sin saberlo, fue tomada en la imaginación de éste, al tiempo que trepaba con la maga a la altura donde estaba la entrada de su retiro, por el cuerpo del halconero volando a toda prisa camino de los infiernos. Iba Leonor demasiado sobresaltada para preguntar nada a su conductora, y cuando entraron en la bóveda, los diferentes sucesos del día, el susto pasado, la duda de su situación, y el miedo de aquel espantoso espectro, cuya desollada mano, fría como la losa de un sepulcro, tenía asida fuertemente la suya, oprimieron su corazón a un tiempo, de modo que no pudiendo llorar, ni respirar siquiera, fijó en ella los ojos con espanto a la débil luz de la lámpara, dio un suspiro y cayó desmayada sobre el escaño, donde le hacía señas que se sentara. Tantas sensaciones crueles, tantos sustos debilitaron sus fuerzas, encendieron su imaginación, y la afligida dama, asaltada de una fiebre ardiente, había pasado en un continuo delirio los días en que tanto Saldaña como su hermano habían suspirado por ella buscándola con tanta ansia, aunque por tan diferentes motivos. Pero la Providencia, lejos de abandonarla, no contenta con haberla proporcionado una tan milagrosa libertadora, hizo que hallase en aquella misma fantasma, que fija en su memoria le aterraba aun en medio de su delirio, la enfermera más cariñosa. Una mano benéfica mejoró su salud suministrándola las medicinas más necesarias, y más de una vez hirió su oído una voz llena de suavidad y se le figuró en medio de su enajenamiento de espíritu que había visto junto a sí algunas veces un ángel que la consolaba. Al cabo de tres días la calentura fue poco a poco disminuyendo, se disipó la confusión de su entendimiento, y Leonor, ya más tranquila, se encontró sola y acostada sobre la paja, y mirando a su alrededor examinó el cuarto donde se hallaba. La luz de la lámpara, la vista del crucifijo y la oscuridad de la bóveda no dejaron de sorprenderla por un momento, y olvidada de cuanto le había sucedido, y no pudiéndose dar razón de cómo había venido a aquel sitio, casi estuvo por creer que había muerto ya para el mundo, y la habían enterrado en vida. Miróse a sí misma con asombro refregándose los ojos y tentándose por si dormía, y como por más que hacia no podía adivinar cómo se encontraba allí sepultada, pensó un momento que todo aquello era un sueño o un capricho de su fantasía. Pero aclarándose poco a poco sus ideas, empezó a recordar una tras otra cada una de sus desventuras, y completando el cuadro de todas ellas, recordó no sin temor la tormenta, la pavorosa fantasma, y reconoció la lámpara a cuya luz la había visto en aquella misma caverna poco antes de desmayarse. Esta última reflexión no pudo menos de horrorizarla, pensando que aquella visión infernal vivía con ella, y que era sin duda su única compañera; pero a despecho de su preocupación, la vista del crucifijo y de los dos instrumentos de penitencia, el cilicio y la disciplina, asegurándola de sus temores, la hicieron tomar nueva esperanza, pensando que cualquiera que pudiese ser la persona que allí vivía, sus sentimientos eran religiosos, y que ya no la haría ningún mal quien la había tenido tanto tiempo sin hacérselo en su poder. — ¿Qué miedo puedo tener, se decía a sí misma, de quien sin duda me ha cuidado en mi enfermedad, y sólo ha tratado de hacerme bien? ¿Acaso si esta habitación no ofrece comodidades, no inspira una santa veneración? No hay duda que fue algún ángel el que me salvó de manos de los ladrones, y tomó aquella espantosa forma solo para aterrarlos. Pero si fue un amigo, ¿por qué no ha avisado a mi hermano para que viniese, o enviase algunos criados que me trasladasen de aquí al castillo? Combatida de estas reflexiones, no acertaba a decidir entre sí si era enemigo o amigo su libertador, ya afligiéndose, ya consolándose, terminando solo sus incertidumbres y calmándolas en algún modo el pensamiento de que al cabo no se hallaba en poder de un impío, enemigo de su religión. Alzó su mente a Dios, y después de haberse conformado devotamente con su voluntad, empezó de nuevo la curiosidad a punzarla cada vez más, deseosa de saber quién era el dueño de aquella estancia tan triste. —Daria, dijo, no sé qué por saber a quién tengo que agradecer el cuidado que de mí ha tenido. Y levantándose y registrando a un lado y otro, no vio más salida que un arco medio hundido a un lado de la habitación, pero tan oscuro, y amenazando ruina de tal manera, que no se atrevió a aventurarse por aquel camino. Llegó con todo dos o tres veces mirando con curiosidad y retirándose con espanto, temerosa de hallar con el espectro aterrador que allí le había conducido, y que ella se figuraba ver en cada sombra que ondulaba al reflejo trémulo de la lámpara. Por último, imaginó que veía una figura negra que se acercaba, cerró los ojos, volvió a abrirlos, y creyéndola ya más cerca huyó de allí al momento, y sin volver la cabeza atrás de miedo, se arrodilló temblando delante del crucifijo. Hacia un rato que estaba así cuando repuesta de su temor, y dando por una ilusión la figura que la había asustado, volvió la cara y halló detrás de sí, en pie, inmóvil, el bulto negro. Estremecióse al verle sobrecogida; pero volviendo a mirarle creyó que ya otra vez le había visto, y que debajo de aquella almalafa negra iba encubierta la misma mujer que le había anunciado su peligro el día de la caza junto al monasterio. Esta idea le hizo cobrar ánimo, y levantándose le preguntó: — ¿Quién eres tú, que parece que te deleitas en asustarme? —Soy, le respondió la misma voz dulce que entonces la sorprendió tanto, el instrumento de que Dios se ha servido para libertarte a ti y estorbar un crimen al pecador. No temas nada de mí, pues yo solo, cumpliendo con la voluntad del Señor, he tratado y trato de hacerte bien: soy la que ya no es conocida en el mundo, y la que tú has olvidado en tu corazón. — ¿Por qué usas conmigo tanto misterio? le preguntó Leonor con algo más ánimo: si tu nombre me es conocido, ¿por qué me lo ocultas? ¿Por qué me escondes tu rostro? Si temes que lo declare en el mundo, yo te juro por la honra de mi linaje de callarlo hasta el fin de mis días, y no confiar a nadie que te he conocido, ni aun a mí mismo hermano. ¿O has cometido algún crimen y temes por eso decirme cómo te llamas? —Mis faltas, respondió la fantasma, han sido solo para con Dios, cuya bondad sin duda me las perdonará, y ningún ser en el mundo puede quejarse de mí. Hubo un tiempo, Leonor, en que la vanidad agitaba mi corazón, en que pude pagarme de la hermosura de mi cuerpo, y descuidé acaso la de mi alma; pero esto no es un pecado para con el mundo. Mi nombre fue ilustre, y yo fundé impíamente mi gloria en el valor de mis ascendientes, sin fundarlo en mis méritos para con Dios; pero hace ya tres años que mi mansión es ignorada del hombre como la guarida del lobo, que he ocultado mi rostro como el vergonzoso: mis días pasan en la penitencia y en la meditación, y he arrancado mi pensamiento de la tierra, y despreciado las comodidades que mis riquezas me prometían, para elevar aquel únicamente a Dios, y trocar estas por las eternas. Desde entonces, tú y todos los amigos del mundo me han olvidado, y yo he muerto para ellos en mi soledad. La unción religiosa de su discurso, su imponente presencia y la majestad melancólica de sus palabras inspiraron tal respeto a Leonor, que de haberla creído poco antes un espíritu del infierno, pasó a imaginarse que estaba delante de una santa, a quien solo faltaba morir para ir a sentarse en el paraíso. Postróse ante ella, y quizá le hubiese tributado adoración sí la maga, levantándola con dulzura, no la hubiese hecho avergonzarse de su intención. —Álzate de ahí, Leonor, le dijo; yo soy una pecadora como tú; y para que te desengañes y veas que no hay otro misterio que el que me fuerza a guardar un voto hecho por la salvación del alma de un hombre, aun no saciado de sus delitos, mírame bien y reconóceme de una vez. Diciendo esto, se echó atrás la capucha que le tapaba el rostro, y quedó descubierta delante de ella. — ¿No me conoces? prosiguió viendo que Leonor la miraba atónita sin hablarle ni recordar su fisonomía: seis años hace que no nos vemos. ¿Es posible que ya no te acuerdes de Elvira de Saldaña, la hermana de Sancho Saldaña, o por mejor decir, la compañera de tu niñez? — ¡Elvira mía! ¿Eres tú? exclamó Leonor loca de alegría de haber hallado una amiga en su libertadora, echándola los brazos al cuello para estrecharla en su corazón. Elvira la miró con cariño, dejándose abrazar de su amiga; pero sus ojos manifestaban la tristeza, y con los brazos caídos no la devolvió ninguna de sus caricias. —Retírate, Leonor, la dijo con sentimiento, separándola con entereza, y no hagas con tus extremos que renazca en un corazón entregado enteramente a Dios ningún sentimiento mundano. — ¡Tú me arrojas de ti! exclamó Leonor sorprendida. ¿No eres ya mi amiga? ¿No me amas ya, o acaso la enemistad de nuestros hermanos ha hallado también cabida en tu corazón? —La amistad y la enemistad de los hombres, repuso Elvira con solemne y religioso ademan, sus odios, sus pasiones, las sensaciones profanas de la ternura, nunca habitaron en el alma que se alimenta solo de las dulzuras espirituales, y que ya en la tierra se desprende de su deleznable cuerpo, y se eleva a contemplar la imagen de su Hacedor. No que la mía haya llegado aún a este grado de enajenamiento celeste a que alza Dios las almas de sus elegidos: no, todavía conozco en mí la debilidad de la criatura, prosiguió llena de emoción y sin poder contener una lágrima a su pesar: yo amo aun en el mundo: yo no he podido romper todavía los lazos de la sangre y de la amistad que hicieron las delicias de mi juventud: yo amo aun a mi hermano: amo al asesino del justo, del santo sacerdote que consoló a mi padre en la agonía de la muerte: yo te amo a ti también, Leonor, a ti, la amiga de mi infancia: me he descubierto a ti; he permitido que me abrazaras, no porque no conozca que he pecado faltando al voto que contraje delante de los altares… Dios me perdonará: yo ya no podía contenerme. Atónita Leonor, había contemplado la fisonomía de Elvira mientras hablaba, y sus ojos, brillantes con la luz de la inspiración, su semblante majestuoso, y en que reflejaban al mismo tiempo uno por uno los distintos afectos que en su alma se combatían, la habían sorprendido de modo, que la alegría del primer momento se trocó en un respeto místico hacia su amiga. Con todo, las últimas palabras volvieron a despertar en su corazón los sentimientos de la amistad, y el enajenamiento con que Elvira las había pronunciado le inspiró el dulce deseo de tranquilizarla. —No sé, le respondió, qué votos son los que te obligan a ocultarte y vivir sola en esta especie de sepultura; pero pues Dios permite que en tu corazón abrigues aun un resto de ternura hacia tus amigos, y algún dulce recuerdo de lo que hizo en otro tiempo tu dicha, ¿por qué temes entregarte a sensaciones tan inocentes? He oído decir a los sacerdotes que Dios nos deja ese consuelo en todas nuestras adversidades. —El único consuelo del santo, repuso Elvira recobrando su tono imponente, debe buscarlo en el Todopoderoso, y no en los consuelos pasajeros de sentimientos terrenos, robados a la divinidad, en quien deben emplearse todos los de nuestra alma. Pero tú hablas por boca de Satanás, y tus palabras afectuosas tratan de seducirme. Yo he provocado la tentación con descubrirme a ti. Tu discurso es inspirado sin duda por el enemigo. —Te protesto, replicó Leonor atemorizada de oírla, que te he hablado con inocencia, y que he creído hacerte bien y sosegar tu conciencia diciéndote lo que creo. Yo no puedo imaginarme que sea un crimen amar a mis semejantes. —Amarlos en Dios, no en ellos, exclamó Elvira con fanática indignación. Pero tú no sabes lo que dices, añadió con más suavidad; ¡y con todo es tan dulce ser amado de sus semejantes y amarlos!!! Elvira quedó un momento suspensa, bajó los ojos, y derramó algunas lágrimas en silencio, mientras Leonor, sensible a sus emociones, la correspondía con su llanto entre intimidades y enternecida. Duró esta escena muda algunos minutos, hasta que Elvira, dominando su turbación, levantó su hermosa cabeza con gravedad, alzó sus ojos al cielo, y exclamó: —Dios mío, perdonadme si aún doy oídos al lenguaje de los mundanos; perdonadme si he cedido un momento a las instigaciones de mi flaca naturaleza.— Leonor, prosiguió volviendo a ella sus ojos cubiertos de lágrimas y mirándola con agrado, yo te amo, y yo he pecado por ti. Tres años hace que no me ha dirigido su voz ninguna criatura humana, rara vez he visto la luz del sol, mi única habitación en la tierra es esta tumba, mi alimento las lágrimas de la penitencia, mi cama el suelo, el alivio de mis pesares el ayuno y la disciplina, y Dios ha sido mi único compañero en la soledad. Tanto tiempo desterrada del mundo, tantas maceraciones no han bastado aun a fortalecer mi alma: ¡miserable vaso de perdición!!! Yo ofrecí delante de los altares sacrificarme en vida a Dios para salvar a mí hermano del infierno que le amenazaba. Yo le vi, yo le veo aun sordo a la voz de mi padre moribundo que le llamaba para darle su última bendición, negándose a recibirla, embriagado en los deleites de su manceba, y maldiciendo al siervo que le interrumpía en sus placeres para llamarle. Yo le vi cuando furioso, hirviendo en toda la cólera del infierno, alzó el puñal, guiado por los demonios, y lo hincó en el corazón del sacerdote que piadosamente le reprendía. Yo le vi después, cubierto aun de sangre, reposarse en brazos de su Zoraida, y oí su risa y sus carcajadas emborrachándose en el festín. El infierno se estremeció de júbilo, y los demonios alargaron sus manos para coger su presa; yo los oí que reían, y me horroricé. Entonces me postré delante de Dios, oré por el pecador, y ofrecí sepultarme en vida, cubrir mi rostro, y alejar de mí todas las vanidades del mundo para expiación de los crímenes de mi hermano. Desde entonces cambié mis galas por el cilicio, troqué la blandura de mi lecho por una poca de paja, comí las raíces de los árboles, los frutos silvestres, y traté mi cuerpo como a un animal inmundo. Víme odiada y maldecida de los habitantes de las cercanías, creída bruja, y mirada como un agente de Satanás; y yo para más humillarme, y contener al mismo tiempo la curiosidad de las gentes con el temor, adulé su credulidad confirmándola con mi apariencia. Porque no solo prometí no cuidar de mi fama, sino que también ofrecí exponerla a las lenguas de las gentes y sufrir el oprobio con humildad. ¡Pero ah! ¡cuánto me ha costado vencerme, cuántas veces ha resonado en mi oído la voz de Satanás, que me incitaba a faltar a mis votos para con Dios, y he querido volver al mundo, lisonjear mi vanidad publicando mi penitencia, y realzar de nuevo los dulces vínculos de la sangre y de la amistad que rompí para desterrarme, destrozando mi corazón! Yo recordaba, a pesar mío, los primeros días de mi juventud, y mis ojos se cubrían de lágrimas; yo habría dado el resto de mi vida por un momento de consuelo, solo porque la mano de un semejante mío, aunque fuese desconocida, hubiera enjugado una vez el llanto de mi amargura. El sol, que derrama su luz para todos, estaba oscurecido para mí en esta bóveda, y si acaso alguna vez vivificaban sus rayos mis miembros yertos y debilitados, mi vista inspiraba el terror a los habitantes de las cercanías que huían delante de mí, y no hallaba una mirada de afecto, una muestra siquiera de lástima que compensase mis privaciones. ¡Ah! ¡Tú no sabes cuan duro, cuan amargo es este aislamiento del mundo, cuan triste es verse aborrecida sin merecerlo! El sentimiento íntimo con que pronunció estas palabras mostró más que nunca en este instante su agitación. Sus ojos se inundaron de lágrimas, inclinó su rostro al suelo con una expresión peculiar de tristeza y de santidad, y puesta una mano sobre el corazón, como para aliviar el dolor que la atormentaba, largo tiempo quedó sin poder hablar, interrumpiendo el silencio que reinaba alrededor de ella solo con sus sollozos y sus gemidos. La soledad y la lobreguez de la bóveda alumbrada apenas por la lámpara que ardía delante del crucifijo, y sobre todo el tono, ya místico y melancólico, que había dado Elvira a sus expresiones, acaloraron de modo la imaginación de Leonor, que sintió correr un sudor frio por su cuerpo, y tuvo que arrimarse a un ángulo de la estancia para sostenerse. Sus ojos llenos de piedad se fijaron, por último, en su amiga, que inmóvil delante del crucifijo y cubierta de su almalafa negra, clavados los ojos al suelo sin pestañear, y en su rostro pálido y desencajado reflejando acaso la amortiguada luz de la lámpara, tenía el aspecto de un cadáver vestido de la mortaja que se había levantado de su ataúd. En vano Leonor había tratado algunas veces de interrumpirla; sus palabras se habían helado en su boca, dudosa si servirían mas bien para aumentar su dolor que para aliviarlo, y en este momento, sin saber qué decirla, obedecía a los sentimientos que Elvira comunicaba a su corazón llorando con ella, sin hallar otro medio de consolarla. Duró un rato el silencio, y Leonor esforzándose se acercó a ella, y tomándola una mano, que apretó cariñosamente entre las suyas, la dijo: —Hermana mía, si las caricias de una amiga pueden hacerte sobrellevar la carga del voto que has contraído, yo no te olvidaré nunca, yo vendré a verte todos los días, y hallarás en mí todos los cariños que echa de menos tu corazón. Yo, si es necesario para tu consuelo, participaré de tus penitencias, dividiré alegremente tu cama, y rogaré a Dios contigo. Tendrás al menos un ser en el mundo que te ame y te compadezca. ¡Leonor! repuso Elvira apoyando su frente en el hombro de su amiga, sin poder contener más tiempo los impulsos de su ternura. ¡Ah! ¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo he pasado sin que una voz dulce como la tuya regalase mi corazón! ¡Cuán largos se me han hecho los días en mi soledad! Pero solo cuando se han pasado días y días en el desierto y en el silencio, cuando se ha sido un objeto de odio y terror para sus semejantes, cuando la naturaleza se ha mostrado a nuestros ojos yerma, sola, y sin ofrecer un árbol a cuya sombra reposarse de las fatigas de una larga y penosa peregrinación, solo entonces se pueden valuar justamente las dulzuras, las delicias de la amistad. ¡Dichosos aquellos que sin pecar, ni faltar a los votos que contrajeron, pueden desahogar su alma en la de su amigo, y sentir caer en su corazón herido gota a gota el bálsamo suavísimo del consuelo! Pero yo, añadió empujando de sí a Leonor, y como horrorizándose de sí misma, yo he atraído sobre mí la maldición de un Dios colérico contra el perjuro. La amistad en mí es un crimen; yo he jurado olvidar el mundo, olvidarme hasta de mi existencia. ¡Infeliz! ¡Infeliz! ¡Yo he quebrantado mis votos! ¡Ah, hermano mío! ¡Yo que los hice por ti, como si yo no tuviera nada que reconvenirme! El Señor ha castigado mi orgullo y debilidad. ¡Y tú también, Leonor, tú quieres sacrificarte por mí, y tomar parte en mis miserias y penitencias!… Dulce, dulcísimo seria para mí, sin duda, tener conmigo quien comprendiese la voz de mi corazón… Dios mío, recibe benigno esta privación, la más cruel que puedo imponerme, en descargo de mis pecados. —No, Leonor, continuó más tranquila, aunque en su voz trémula se notaba su agitación; para ti sería un sacrificio inmenso, para mí una culpa imperdonable si yo continuase con tu amistad. Nosotras no volveremos a vernos; una casualidad fue causa que nos halláramos; esta bóveda no está lejos de la cueva de los bandidos; yo pasé cerca de ellos aquella mañana, y les oí hablar de mi hermano; curiosa de saber sus maquinaciones, me oculté a sus espaldas entre los árboles. Desde allí oí a su capitán que comunicaba su plan a uno de los suyos. ¡Ah! Dios condujo allí mis pasos para impedir a mi hermano que consumase el crimen que había pensado. Tú ibas a ser entregada a su voluntad para satisfacer su torpeza, o a ser víctima de su furia. El Señor puso su fortaleza en mi corazón, eligiendo para salvarte de manos de los forajidos a una mujer débil que los aterró con solo una máscara, como si hubiese llevado consigo un ejército poderoso. — ¡Oh! sí, exclamó Leonor, yo te debo más que la vida, puesto que te debo mi honra. Tú que te expusiste tanto por mí, ¿cómo podré yo pagarte? —Leonor, dijo Elvira con tono solemne, no blasfemes: solo al que vela sin cesar sobre los oprimidos debes tu salvación; a él debes dar gracias en tus oraciones. Yo fui la mano de que se valió en su benignidad, y no corrí riesgo alguno, cubierta, como iba, con el escudo de su omnipotencia. —Pues bien, la respondió Leonor, yo aquí contigo se las tributaré, y mis oraciones, juntamente con las tuyas, volarán hasta su trono como una nube de aromas. Tu boca más pura que la mía… —Leonor, interrumpió su amiga, no adules mi vanidad; yo soy un vil gusano como tú delante del Altísimo ¿Quién osa hablar delante de él de pureza? ¿Yo que he quebrantado mis votos solo por un momento de deleite mundano? ¡Ah!… Diciendo esto, sus ojos salieron de sus órbitas, alzó ambas manos al cielo, y pareció como arrobada y fuera de sí algún tiempo. Poco después dobló las rodillas delante del crucifijo, oró, besó la tierra y dio muestras de un verdadero arrepentimiento, y sintiéndose más tranquila se levantó de nuevo y se acercó a Leonor, que había contemplado su éxtasis en silencio. —Es preciso que nos separemos, dijo con el acento melancólico que daba algunas veces a sus palabras; es preciso: yo cometería un pecado imperdonable si te tuviese más tiempo conmigo, y por otra parte, tú tienes un hermano que te ha buscado con ansia, y que ahora más que nunca necesita de tu cuidado. Tienes cien lanzas en tu castillo que te defenderán de tus enemigos, y no te has obligado como yo a vivir sola, y a olvidar y a ser olvidada de tus amigos. Tu juventud no debe marchitarse en un destierro como la mía; tu corazón puede abrirse sin pecar a todas las sensaciones más dulces que hacen las delicias de los mortales; el mío debe cerrarse aun para las más inocentes; si, Leonor, aun para las más inocentes. Cuando yo te he visto estos días enferma sobre esa paja, te he estrechado mil veces contra mi pecho, te he mirado como a mi única joya en el desierto, y he pecado. ¡Ah! tú no sabes ahora cuánto, cuánto me cuesta separarme de ti; pero es preciso: seria en mí un espantoso crimen recibir otra vez una caricia tuya. — ¡Ah! exclamó Leonor conmovida, yo no te abandonaré, yo no me separaré de ti. —No hay remedio, Leonor, repuso Elvira con resignación: Dios me lo manda. —Yo vestiré como tú un cilicio, respondió Leonor, y su clemencia te perdonará. —Tu hermano está herido, dijo Elvira, y te llama tal vez en este momento desde su lecho. — ¡Herido! exclamó Leonor, vamos, sí, que yo le vea; ¡mi hermano herido! Pero continuó dirigiéndose a su amiga, tú me dejarás que venga alguna vez a llorar aquí contigo, a consolarte, Elvira mía. —No, jamás, respondió Elvira haciendo un esfuerzo, jamás: cuando tú hayas salido de aquí olvídame; yo te lo pido por mi amistad. No más, Leonor, continuó alargando su mano hacia su boca, viéndola en ademan de interrumpirla. No más: olvídame: ¡cúmplase la voluntad de Dios!!!! La noche debe ya haber cubierto el mundo con su oscuridad, pues no penetra ninguna luz por las aberturas del techo. Tu hermano está herido, ven, sígueme. Diciendo esto tomó de la mano a Leonor, que inquieta por la salud de Hernando no hizo más resistencia, y guiándola a tientas por el arruinado arco por donde se salía de la bóveda, Elvira empujó una piedra que cedió dócilmente a su impulso, sintieron el aire del campo, y ambas tomaron tristemente el camino de su castillo. FIN DEL TOMO SEGUNDO. ¿Te gustó este libro? Para más e-Books GRATUITOS visita freeditorial.com/es

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